"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

1 may 2010

Mi dietario irregular (XXX): Un año y medio después, Buenos Aires


"Vuelvo de la Patagonia en ómnibus. A la desangelada estación de autobuses se le añade mi desangelada situación: solo, a trece mil quilómetros de casa, hundiéndome tras saber de la muerte de mi abuela, hundiéndome intuyendo que mi pareja no puede más. Espero sentado en una roca a quince metros de la estación, acalorado, con gafas de sol, ropa hippie y ligera y triste; leo un oportuno y salvador Cien años de soledad esperando a que llegue el vehículo. Voy a Buenos Aires, tengo que dejar el piso y trasladarme a otro.

Llevo cinco meses lejos de casa, pero Argentina es tan terriblemente confortable y pirata que me quedaría acá la vida entera. El ómnibus, una suerte de autocar unas cuantas veces más sofisticado que un colectivo, acaba de llegar. Dejo mi macuto junto a los demás, tomo mi ticket de un bolsillo y me dispongo a subir.

Ya instalado en mi butaca -clase negocios, aunque barata; con asientos anchos, reclinables hasta 140 grados, reposabrazos dobles, manta y almohadilla para la cabeza, reposapiernas en forma de plancha que, en conjunto, dan un aire de hamaca de playa a la butaca-, me siento a gusto. No es la primera vez que viajo en ómnibus, es la quinta; pero nunca había ido solo. Triste e insultantemente débil, llamo a mi pareja. Durante la conversación, pocas novedades. Si acaso, las esperadas: tono de que soy inoportuno -creciente-, monosílabos, luego indiferencia. No la culpo. Desde que estoy loco y triste, ella está más triste y se está volviendo loca. A partir de este momento, me impongo una abstracción que más tarde agradeceré.

El ómnibus me da la primera satisfacción. Mi butaca está en el piso de arriba, en la primera fila, pegada a la ventanilla. Delante mío, un cristal panorámico me da la sensación de que levito. Lo veo todo desde la posición del conductor, sólo que dos metros más arriba. No me acompaña nadie. Quiero decir que no hay nadie a mi lado. Tampoco a la derecha, tras el pasillo intermedio. Tampoco atrás, hasta la octava fila. Hay quince filas en la parte de arriba del ómnibus, pero sólo somos siete personas. Me acomodo y pienso.

Pienso en las calaveradas que me quedan por hacer en Buenos Aires. Tengo que volver al parque donde pasé un par de tardes, a torso desnudo, con pantalones de pijama, con un pelo inmenso, con coleta o con la camiseta empapada y atada a la cabeza, con una barba de dos semanas, con un 1984 al que se le rompían las páginas. Winston me hacía sentir vivo, me hacía sufrir por él mientras el sol me calentaba el pelo con sus cuarenta y pocos grados centígrados. Tengo que volver a ir a los Bosques de Palermo a que me piquen los mosquitos y a tocar mi guitarra azul y desafinada con mis torpísimos dedos y mi tambaleante sentido del ritmo. Tengo que volver a las librerías de Corrientes, a la Gandhi. A las tiendas de música de la calle Uruguay. Tengo que ir al mercadito de antigüedades y trastos y cacharros de San Telmo, sobre todo tengo que ir al mercadito de San Telmo. Tengo que bajar al Café Zabala por la mañana, a tomar cuatro medialunas y a mojarlas en ese café con leche que meten en un bol gigante. Tengo que leer allí los cien años de soledad, porque en casa, el mate es más amargo desde que se han ido Marco y Katie. En realidad, a veces pienso que el mate sí me gustaba dulce, como a Marco. Pero también tengo que ver, en casa, películas en versión original subtituladas -Deathwatch, una aberración magnífica para cuando vives solo; Borat, distintísima e igualmente magnífica; El Señor de la Guerra, no tan magnífica; Almejas y mejillones, hispanoargentina hispanoargentinizada; y Big Fish, adorable y magnífica y entretenida-, acercándome el televisor al sofá porque, si hago lo contrario, el sofá raya el parquet, y nada me disgustaría más que al hacer el check out pasado mañana, me hiciera pagar esa maldita gestora. Tengo que volver a Palermo, al Taller y al Macondo -que no termina de hacer honor a su nombre, todo sea dicho-. Tengo que acercarme algún día a Caminito, a la Boca, y ver esa cancha callejera maravillosa con Maradona graffiteado en la pared y porterías viejas y sucias, desaliñadas.

El trayecto es largo, mucho. Se supone que durará unas 21 horas. Con lo soleado del día, las primeras horas se hacen tediosas. El aire acondicionado no es óptimo, y la genial cristalera que me muestra que hay un mundo distinto también deja pasar el abrasador sol y crea un efecto invernadero difícil de soportar. Traen la merienda, la salvación: comer acá es mi debilidad. Galletas extrañas, como de jengibre y opción a un café. Lo pido con leche y el improvisado mesero de colectivo me lo concede. Mientras meriendo, el sol, en suspensión, va cayendo con elegancia. Pasamos por un lugar de novela, de película, de otro planeta. Es El llano en llamas de Rulfo, pero al sur. A la derecha, lejos, un robusto río azul -brillante y brillantísimo gracias al astro rey- avanza casi paralelo a nosotros entre las rocas y la tierra árida y erosionada, sólo adornada con pequeños hierbajos y arbustos dispersos. La carretera no tiene más compañía que esta, acaso también algunos pequeños altiplanos que se quiebran en un tramo inesperado y que dejan ver una pared de roca arenosa que me hace imaginar la tierra como un vientre herido que me muestra las entrañas con pudor.

Tan sólo un par de horas más tarde -o incluso menos-, nos sirven la cena. De hecho, todavía no ha llegado la noche. La cena también la adoro, en especial la bandeja de aluminio, que significa comida caliente, a menudo pollo con bechamel o una suerte de lasagna de catering. Para beber, hay varias opciones, que me van a alegrar la noche. Pepsi, limonada, agua, vino tinto, rosado o blanco. Pido una botella de vino blanco, porque he investigado rápidamente la bandeja de aluminio y dentro hay pollo con bechamel, y a mí me parece la combinación más adecuada. Y la pido porque no es una copita, es una botella que da para dos copas y media -dos vasos y medio de plástico, en realidad-. El alcohol es bueno, sobre todo en momentos de debilidad de mentes tradicionalmente optimistas, porque te devuelve a tu naturaleza no sin hacer un par de piruetas que, con un poco de suerte, te descubren nuevas máximas de la vida.

