Aquella mañana, nadie entregó sus trabajos. Para una pequeña parte de los estudiantes, aquello suponía un suspenso en su expediente. Una mancha para los alumnos tradicionalmente impolutos, una muesca más para los absentistas, para los de bar y césped y sábanas pegadas. Una mancha y una muesca rebelde y vengadora para todos.
Pero lo heroico no fue aquel día el hecho de suspender. Fue lo siguiente: A las nueve y cuarto de la mañana, cuando el señor Antiliterario (llamémosle AL) se empezaba a impacientar, no había nadie en clase. Asomó la cabeza por el pasadizo, y le extrañó el paisaje: cuatro alumnos se repartían en el espacio del corredor. Un par, apoyados en la pared de tocho, los otros, en la cristalera que dejaba ver el campus. Nuestro AL notó que todos leían, ensimismados. Uno sostenía, ligeramente inclinado,
A sangre fría, de
Truman Capote.Había vuelto a su aula, pero a las nueve y media nadie había aparecido. Volvió a salir, con ese andar inseguro que siempre había tenido. A por un café, con un pensamiento tan poco articulado como era habitual en él. Nunca fue el favorito de los alumnos, pero eso a él le daba igual. Es más, nunca lo quiso querer saber. Su materia era demasiado importante como para prestar atención a su entorno. No era raro que pensara que sus alumnos eran unos alelados vestidos de niña o de vagabundo, generaciones malsanas que sólo un milagro podría arreglar. Volvió a salir, decía. Y ya no eran cuatro los alumnos del corredor. Eran cuarenta.
Fue al bar y, bastante indignado por su ya casi cancelada clase magistral, pidió un café con leche. "Amb llet natural, curt de café", dijo a la camarera. Mientras lo esperaba, observó que en el bar nadie hablaba. Estaba repleto y en un silencio sólo roto por el ruido de la cafetera y el del repicar de sus dedos con la barra. Y todos leían.
AL paseó toda la mañana. Todas y cada una de las aulas estuvieron vacías hasta pasado el mediodía, cuando ya no cabía nadie más en pasadizos y aledaños de la facultad. Todo el mundo estaba leyendo algún libro.
En la puerta del bar, una chica rubia leía
Ébano, de
Kapuscinski. Al lado, recostada en la columna que hay en medio del pasillo, una estudiante con pantalones de pana
beige buceaba en los
Cien años de Soledad del Gabo. A
García Márquez también lo leía un alumno gordo, mayor de lo habitual: era
Relato de un náufrago. El mar y la reflexión estaban muy presentes en las escaleras, donde una chica releía, viva, con una mirada atenta y despierta, una obra viva también.
Las olas, de
Woolf; y un chaval de primero de periodismo movía los pies lentamente a un lado y a otro inmerso en el mundo
Hemingway, en
El viejo y el mar.
Lejos del bar, en la puerta cercana a la biblioteca, unos ojos rebeldes fumaban y leían a
Proust, en busca del tiempo perdido. Sentado en el camino asfaltado, con las piernas dormidas, un obseso de la lectura disfrutaba con
Madame Bovary, de
Flaubert. Más nervioso, un joven con poco pelo devoraba una de las aventuras de Pepe Carvalho, tan amablemente creadas por el genio
Vázquez Montalbán. Cerca, un discípulo en la distancia del bigotudo del Raval como el mexicano
Juan Villoro daba alas a un neonato periodista con vocación de escritor con
El testigo.En el chalet coincidían lectores de
Rayuela y el
Libro de Manuel, de
Cortázar; con pensativos alumnos perdidos en las
Ficciones de
Borges y
El Sueño de los héroes de
Bioy Casares. Incluso había estudiantes religiosos leyendo la
Bíblia y el
Corán, y aficionados al mundo clásico abstraídos en
Las Argonáuticas. La cantidad de libros que vio abiertos AL le abrumó. En el césped,
Especes d'espaces de
Perec, las
Cartas a un joven periodista de
Cebrián, la
Lolita de
Nabokov, los
Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce de
Bolaño...
El paisaje se le antojaba una distopía. Lo pensó cuando vio
1984 de
Orwell en manos de un chaval de barba de chivo y camiseta de
El último ke zierre. Lo confirmó al localizar
Mañana en la batalla piensa en mí, de
Marías. No quiso mirar más títulos de libros.
Tras unas horas, decidió irse. Aquello era la conjura de los necios. Los estudiantes, suspendidos o no, se fueron retirando a su casa, contándose la maravilla que acababan de leer. Aun sin Políticas de comunicación, Estructura de la Comunicación de masas ni Economía de España y Cataluña, el día había sido provechoso. Como nunca.
Tau de rec, en la UAB, pensando en qué pensaban los que decidieron que la literatura no sirve a los futuros comunicadores.
Genial, Sergi! te voy a ahcer puli en mi blog y en mi face!!
ResponderEliminarHagamos de la facultad, la facultad que describes. Escojamos un día y leamos. No sé. Podemos escoger las horas en punto y salir todos a la vez y leer sin más, en silencio, leer sin protestar, sólo leer...
ResponderEliminarPues no lo veo mal. ¿Y si se hace?
ResponderEliminar¡Hagámoslo!
ResponderEliminarMe parece genial esa forma de protesta!!!
ResponderEliminarMuy original.
Dando donde mas duele, en realidad. Ademas, con educacion y enculturizando!
Arantxa (una maestra)
Poti és genial aquest text! Realment bo :)
ResponderEliminarM'apunto a la idea d'anar sortint a llegir en silenci!
Jo també vull llegir en silenci!!! Podiem fer-ho per Sant Jordi perfectament, no?
ResponderEliminarTenim pensat fer-ho! Ho hem convocat via facebook! Pots cercar l'event en "Comunicadors orfes de literatura" ;)
ResponderEliminarUna ex-alumna me envía su enlace y tras leer la reflexión de la imaginación que convoca la imagen de un campus así, le envío saludos desde un aula de literatura de instituto. Me ha encantado.
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