"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

28 mar 2010

Mi dietario irregular (XXVI): Abominado


Esta es una de tantas historias de persecución. Yo, Tau de rec, soy el perseguido. El joven de las rastas negras y anteojos, el sabueso. Hoy, les pido por favor, vayan ustedes con el fugitivo de turno. En todo caso, trataré de ponerles de mi parte con palabras. Les sitúo: Barcelona, el Triangle, FNAC, planta segunda, esquina de novela española e hispanoamericana con novela extranjera. 14 y 06.

El detective es descuidado, piensa en cómics, vive en un cómic. Además del pelo y las gafas, reconózcanlo por su siniestro chaleco de operario de rampa, franja horizontal amarilla, fondo verde. Él todavía no me distingue de la muchedumbre, pero en su placa logro averiguar, fugazmente, su apellido: Bufarull.

Llevo años haciendo esto, no se lo voy a poner fácil. En un espacio de veinte metros cuadrados, deberá ser rápido e invisible para echarme el guante: mis escondites están en las paredes, en las estanterías, y mis cómplices serán nombres tan ilustres como Bioy Casares, Roberto Bolaño o Milan Kundera. Son impagables, me ofrecen mundos por donde huir a cambio de nada.

14 y 12. Una vez hecha mi primera toma de contacto con el terreno y mis potenciales aliados, ya me sé observado. Efectivamente, se ha fijado en mi, soy uno de los cinco o seis ejemplares diarios que se estancan en el ambiente, que usan sus mundos de forma ilegal, que el joven del chaleco se encarga de atrapar implacablemente. El visitante no debe estar más de cinco minutos en una sección, esa es la premisa.

Se acerca. Hora de escapar. En la estantería central me espera un aliado como pocos. Julio Cortázar, con su metro noventa y largo y su dominio de las calles porteñas y del subsuelo de París,es mi escudero perfecto. Tomo en mis manos un Salvo el crepúsculo maravillosamente fuera de lugar y me mezclo con su lírica aprosada. Bufarull no va a lograr seguirme por Corrientes ni por Montparnasse, ni se va adentrar en los pameos ni en las meopas. Como dice el título, nadie, salvo el crepúsculo, recorre ya este camino.

14 y 19. Tranquilo, decido salir de mi refugio. El del chaleco tarda un par de minutos en darse cuenta de mi nuevo deambular. Se acerca, decidido a aplastarme. Pero no tengo miedo, he visto ya varios candidatos más a protegerme. Elijo, ya en extranjeros, a Pessoa, por encima del afilado Baily, del celebérrimo Auster y del maestro de maestros, un Borges que me ofrecía su Aleph para concebirlo todo y me iba a escoltar, troglodita y homérico, hasta la ciudad de la vida eterna si yo lo hubiera querido. Pessoa, ya transformado en Soares, me ha ocultado entre el desasosiego, ha montado durante casi veinte minutos una telaraña inabarcable de pensamientos que no dejaba entrar a Bufarull. Yo lo veía desde dentro, seguro pero irremediablemente desasosegado.

14 y 40. Casi acabo huyendo del mundo de Soares, y eso me ha hecho salir a la superficie con tanta fuerza como descontrol. Resultado: voy de cara hacia mi captor, al que tengo que esquivar con un giro hacia, de nuevo, la literatura española e hispanoamericana. Sé donde meterme, y aunque diligente, soy ahora, en el espacio último de mis entrañas, temeroso y delgado. Frágil. Aun así, cegado y voraz, agarro el toro por los cuernos. Bolaño, 2666. Sé de él algo, poco o mucho, ya me ha defendido de este mundo con Los Detectives Salvajes, pero esto es infinito. Ando a la búsqueda de Von Archimboldi con ese perro mordaz y testarudo que es el chileno, que llama a la historia "puta sencilla" y que me hace sentir enano, diminuto, pero terriblemente poderoso y feo. Abominable.

15 y 03. Algo me arranca de Santa Teresa y el universo Bolaño: otro fugitivo que desiste y huye definitivamente del lugar, rodeado. El efecto colateral que sufro es perverso. No sólo he perdido para siempre el hilo de 2666, sino que ahora a Bufarull le ayuda otro galgo de barba de chivo y chaleco maloliente. Recurso rápido. Un poco de Vila-Matas para tener tiempo para pensar. No me sirve de mucho, porque su Dietario Voluble es poco etéreo y sé que sólo me defiende ese imponente apellido compuesto. Así que hago un cambio rápido y me desmarco hasta una esquina, letra B. Sigo sin usar a Baily ni a Borges, tampoco a Benedetti, pero encuentro una joya de otro señor de las letras sudamericano. Bioy Casares me lleva hasta otro mundo inventado, el de Morel. Y yo, qué remedio, soy el fugitivo. Casi un siglo de huida me sirve para talar mis pensamientos y deforestar toda mi mente. Estoy definitivamente loco, reptando por una isla donde todo es una ilusión y donde voy de cabeza al desastre. Logro escapar, con una sensación divertida pero dolorosa, orgásmica y, por lo tanto, sumamente descontrolada.