Me doy cuenta de que la cena me sienta bien, muy bien, justo cuando el crepúsculo da los últimos avisos de que el sol se va. Son las nueve menos veinte, o así, y atravesamos un paisaje igual al de antes, sólo que ahora el río ha virado a la izquierda y se ha aproximado hasta que lo cruzamos por una suerte de puente. El río -el Río Negro, que da nombre a la provincia donde estamos, comprobaré más tarde- es más ancho de lo que mi percepción había decidido antes. Y eso no es lo mejor: al cruzarnos, nuestro hasta ahora compañero de viaje nos invita a seguirlo con la mirada, y al girar la cabeza, veo cómo el viejo río se refugia en un lago inmenso, del que no veo el principio ni el fin, y que al fondo preside el sol, que sólo asoma ya media cabeza, o ni eso. El llano árido, el río y el lago y la luz me dicen, de repente, que soy feliz y elemental y muy básico e instintivo. Ahora soy feliz.

Después de cenar, me sirven otro café, también con leche, pero en vaso pequeño. Cortado, se podría decir. Ya empieza a dar el do de pecho la luna, que no tiene lugar más acertado donde reflejarse que el cristal lateral del ómnibus. Con ella y nadie más, disfruto del cortado y de la primera de las dos películas que nos pondrán. Ambas muy cutres, ambas horrorosamente entretenidas, ambas mal construidas, ambas que versan sobre el heroísmo y los traumas y los pueblos y las jerarquías y los sentimientos y cómo el poder trata de anularlos y cómo no lo consigue. Agoto mi cortado a la media hora de la primera, y la termino de ver, atento. Luego hay un ratito de concierto de Luís Miguel, luego de Isabel Pantoja, y me aburro un poco y me pongo a pensar.

Pienso en más cosas que tengo que hacer todavía en Buenos Aires. Repito algunas de las que pensé hace unas horas, pienso otras también. Creo que tengo que ir a algún boliche. Al Club Araoz, por ejemplo. A la Bomba del tiempo sí que me encantaría volver, una suerte de mega Apolo porteño muy latinoamericano y muy percusión y muy africano y muy loco. Me encantaría, aunque será difícil, asistir a alguna clase más de Federico Marquestó, a que nos explique el tango y su historia, a que nos lo enseñe a querer y a hacer querer. Tengo que ir a algún parque donde suene y se baile el tango, a verlo, a escucharlo, a bailarlo sólo en mi cabeza. Tengo que ir a alguna clase de Literatura, con ese profesor que parece un lobo viejo -pelo y barba canos-, que presume de haber sido amigo de Borges, que elige los textos tan tremendamente bien, que disfruta tanto y es tan argentino. A alguna de Titi Isoardi, a escucharla hablar sobre Susana Jiménez, Jorge Lanata y la 'grasa' argentina. A hablar con Leandro, el Colo y Gonza sobre minas y fútbol. A reunirnos en casa de alguien con los otros gallegos, con los franceses, con los suecos, con Rolo, con Davide y los tanos, con Davide, Diego y los tangueros, con Lorena. Tengo que jugar aún algún partido con el Quilmes Team y quedar por la tarde para beber y comer y tumbarnos en el sofá. Tengo que ir a cenar a alguna buena pizzería, y tengo que disfrutar de algún asado más. Tengo que tomar el subte, la línea A, la clásica. Tengo que ir a la Plaza de Mayo y pasear por la calle Florida. Tengo que volver al Gran Rex de improviso, tengo que ver más obras de teatro, tengo que escuchar a los Falopa alguna vez más. Tengo que ir alguna vez más al Carrefour y comprar Zucaritas o Cheerios. Tengo que tomar más colectivos, ir a fiestas privadas bizarras. Tengo que hacer tantas cosas que necesito quedarme a vivir acá.

Decido dejar de pensar un rato, y me pongo a leer al Gabo. Devoro los Cien años de soledad de una manera poco habitual en mí, digamos que un par de horas seguidas, ya a la luz del reflejo de la luna y de la lamparita individual, tumbado de lado, usando mi butaca y la otra y sólo temiendo que haya un frenazo y me empotre contra el suelo o el cristal. Y quiero ser el loco de los Buendía, José Arcadio, y quiero salvar a Aureliano, y quiero conocer a Remedios, la bella. Y quiero viajar a Macondo justo cuando ya viajo a Macondo.

Cierro el libro, pasadas ya casi doscientas páginas, porque me interrumpe el mesero improvisado. Me ofrece café, té o whisky para disfrutar de la segunda película, que lleva un par de minutos proyectándose en el pequeño televisor que tengo a mi derecha, pegado al suelo e inclinado hacia mí. Elijo... acertaron, whisky. Con hielo, en un vaso de zurito, pero de plástico; y me pongo a ver la película, algo medieval o mitológico, británico por su cutrez y porque aparece un acabado Jeremy Irons. No es ninguna de esas que están de moda, me temo que es incluso peor. Pero me lo paso bien. Al terminar, voy inspirado, casi semi-borracho.

Pasamos por un pueblo, no se cuál -antes, justo antes de que el sol se fuera, hemos parado un momento en la ciudad de Neuquén, de las pocas que atravesaríamos en todo el viaje, y unos cartoneros nos han ofrecido esos panes, chipa, mientras los conductores estiraban las piernas en la estación de servicio-. Digo que pasamos por un pueblo, no sé cuál, y lo dejamos atrás en poco más de un minuto. Es muy de noche, deben de ser las dos o las tres. El pueblo termina, y sin embargo, a mi izquierda vamos dejando atrás, una tras otra, un ejército de farolas altas. Tienen la luz blanca, una luz que sale de un aparato en forma de trapecio puesto boca abajo y pasa un poco por encima de mi cabeza. Cuento las farolas y pienso.

Pienso en todo lo esencial. En la vida, en la insignificancia, en los tamaños, en los espacios y en los tiempos. En la vida y su principio. En la vida y su fin. En la vida y la muerte. En la muerte y su principio y su fin. En la persistencia, en la justicia, en el amor más puro y en el más impuro. En la razón y su papel en la pasión. En la pasión. En todo lo irracional y lo que es capaz de abarcar, si es que no es capaz de abarcarlo todo. Pienso en mi abuela mucho, reconstruyo escenas que nunca han pasado, vienen a mi cabeza letras de tangos, de canciones de Fito Páez y de Calamaro y de Gardel y LePera, y de Troilo y de Manzi y de nadie y de Sabina y de los Cadillacs, pienso en hospitales, en dolor y en enfermedades, pienso en el día de mi muerte. Pienso en qué debería decir antes de éste, qué debería decir sin palabras, qué debería callar, qué debería mirar, escuchar, conocer, olvidar. Pienso en el olvido. Pienso las cosas graves y las leves. Pienso en el amor, que es levísimo y es tan esencial. Pienso en lo bonito del desamor, en la comprensión, en la tolerancia, en el abrir y cerrar de heridas. Pienso en el perdón, y en la rabia y en la injusticia de nuevo, si es que ya había pensado en ello. Y las farolas no terminan. Una tras otra, desfilan a mi lado hace años, o segundos, o una eternidad. Igual me las imagino, igual no existen y estoy loco.

Y resuelvo que voy a luchar, que voy a amar, que voy a pensar, que voy a mirar y a ver. Resuelvo que voy a seguir vivo hasta que se acaben las farolas."


No sé cuándo ocurrió, pero de un momento a otro, se terminaron las farolas. Seguramente me dormí, borracho y aplatanado. Desperté en la Avenida General Paz. El mesero, providencial como siempre, me golpeó el hombro derecho para indicarme que llegábamos a la capital y que todavía podía tomarme un último café, a modo de desayuno. Dormido, acepté sin más, así que me tuve que tomar un café sólo y aguado y sin azúcar con resignación mientras esperaba a llegar a la estación de Retiro. El día estaba nublado pero la ciudad seguía allí, ambigua, diciéndome que quizás seguía vivo o quizás estaba en mi Edén particular, en mi cielo, en mi karma.

Un año y medio después de Buenos Aires, me sorprende la vida siguiendo. Siguiendo genial como sólo puede ser la vida o la existencia, o el vacío, o la inexistencia. Pero ese es otro tema. Buenos Aires no es ya una ciudad para mí, ahora es una emoción, es un locus amoenus latente, intangible y a la ovidiense, es mi verdadera musa.


Tau de Rec, piantao y ríoplatense.







19 abr 2010

Mi dietario irregular (XXVIII): El día en que se leyó


Aquella mañana, nadie entregó sus trabajos. Para una pequeña parte de los estudiantes, aquello suponía un suspenso en su expediente. Una mancha para los alumnos tradicionalmente impolutos, una muesca más para los absentistas, para los de bar y césped y sábanas pegadas. Una mancha y una muesca rebelde y vengadora para todos.

Pero lo heroico no fue aquel día el hecho de suspender. Fue lo siguiente: A las nueve y cuarto de la mañana, cuando el señor Antiliterario (llamémosle AL) se empezaba a impacientar, no había nadie en clase. Asomó la cabeza por el pasadizo, y le extrañó el paisaje: cuatro alumnos se repartían en el espacio del corredor. Un par, apoyados en la pared de tocho, los otros, en la cristalera que dejaba ver el campus. Nuestro AL notó que todos leían, ensimismados. Uno sostenía, ligeramente inclinado, A sangre fría, de Truman Capote.

Había vuelto a su aula, pero a las nueve y media nadie había aparecido. Volvió a salir, con ese andar inseguro que siempre había tenido. A por un café, con un pensamiento tan poco articulado como era habitual en él. Nunca fue el favorito de los alumnos, pero eso a él le daba igual. Es más, nunca lo quiso querer saber. Su materia era demasiado importante como para prestar atención a su entorno. No era raro que pensara que sus alumnos eran unos alelados vestidos de niña o de vagabundo, generaciones malsanas que sólo un milagro podría arreglar. Volvió a salir, decía. Y ya no eran cuatro los alumnos del corredor. Eran cuarenta.

Fue al bar y, bastante indignado por su ya casi cancelada clase magistral, pidió un café con leche. "Amb llet natural, curt de café", dijo a la camarera. Mientras lo esperaba, observó que en el bar nadie hablaba. Estaba repleto y en un silencio sólo roto por el ruido de la cafetera y el del repicar de sus dedos con la barra. Y todos leían.

AL paseó toda la mañana. Todas y cada una de las aulas estuvieron vacías hasta pasado el mediodía, cuando ya no cabía nadie más en pasadizos y aledaños de la facultad. Todo el mundo estaba leyendo algún libro.

En la puerta del bar, una chica rubia leía Ébano, de Kapuscinski. Al lado, recostada en la columna que hay en medio del pasillo, una estudiante con pantalones de pana beige buceaba en los Cien años de Soledad del Gabo. A García Márquez también lo leía un alumno gordo, mayor de lo habitual: era Relato de un náufrago. El mar y la reflexión estaban muy presentes en las escaleras, donde una chica releía, viva, con una mirada atenta y despierta, una obra viva también. Las olas, de Woolf; y un chaval de primero de periodismo movía los pies lentamente a un lado y a otro inmerso en el mundo Hemingway, en El viejo y el mar.

Lejos del bar, en la puerta cercana a la biblioteca, unos ojos rebeldes fumaban y leían a Proust, en busca del tiempo perdido. Sentado en el camino asfaltado, con las piernas dormidas, un obseso de la lectura disfrutaba con Madame Bovary, de Flaubert. Más nervioso, un joven con poco pelo devoraba una de las aventuras de Pepe Carvalho, tan amablemente creadas por el genio Vázquez Montalbán. Cerca, un discípulo en la distancia del bigotudo del Raval como el mexicano Juan Villoro daba alas a un neonato periodista con vocación de escritor con El testigo.

En el chalet coincidían lectores de Rayuela y el Libro de Manuel, de Cortázar; con pensativos alumnos perdidos en las Ficciones de Borges y El Sueño de los héroes de Bioy Casares. Incluso había estudiantes religiosos leyendo la Bíblia y el Corán, y aficionados al mundo clásico abstraídos en Las Argonáuticas.

La cantidad de libros que vio abiertos AL le abrumó. En el césped, Especes d'espaces de Perec, las Cartas a un joven periodista de Cebrián, la Lolita de Nabokov, los Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce de Bolaño...

El paisaje se le antojaba una distopía. Lo pensó cuando vio 1984 de Orwell en manos de un chaval de barba de chivo y camiseta de El último ke zierre. Lo confirmó al localizar Mañana en la batalla piensa en mí, de Marías. No quiso mirar más títulos de libros.

Tras unas horas, decidió irse. Aquello era la conjura de los necios. Los estudiantes, suspendidos o no, se fueron retirando a su casa, contándose la maravilla que acababan de leer. Aun sin Políticas de comunicación, Estructura de la Comunicación de masas ni Economía de España y Cataluña, el día había sido provechoso. Como nunca.


Tau de rec, en la UAB, pensando en qué pensaban los que decidieron que la literatura no sirve a los futuros comunicadores.