Una parte de mi, entonces, quiere releer El viejo y el mar. Necesita un poco de Hemingway para sosegar, para beber y para pensar mucho y en frases cortas. La otra necesita seguir con la droga, un poco de Orwell. Volver a un año, 1984. Lo que sí convienen las dos partes es que debo escapar hacia otro mundo. Casi sin quererlo, llego a una edición, bien atractiva a la vista, de cuentos de Robert Louis Stevenson. Busco, volviendo a la niñez adrede, un tesoro y una historia de piratas. La releo calmado, placentero. Luego me asalta la bestia y yo salto a Londres. Soy el Doctor Jekyll y soy Mister Hyde. Sigo bipolar, vamos. Vuelvo a Barcelona, FNAC. Son las 15 y 30.

Ya llegan, su estrategia ha funcionado bien y me tienen acorralado. Sigo en la novela extranjera, justo debajo de Stevenson. Ahí está el suicida Toole para darme cobijo. Él y pocos más entienden que, solos, nos sometemos a La conjura de los necios, así que no tengo dudas de que será un valladar, al menos durante unos minutos. Acompaño a su fenomenal protagonista, Reilly, por las todavía vivas calles de Nueva Orleans, y me empieza a caer bien el tipo y de repente me encantaría tomarme algo con él. Pero salgo, salgo ya, porque los hombres del chaleco verde no son dignos de entrar a esta ciudad mágica y, ciertamente, están a punto de hacerlo.

15 y 38. Llego tarde a bordo, pero no me importa, primero tengo que huir de aquí, a ser posible con un botín. Hay que terminar el juego a lo grande. Mi estrategia es arriesgada: Milan Kundera y La insoportable levedad del ser. Una genial compañía que no sé si encontré ya en Buenos Aires o fue aquí, en esta misma ciudad, me recomendó este mundo para marcharme definitivamente. Allá voy.

15 y 50. Qué agobio, qué indescriptible agobio. Por un momento, me he olvidado de la vida, de la huida y sólo he tenido presente la persecución de mi propia esencia por mi propia esencia. Kundera me ha vencido, pero también me ha ayudado. Como si de una barrera electrificada se tratara, Bufarull y compañía no han metido un pelo en un radio de cinco metros. Y yo, yo estoy exhausto y no sé ni donde vivo, pero la avaricia me puede y quiero dar un golpe, el último. Si al menos pudiera acudir a mi mochila, donde el Macondo del Gabo me espera, para mi tan vivo y claro y conocido como la palma de mi mano. Si pudiera acudir a mi carpeta, a la Historia Argentina de Fresán, que se reiría tanto y tanto de Bufarull y compañía. Pero no puedo, requeriría una maniobra tosca y contraproducente sacar a relucir esos mundos que ya son míos, privados. Decidido, el último golpe será sorpresivo y aturdirá a mis terribles captores.

¡Ja! Esto no se lo esperaban. Gutiérrez Aragón, La vida antes de Marzo. No voy, como quizás era de esperar, en la ruta Bilbao-Nueva York-Bilbao, sino en la Bagdad-Lisboa-Bagdad. Eso sí, enseguida me descoloca este tren. La conversación de los dos tipos me exalta, me tumba y me anestesia, e incluso me hace llorar por dentro. Mis captores no están por los pasillos del tren, por lo menos. Pasados diez minutos, empiezo a pensar que subir en este ferrocarril ha sido una decisión con consecuencias tan entrañables como macabras. Efectivamente, el tren se acerca a Atocha, pararemos en Madrid. En el andén, mis dos captores conocen mi vagón. No lo veo, pero suben y se dirigen a mi, tremebundos. Me agarran por la espalda y me giran sin piedad.

-Perdone, ¿quiere algo?


Me han pillado, he abusado y lo pago ahora, desterrado de cualquier atisbo de cordura, lejos del hogar y del Galatea. -Sólo estoy mirando, gracias. Respondo desalmado, triste y carente de mi sano juicio. Mis ojos, perdedores y desorbitados, los asustan y se van, confundidos. Pero mis captores, ahora cobardes, me han pillado, han cumplido su misión indefectiblemente, como la cumplirán dentro de un par de horas con el siguiente. Me han condenado, estoy señalado, crucificado, sentenciado. Abominado.

16 y 05. Voy a salir de este inmenso laberinto. Pero voy a salir con la cabeza alta, aún tengo fuerzas para una treta póstuma. Un regalo para mi hermana, la familia es lo primero. Necesito un mundo de mujeres, y un mundo amplio, con trenes, maletas y nómadas. Mejor imposible, al lado de Bolaño y su novelón está, agazapada pero con la melena al viento, Soledad -qué ironía- Puértolas, proponiéndome un mundo de Compañeras de Viaje. En tres minutos, hojeo su desternillante y cálido planeta, y me decido, justo cuando vuelve hacia mi el del chaleco.