4 abr 2010

Mi dietario irregular (XXVII): El sueño

Me desperté y ocurrieron cosas muy hermosas. Ella estaba ahí, y me había despertado tal y como lo desearía cualquiera. Pasaba la mano por mi pecho, pero me despertó con la mirada. Como ya he dicho, aquella mañana estuvo llena de cuerpos celestes y de tés con leche. En algún momento creí hablar con ella sobre lo que habíamos soñado. Ella, que era el equilibrio de la pasión y la consciencia a mis ojos, había estado más acertada, soñando con Leonor Watling y su contenida sonrisa. Yo, que no suelo escuchar bien a nadie, tengo una imagen vaga de lo que dije. Y es que soy tan egoísta que ni me escucho a mí mismo. Me recuerdo visto en plano cenital, sentado a la mesa, escurriéndome con un "he soñado algo medio extraño". No di detalles, pero no suelo mentir. No sé.

Efectivamente, había soñado algo ambiguo, lúgubre y, sin embargo, más albarizo que crepuscular. Estaba acompañado. Como tres aspas, mirábamos sentados en unas sillas de camping a un mismo centro Julio Cortázar, el diablo, que era Georges Perèc, y yo. Había llegado la hora. En el sueño, yo tenía 27 años y Perèc se había tomado la libertad de ajustar cuentas. Como muestra de buena fe, me había reunido con el admirado escritor en el primer lustro que debía pasar allí. El lugar era infinito, absolutamente yermo, con ese suelo agrietado que a mi, no sé si de manera acertada, se me antojaba una mezcla de un Dalí y un mundo apocalíptico de Cormac McCarthy. No sé dónde estaban el Sol y la Luna.

Cortázar, muy envejecido al principio, casi fetal, recuperaba su presencia cada vez que hablaba. Se erguía de repente. Empezó -y terminaría- llevando el peso de la conversación, en la que sólo participábamos dos. Perèc, seguramente por cuestiones relativas a mi subconsciente, era casi una fotografía: sólo ladeaba la cabeza de vez en cuando, y no parpadeaba en ningún instante esos ojos saltones ni perdía esa sonrisa de niño con la boca llena de caramelos o de saliva.

Cortázar me atacó. En la segunda o tercera palabra ya había pronunciado esa erre más afrancesada que huérfana de un logopeda oportuno. En la octava, ya me había calificado como un "horrible lector de Rayuela". -¡La puta que lo parió!- pensé o dije, era un sueño. Enseguida se dio cuenta, o quizás me escuchó, y se volvió paternal por un instante. Que no me hundiera, que fuera paciente. Que le dejara acabar la frase, que iba a decir que, sin embargo, mi corta vida había sido una buena Rayuela. Entretanto, Perèc ejercía de Baphomet extraviado pellizcándose la barba de chivo y observándonos por unos prismáticos puestos del revés. Estaba a medio metro.

Cortázar prosiguió su explicación cada vez más animado, y me empezó a hablar con un tono más propio de un amigo de esos que se ven cada tanto. En su paso de la cautela a la confianza, argumentó que yo había atravesado casi a diario esa barrera que separaba la realidad establecida con aquella que él proponía en el que fue mi libro de cabecera durante los últimos siete años de mi existencia. Yo me puse a rascarle la mano no sé por qué fuerzas llevado, y él calló y cerró aquella gran plataforma sobre mí, arrastrando conmigo mi silla hasta quedarme a centímetros de su cara, también gigante. Perèc era casi una cabra, pero parecía saber todos los chistes y todos los asuntos serios del mundo.

Cortázar me dijo -Mira, como en el capítulo siete. ¿Viste qué mentira lo del capítulo siete? Les conté que era mi favorito, y bueno... ¡no!-. Le pregunté que a qué venía eso, y me dijo -Y viste, estoy cerca, soy un cíclope, como en el capítulo siete ellos dos-, y lo abofeteé con rabia, porque no era Cortázar, porque Cortázar había perdido el "Viste" en París, o quizás nunca lo había tenido. Perèc puso paz enseguida, porque Cortázar me iba a aplastar con algún gran adjetivo de madera o de titanio. Luego hablamos sobre el sentido de mi vida, sobre aquellos momentos que la marcaron: la paliza en el campo, aquella mañana en Buenos Aires, en la que una abeja había entrado por ninguna parte a mi pieza, y cómo diluvió luego, y cómo murió ella luego, y luego yo... y no tenía más. Sólo eran dos momentos. Seguimos hablando y me habló de aquellos peces de su cuento, los axolotl, de vivir en una pecera.

Cortázar ya no me hablaba como un amigo. Parecía más bien un dios, y le pregunté si los dioses eran ateos. Dijo que eran narcisistas. Perèc ahora llevaba aquel abrigo de vagabundo que yo tenía todavía en un armario y le pregunté cómo había muerto. Claro que no respondió, y fue Cortázar el que siguió la charla. Me confesó que él también era de Traveler y entre las mujeres, tanto de la Maga como de Talita. Que en unos cinco años yo las podría ver. Traté de tomar las riendas de aquella batalla del verbo por un segundo, obviando sus protagonistas que somos todos y preguntándole por su sentimiento hacia Argentina, pero enseguida terminamos hablando de las inútiles patrias, y él explicando y yo asintiendo. Y él ya narrándome sus experiencias en muchos países y yo pensando y asintiendo. Me sugirió que volviera a Buenos Aires, y a recorrer. Que me enamorara de América Latina para toda la vida.

Cortázar se rió a carcajadas cuando me vio afectado por su consejo. Antes de que él riera, le hice la ingenua pregunta de cómo lo iba a hacer, si yo ya estaba muerto. Cortázar, ese tótem tan humano y profundo, tan entrañable y poco altivo, uno de los pocos feos de verdad, unicejos, que se tornaban lindos al jugar con las palabras, era casi un demonio más. Recordé que al llegar allí, había encontrado el lugar y la compañía muy agradables. Incluso había pensado que estaba en el Zabala y que en breves me traían un café con leche en un bol, y también un plato con tres medialunas. Pero no era así. Aquello era el infierno y Perèc zumbaba como una abeja.

Cortázar ya no estaba. Desperté en un piso once o en un segundo. Creí que zumbaba una abeja y que estaba por llover, y el hecho de estar despierto pero no poder abrir los ojos me enervó. Pudiera ser que hubiera vuelto atrás en el tiempo, que estuviera en aquel noviembre, con aquel insecto dulce y amenazador dándose golpes contra la ventana cerrada. O que siguiera dormido, soñando. O peor, que hubiera estado soñando desde aquel noviembre. Pero su mirada me tocó el pecho y abrí los ojos. Mientras le daba los buenos días, pensé que aquel día podría marcar mi vida, y que quedaban muchas conversaciones y que la Rayuela no estaba todavía pintada. Y que Cortázar, Perèc y todos aquellos dioses podían esperar todavía unos lustros más.

Tau de rec, despierto en horas de sueño, por los mares del sur.


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1 abr 2010

Mitos (V): Justicia poética


La práctica del fútbol siempre fue una mezcla de tablero de ajedrez y novela-río. Una vez se pisa el verde, una serie de jugadores se olvidan, o no, de las majaderías de la prensa, y salen a jugar. Cada uno tiene sus propias habilidades, es una de las armas de su equipo, y ante todo, cada uno tiene un mundo interior lo suficientemente vasto como para cambiar el curso de la historia. Como todos. Por suerte, el fútbol es todavía un juego, con sus batallas, sus trucos, sus estrategias, sus vías de escape y, sobre todo, sus sentimientos. A veces, hasta es un espectáculo. Ayer se vio, en el coloso Emirates Stadium.

El espectáculo más grande del mundo

Si algún día el fútbol tuviera que terminar su existencia, sería de justicia poética que fuera con el partido de ayer. El encuentro, que nos deja lírica hasta en el hecho que no ha sido definitivo, colmaría las necesidades de cualquier persona a la que le guste el fútbol. Cada uno de sus segundos fue un brillante pasaje de la Ilíada: una guerra romántica como ninguna sobre el papel, pero ante todo histórica por la calidad de su puesta en escena.

En primer lugar, dos generales de aquellos que cabalgaban hacia el ejército rival los primeros mientras llovían flechas. Eran Guardiola y Wenger, ambos movidos por el amor -a un club y a una causa- y el arte, ambos a pecho descubierto, ambos escultores, ambos avanzando con elegancia, labrando un camino que sólo los mejores podrán seguir. En el césped, en cada bando, un enamorado del otro ejército. Aventureros ambos, nadie les exilió, probaron fortuna lejos de casa deseando no tenerla que derrumbar nunca. Cesc y Henry, dos de esos jugadores que se atreverían llorar sobre un campo. Literario, demasiado para ser verdad. O no.

El partido fue de verdad. Y pasará a la historia por la calidad que mostró el Barcelona. Pocos equipos están al alcance de acallar una grada inglesa, siempre luchando a cara de perro, pero ninguno hasta hoy había logrado complacerla tanto siendo el enemigo a batir. Ningún estudio lo va a demostrar, pero el equipo de Guardiola es, a día de hoy, uno de los motivos de felicidad más recurrentes de una sociedad como la española. Su maestría es tal que cualquiera de los detalles que dejan los jugadores barcelonistas valdría para una antología de fútbol. No destaca en el conjunto, por ejemplo, que un malí que siempre fue pieza defensiva maree una y otra vez al lateral derecho opuesto, que un central corte diez balones imposibles antes de ser expulsado, o que un pivote defensivo de Badia haga tres caños y un sombrero en un encuentro. Sin embargo, en cualquier otro equipo sería la noticia del partido. Lo que ayer vimos, y lo que venimos viendo, son palabras mayores.

Pero el partido quedó en empate a 2. Justicia poética. Cuando peor estaba el Arsenal, que sufría un goteo de pérdidas de balón y efectivos preocupante, apareció la pieza de ajedrez con quien nadie contaba. Fue la única que hizo suyo al rey barcelonista, que no es otro que el balón. Walcott fue el mejor alfil, el único que deshizo el enroque de los culés. El monarca inglés, paradójicamente, era catalán, y tuvo tanto de epopeya el partido, que el capitán del Arsenal murió matando. Privando al Barcelona de sus dos torres para el partido de vuelta, y dando, desde los once metros, un equilibrio que parecía imposible 15 minutos antes, cuando la obra de arte era tan exquisita que producía vértigo. Se acababa la temporada para Cesc, todo por un honor irracional que puede acabar pagando, pero su fácil gol elevaba la categoría del partido al mito.

Tras el pitido final, todos los allí presentes se dieron cuenta de que habían parido un milagro del fútbol. Todo el mundo se había enamorado de ese partido. Guardiola dijo que era el mejor que había hecho su hexacampeón equipo desde que él llegó. Wenger calificó el partido de "muy bello", y el juego del Barcelona de "increíble". Puyol, que había sido expulsado por Massimo Bussaca -suizo, neutral; pero nervioso, persona-, fue más allá, al afirmar que era lo mejor que había podido jugar en su carrera. El revolucionario Walcott salía con los ojos como platos, pensando no en su gol sino en el juego de los culés: "fabuloso, absolutamente enriquecedor", comentó.

Las bajas de Cesc, Gallas y Arshavin pueden privar al Arsenal de cualquier título. Las de Puyol y Piqué, al Barcelona de su segunda Champions consecutiva. Pero no importaba, se había presenciado una maravilla, un caos de sentimientos y galopadas entremezclados y perfectamente desatados. Desde la rabia de Zlatan hasta la emoción de Henry, pasando por la fe de Walcott o el sufrimiento de Almunia, cada uno de los protagonistas aportaron un punto de vista único que creaba una historia brillante, llena de giros, de luces y de sombras, de momentos de éxtasis y dolor. Al final, el marcador reflejaba el equilibrio de lo bueno y lo malo de cada equipo. Fue el mayor espectáculo del mundo porque, más allá del poder, el dinero y la prensa; se habían enfrentado dos equipos libres de odio que convirtieron aquel espacio en una fiesta memorable a fuerza de admirarse mutuamente. Pareciera que los pilares de un mundo utópico, imperfecto pero feliz, se habían inventado en aquel juego que acababa de terminar.


Tau de rec, culé. Y si no, gunner.

28 mar 2010

Mi dietario irregular (XXVI): Abominado


Esta es una de tantas historias de persecución. Yo, Tau de rec, soy el perseguido. El joven de las rastas negras y anteojos, el sabueso. Hoy, les pido por favor, vayan ustedes con el fugitivo de turno. En todo caso, trataré de ponerles de mi parte con palabras. Les sitúo: Barcelona, el Triangle, FNAC, planta segunda, esquina de novela española e hispanoamericana con novela extranjera. 14 y 06.

El detective es descuidado, piensa en cómics, vive en un cómic. Además del pelo y las gafas, reconózcanlo por su siniestro chaleco de operario de rampa, franja horizontal amarilla, fondo verde. Él todavía no me distingue de la muchedumbre, pero en su placa logro averiguar, fugazmente, su apellido: Bufarull.

Llevo años haciendo esto, no se lo voy a poner fácil. En un espacio de veinte metros cuadrados, deberá ser rápido e invisible para echarme el guante: mis escondites están en las paredes, en las estanterías, y mis cómplices serán nombres tan ilustres como Bioy Casares, Roberto Bolaño o Milan Kundera. Son impagables, me ofrecen mundos por donde huir a cambio de nada.

14 y 12. Una vez hecha mi primera toma de contacto con el terreno y mis potenciales aliados, ya me sé observado. Efectivamente, se ha fijado en mi, soy uno de los cinco o seis ejemplares diarios que se estancan en el ambiente, que usan sus mundos de forma ilegal, que el joven del chaleco se encarga de atrapar implacablemente. El visitante no debe estar más de cinco minutos en una sección, esa es la premisa.

Se acerca. Hora de escapar. En la estantería central me espera un aliado como pocos. Julio Cortázar, con su metro noventa y largo y su dominio de las calles porteñas y del subsuelo de París,es mi escudero perfecto. Tomo en mis manos un Salvo el crepúsculo maravillosamente fuera de lugar y me mezclo con su lírica aprosada. Bufarull no va a lograr seguirme por Corrientes ni por Montparnasse, ni se va adentrar en los pameos ni en las meopas. Como dice el título, nadie, salvo el crepúsculo, recorre ya este camino.

14 y 19. Tranquilo, decido salir de mi refugio. El del chaleco tarda un par de minutos en darse cuenta de mi nuevo deambular. Se acerca, decidido a aplastarme. Pero no tengo miedo, he visto ya varios candidatos más a protegerme. Elijo, ya en extranjeros, a Pessoa, por encima del afilado Baily, del celebérrimo Auster y del maestro de maestros, un Borges que me ofrecía su Aleph para concebirlo todo y me iba a escoltar, troglodita y homérico, hasta la ciudad de la vida eterna si yo lo hubiera querido. Pessoa, ya transformado en Soares, me ha ocultado entre el desasosiego, ha montado durante casi veinte minutos una telaraña inabarcable de pensamientos que no dejaba entrar a Bufarull. Yo lo veía desde dentro, seguro pero irremediablemente desasosegado.

14 y 40. Casi acabo huyendo del mundo de Soares, y eso me ha hecho salir a la superficie con tanta fuerza como descontrol. Resultado: voy de cara hacia mi captor, al que tengo que esquivar con un giro hacia, de nuevo, la literatura española e hispanoamericana. Sé donde meterme, y aunque diligente, soy ahora, en el espacio último de mis entrañas, temeroso y delgado. Frágil. Aun así, cegado y voraz, agarro el toro por los cuernos. Bolaño, 2666. Sé de él algo, poco o mucho, ya me ha defendido de este mundo con Los Detectives Salvajes, pero esto es infinito. Ando a la búsqueda de Von Archimboldi con ese perro mordaz y testarudo que es el chileno, que llama a la historia "puta sencilla" y que me hace sentir enano, diminuto, pero terriblemente poderoso y feo. Abominable.

15 y 03. Algo me arranca de Santa Teresa y el universo Bolaño: otro fugitivo que desiste y huye definitivamente del lugar, rodeado. El efecto colateral que sufro es perverso. No sólo he perdido para siempre el hilo de 2666, sino que ahora a Bufarull le ayuda otro galgo de barba de chivo y chaleco maloliente. Recurso rápido. Un poco de Vila-Matas para tener tiempo para pensar. No me sirve de mucho, porque su Dietario Voluble es poco etéreo y sé que sólo me defiende ese imponente apellido compuesto. Así que hago un cambio rápido y me desmarco hasta una esquina, letra B. Sigo sin usar a Baily ni a Borges, tampoco a Benedetti, pero encuentro una joya de otro señor de las letras sudamericano. Bioy Casares me lleva hasta otro mundo inventado, el de Morel. Y yo, qué remedio, soy el fugitivo. Casi un siglo de huida me sirve para talar mis pensamientos y deforestar toda mi mente. Estoy definitivamente loco, reptando por una isla donde todo es una ilusión y donde voy de cabeza al desastre. Logro escapar, con una sensación divertida pero dolorosa, orgásmica y, por lo tanto, sumamente descontrolada.

Una parte de mi, entonces, quiere releer El viejo y el mar. Necesita un poco de Hemingway para sosegar, para beber y para pensar mucho y en frases cortas. La otra necesita seguir con la droga, un poco de Orwell. Volver a un año, 1984. Lo que sí convienen las dos partes es que debo escapar hacia otro mundo. Casi sin quererlo, llego a una edición, bien atractiva a la vista, de cuentos de Robert Louis Stevenson. Busco, volviendo a la niñez adrede, un tesoro y una historia de piratas. La releo calmado, placentero. Luego me asalta la bestia y yo salto a Londres. Soy el Doctor Jekyll y soy Mister Hyde. Sigo bipolar, vamos. Vuelvo a Barcelona, FNAC. Son las 15 y 30.

Ya llegan, su estrategia ha funcionado bien y me tienen acorralado. Sigo en la novela extranjera, justo debajo de Stevenson. Ahí está el suicida Toole para darme cobijo. Él y pocos más entienden que, solos, nos sometemos a La conjura de los necios, así que no tengo dudas de que será un valladar, al menos durante unos minutos. Acompaño a su fenomenal protagonista, Reilly, por las todavía vivas calles de Nueva Orleans, y me empieza a caer bien el tipo y de repente me encantaría tomarme algo con él. Pero salgo, salgo ya, porque los hombres del chaleco verde no son dignos de entrar a esta ciudad mágica y, ciertamente, están a punto de hacerlo.

15 y 38. Llego tarde a bordo, pero no me importa, primero tengo que huir de aquí, a ser posible con un botín. Hay que terminar el juego a lo grande. Mi estrategia es arriesgada: Milan Kundera y La insoportable levedad del ser. Una genial compañía que no sé si encontré ya en Buenos Aires o fue aquí, en esta misma ciudad, me recomendó este mundo para marcharme definitivamente. Allá voy.

15 y 50. Qué agobio, qué indescriptible agobio. Por un momento, me he olvidado de la vida, de la huida y sólo he tenido presente la persecución de mi propia esencia por mi propia esencia. Kundera me ha vencido, pero también me ha ayudado. Como si de una barrera electrificada se tratara, Bufarull y compañía no han metido un pelo en un radio de cinco metros. Y yo, yo estoy exhausto y no sé ni donde vivo, pero la avaricia me puede y quiero dar un golpe, el último. Si al menos pudiera acudir a mi mochila, donde el Macondo del Gabo me espera, para mi tan vivo y claro y conocido como la palma de mi mano. Si pudiera acudir a mi carpeta, a la Historia Argentina de Fresán, que se reiría tanto y tanto de Bufarull y compañía. Pero no puedo, requeriría una maniobra tosca y contraproducente sacar a relucir esos mundos que ya son míos, privados. Decidido, el último golpe será sorpresivo y aturdirá a mis terribles captores.

¡Ja! Esto no se lo esperaban. Gutiérrez Aragón, La vida antes de Marzo. No voy, como quizás era de esperar, en la ruta Bilbao-Nueva York-Bilbao, sino en la Bagdad-Lisboa-Bagdad. Eso sí, enseguida me descoloca este tren. La conversación de los dos tipos me exalta, me tumba y me anestesia, e incluso me hace llorar por dentro. Mis captores no están por los pasillos del tren, por lo menos. Pasados diez minutos, empiezo a pensar que subir en este ferrocarril ha sido una decisión con consecuencias tan entrañables como macabras. Efectivamente, el tren se acerca a Atocha, pararemos en Madrid. En el andén, mis dos captores conocen mi vagón. No lo veo, pero suben y se dirigen a mi, tremebundos. Me agarran por la espalda y me giran sin piedad.

-Perdone, ¿quiere algo?


Me han pillado, he abusado y lo pago ahora, desterrado de cualquier atisbo de cordura, lejos del hogar y del Galatea. -Sólo estoy mirando, gracias. Respondo desalmado, triste y carente de mi sano juicio. Mis ojos, perdedores y desorbitados, los asustan y se van, confundidos. Pero mis captores, ahora cobardes, me han pillado, han cumplido su misión indefectiblemente, como la cumplirán dentro de un par de horas con el siguiente. Me han condenado, estoy señalado, crucificado, sentenciado. Abominado.

16 y 05. Voy a salir de este inmenso laberinto. Pero voy a salir con la cabeza alta, aún tengo fuerzas para una treta póstuma. Un regalo para mi hermana, la familia es lo primero. Necesito un mundo de mujeres, y un mundo amplio, con trenes, maletas y nómadas. Mejor imposible, al lado de Bolaño y su novelón está, agazapada pero con la melena al viento, Soledad -qué ironía- Puértolas, proponiéndome un mundo de Compañeras de Viaje. En tres minutos, hojeo su desternillante y cálido planeta, y me decido, justo cuando vuelve hacia mi el del chaleco.

Cuando llegue a casa, algún día, a mi hermana le gustará el regalo, se lo daré y le estaré dando un instante de felicidad. Vale la pena. Ahora, que no sé si esto es lo real o lo otro, voy a ir ramblas abajo, al puerto. Me espera el Galatea. Eso sí, primero tendré que sobrevivir a Bufarull. Vestido ahora con el traje de luces, espada en mano, se perfila para darme la estocada final. Pero yo soy Tau de rec, soy un miura. Que se atreva...


Tau de rec, loco en 360 grados, de permiso en Barcelona.


"Olvida la visión del terciopelo azul".

22 mar 2010

Mi dietario irregular (XXV): Evangelio según San Joaquín (o Madrid)


Tras dos visitas a la ciudad, ya logro interpretar las distorsionadas afirmaciones que colorean el libreto de Joaquín. Siempre en unos maravillosos tonos grises, profesa devoción al onirismo que ofrece la capital con unas cervezas de más. El escribano en cuestión, con aparentes jergas que encierran lo más profundo del sentimiento humano, arroja luz y música sobre unas calles que se transforman constantemente.

De un momento a otro, el Rastro se convierte en Macondo, y todo es ahora un zoológico o un Arca de Noé. Cada acento es una especie animal, cada mirada mantiene viva la vida, la nostalgia, la ingenuidad, la tristeza. De las oscuras pupilas de un Jesucristo de Kinshasa cuelgan el desamor, el dolor y el instinto de supervivencia. De su ya no tan blanca dentadura se desprenden la suerte y el amor, encallado en Tirso de Molina. En sus jerséis marrón oscuro se enredan héroes y villanos, contrabandistas y dioses mitológicos, náufragos del desastre de Atlántida.

En la Tierra Prometida de Joaquín no hay más mandamiento que la carcajada y la discusión sin fundamento, y el Sol tan pronto es una plaza como un circo como una tapa de papas con alioli. La droga que flota en el aire crea puertas extrañas y doradas. Sólo allí se puede acceder al latido de un dios a través de un reloj, y sólo allí un gran arco en mitad de una rotonda es a la vez la entrada y la salida de emergencia del caos controlado. El Abraham de Joaquín pide una Mahou y lleva sombrero, y espera su ración de paella con una hogaza de pan de payés en la mano izquierda. La Virgen María quizás es moscovita y pronuncia la erre con dificultad y Moisés es un turista catalán que sueña que le encierran y grita.

Su Evangelio, el de San Joaquín, es una narración emocionada de un espíritu de piedra que permite a las hormigas pasear por encima de una frase de Bécquer y a los pardales buscar su media naranja en un viejo teatro con nombre de helado. Sólo aquí, ya aquí, la España Cañí es entrañable, y la sombra hace más sombra por la noche, y la policía es cómplice. El Messías aquí es también azulgrana y vende máscaras de gas, y hay apóstoles que van a ser francesas y hay guías de excepción que pierden el norte pero nunca su sonrisa.

Dice el autor en el capítulo octavo, versículo doce -y cuatro acordes-, que “su manera de comprometerse fue darse a la fuga” y decía que comienzo a entenderlo todo. En este Canaan, en este Edén, en esta Ítaca, en este Aleph, Adan y Eva somos todos, Ulises navega en un botellín y la pasión tiene el pelo corto. Caben Magdalenas, Granvías y hasta reyes y sacerdotes vestidos de vagabundo. A este tejado nos vamos todos los gatos, y los ladrones van a esta oficina. En este gabinete, el doctor Caligari queda hipnotizado. En esta arena sin mar, dios es marinero y vive recluido en un ático.

A las costas de Madrid, donde los panes emparedan a los peces por un euro, regresaré, sólo o en tan buena compañía como fui. Rezaré, ateo como nunca, para que el camino sea largo, beberé de estas ramblas de agua y me emborracharé de versos a la orilla de la capital, donde el mar, sin poderse concebir, es de adoquín. Como lo hace siempre el fugitivo, regresaré al lugar imperfecto por excelencia. Ese donde hay buenos y malos aires, ese donde se cruzan los caminos de todos los que, como Joaquín, mis eternos compañeros de viaje y un servidor, tenemos un bussiness pendiente con Pedro Botero.


Tau de rec, todavía de permiso en Tirso de Molina, amarrado -como un burro- a la puerta del baile.


"Corazones de miga de pan, soldaditos de lata".

16 mar 2010

Mi dietario irregular (XXIV): La rápida muerte de Micu


Estaba desayunando hoy pan con chocolate cuando he recordado una historia. O quizás me la he inventado. Dice así:

"Hace un par de días que Micu, el chaval que compartía cama con Emir, se mató. Hacía un viento del demonio, pero no tuvimos más remedio que subir por el palo mayor los tres más jóvenes, no sé exactamente a qué. Navegábamos de través y el viento era muy fuerte. Hubo unos instantes en los que incluso yo, que no entendí nunca qué sensación se llama vértigo, pasé mucho miedo de caer al vacío. Al minuto de eso, un golpe de viento nos azotó y Micu resbaló, estando a la barbaridad de unos setenta pies de altura.

Todavía me entran escalofríos cuando recuerdo la escena. Hasta me anuda las entrañas pensar que mi primer instinto fue dar una reprimenda a Micu, mientras el pie derecho de éste buscaba sin éxito apoyo en alguna superficie sólida. El Galatea y Eolo convinieron que no debía ser así hasta un par de segundos más tarde. Aquellos en los que empecé a comprender que ese chaval moreno y morrocotudo iba a dejar de vivir -y era ya el cuarto en tres años-, aquellos en los que comencé a entender mi propia estupidez y a pegar manotazos al viento, como si ella estuviera allí. Hoy me pregunto: ¿Qué pensó él?

Dos segundos dan para poco, pero se me ocurren las opciones básicas. Pudo pensar en la injusticia y sentir rabia, en la fe y sentir miedo, en las leyes de la física y sentir desolación, o en una vida que, presente, era ya pasada:

Pudo enfadarse, como a mi me ocurrió, al ver sus pies en el aire y ese cabo tan lejos de su brazo derecho. Se debió sentir, en ese caso, imbécil y desgraciado. Pudo clamar al cielo o al demonio, o a algún dios mitológico al estilo de Poseidón o Neptuno. Recuerdo que no era muy leído, pero sabía historias de magos y filósofos y héroes y sacerdotes que fornicaban con diosas, de hace mucho tiempo. Las sabía, ya no. Su situación, ahí, en el vacío, en la batalla de esa vela cuadrangular con el mundo, era la de un recluta de un cuerpo ya vencido en fuego cruzado de otros ejércitos. Se debió cabrear y hubiera llegado a llorar de rabia si hubiera habido tres decenas más de pies. Él no le había hecho nada al viento, contaba menos de veinte primaveras. No se merecía aquello.

Pudo pedir clemencia. De repente, creyó en todo. Temió, pasadas las preguntas sin respuesta, le asaltó el pavor de saberse acabado. Y rezó, y oró, y gimió a mil entes, a conceptos sin forma ni delimitación. Seguramente creó algún dios más en su instante final. Pudo intentar dar paso al llanto y al grito gutural, como queriendo compensar todo el silencio que llegaba, mientras creía en el primer y último milagro. Por un momento, pudo llegar a creer que no iba a pasar, que no iba a morir. Que eso no era nada, que él no estaba ahí y que quizás nunca existió. Ni él, ni el viento, ni el vacío.

Pero pudo verse envuelto por la desesperanza también. Pudo incluso valorar probabilidades de vivir, de caer al agua y no ser golpeado por el casco ni arrastrado por la corriente a la quilla. Pudo calcular cuantas brazadas debía dar en el aire y con qué fuerza y frecuencia para moverse unos metros, incluso para volar. Pudo medir la dureza del suelo, la firmeza de las tablas de cubierta o la resistencia de su propia osamenta. No creo que contara, aunque tampoco lo descarto, sus últimos segundos de vida. Pudo apartar la esperanza a un lado y morir resignado.

O bien pudo aprovechar sus últimos segundos para pasarle factura a su corta vida. Pudo recordar sus grandes momentos con tristeza o sin ella. Pudo darse cuenta -o no- de lo que había sido su pésima -o enorme- existencia: aquel pájaro que cazó con cinco años en Can Quimet el coix, el gran triunfo a las cartas hacía dos días contra Blayo y ese cabrón de Tau de rec, que seguía amarrado a ese cabo, gritándole; ese fatídico día en que le entregó su ya trágicamente pertrechada alma al Galatea, el sol que hacía entonces; las ancestrales epístolas de su madre que le entregó un desconocido en Maracaibo; y seguro, aquella mujer bellísima y salvaje, dorada, risueña, segura, dueña del lugar y pobre.

Seguro que optó por ella, chamana y exultante, y discreta y con un mundo interior que era un cosmos entero, con sus soles, sus galaxias, sus gravedades y sus piedrecitas y sus lunas y sus reflejos y sus torpes asteroides. Tenía aquello tan tangible como intocable, tan terrenal como inusitado, inabarcable e incalculable: aquel cuerpo y su silueta, la de su cabeza y su trenza ocre e indígena; la de sus ojos locos, claros, llenos, tiernos y rasgadísimos; la de su nariz animal e inteligente y orientada a los preciosos dedos de sus pies descalzos; la de sus piernas oscuras y deslumbrantes; la del poder de sus caderas y la de ese vestido ajustado, con ese trasero vil y despiadado; y ese vientre que era un hogar, y ese ombligo rey, imponente y delicado; y esos contenidos pechos morados, que la tela mostraba hasta el sagrado centímetro que divide el misterio y la alcoba. Y ese camino que los atravesaba sudado de bailar; y ese cuello tejido por Caín para que él no se atreviera a tocarlo, y esa nuca sin adjetivos; y ese mentón agujereado, reunido consigo mismo.

Y coronándolo todo, esa boca, por donde Micu deseó, en aquel burdel y en adelante, conocer el alma de aquella mujer. Una sola sílaba aunque fuera, aquella que nunca oyó.

Me calma pensar que pudiera optar por verla a ella delante suyo, flotando. Y decirle "tú, tú", y que algo de Micu rozara los que él juzgó sagrados labios. Sin embargo, seguramente le sobraron aquellos dos segundos de vida; no tuvo tiempo ni habilidad para pensar nada de esto ni sentirlo. Si acaso, asomó a su garganta un breve y gran pavor y de su corazón escapó como una rata la esperanza, y todo se desparramó acto seguido".


Tau de rec,
en la cubierta del Galatea comiendo pan con chocolate, cerca de las costas de Brasil