Cuando llegue a casa, algún día, a mi hermana le gustará el regalo, se lo daré y le estaré dando un instante de felicidad. Vale la pena. Ahora, que no sé si esto es lo real o lo otro, voy a ir ramblas abajo, al puerto. Me espera el Galatea. Eso sí, primero tendré que sobrevivir a Bufarull. Vestido ahora con el traje de luces, espada en mano, se perfila para darme la estocada final. Pero yo soy Tau de rec, soy un miura. Que se atreva...


Tau de rec, loco en 360 grados, de permiso en Barcelona.


"Olvida la visión del terciopelo azul".

22 mar 2010

Mi dietario irregular (XXV): Evangelio según San Joaquín (o Madrid)


Tras dos visitas a la ciudad, ya logro interpretar las distorsionadas afirmaciones que colorean el libreto de Joaquín. Siempre en unos maravillosos tonos grises, profesa devoción al onirismo que ofrece la capital con unas cervezas de más. El escribano en cuestión, con aparentes jergas que encierran lo más profundo del sentimiento humano, arroja luz y música sobre unas calles que se transforman constantemente.

De un momento a otro, el Rastro se convierte en Macondo, y todo es ahora un zoológico o un Arca de Noé. Cada acento es una especie animal, cada mirada mantiene viva la vida, la nostalgia, la ingenuidad, la tristeza. De las oscuras pupilas de un Jesucristo de Kinshasa cuelgan el desamor, el dolor y el instinto de supervivencia. De su ya no tan blanca dentadura se desprenden la suerte y el amor, encallado en Tirso de Molina. En sus jerséis marrón oscuro se enredan héroes y villanos, contrabandistas y dioses mitológicos, náufragos del desastre de Atlántida.

En la Tierra Prometida de Joaquín no hay más mandamiento que la carcajada y la discusión sin fundamento, y el Sol tan pronto es una plaza como un circo como una tapa de papas con alioli. La droga que flota en el aire crea puertas extrañas y doradas. Sólo allí se puede acceder al latido de un dios a través de un reloj, y sólo allí un gran arco en mitad de una rotonda es a la vez la entrada y la salida de emergencia del caos controlado. El Abraham de Joaquín pide una Mahou y lleva sombrero, y espera su ración de paella con una hogaza de pan de payés en la mano izquierda. La Virgen María quizás es moscovita y pronuncia la erre con dificultad y Moisés es un turista catalán que sueña que le encierran y grita.

Su Evangelio, el de San Joaquín, es una narración emocionada de un espíritu de piedra que permite a las hormigas pasear por encima de una frase de Bécquer y a los pardales buscar su media naranja en un viejo teatro con nombre de helado. Sólo aquí, ya aquí, la España Cañí es entrañable, y la sombra hace más sombra por la noche, y la policía es cómplice. El Messías aquí es también azulgrana y vende máscaras de gas, y hay apóstoles que van a ser francesas y hay guías de excepción que pierden el norte pero nunca su sonrisa.

Dice el autor en el capítulo octavo, versículo doce -y cuatro acordes-, que “su manera de comprometerse fue darse a la fuga” y decía que comienzo a entenderlo todo. En este Canaan, en este Edén, en esta Ítaca, en este Aleph, Adan y Eva somos todos, Ulises navega en un botellín y la pasión tiene el pelo corto. Caben Magdalenas, Granvías y hasta reyes y sacerdotes vestidos de vagabundo. A este tejado nos vamos todos los gatos, y los ladrones van a esta oficina. En este gabinete, el doctor Caligari queda hipnotizado. En esta arena sin mar, dios es marinero y vive recluido en un ático.

A las costas de Madrid, donde los panes emparedan a los peces por un euro, regresaré, sólo o en tan buena compañía como fui. Rezaré, ateo como nunca, para que el camino sea largo, beberé de estas ramblas de agua y me emborracharé de versos a la orilla de la capital, donde el mar, sin poderse concebir, es de adoquín. Como lo hace siempre el fugitivo, regresaré al lugar imperfecto por excelencia. Ese donde hay buenos y malos aires, ese donde se cruzan los caminos de todos los que, como Joaquín, mis eternos compañeros de viaje y un servidor, tenemos un bussiness pendiente con Pedro Botero.


Tau de rec, todavía de permiso en Tirso de Molina, amarrado -como un burro- a la puerta del baile.


"Corazones de miga de pan, soldaditos de lata".

16 mar 2010

Mi dietario irregular (XXIV): La rápida muerte de Micu


Estaba desayunando hoy pan con chocolate cuando he recordado una historia. O quizás me la he inventado. Dice así:

"Hace un par de días que Micu, el chaval que compartía cama con Emir, se mató. Hacía un viento del demonio, pero no tuvimos más remedio que subir por el palo mayor los tres más jóvenes, no sé exactamente a qué. Navegábamos de través y el viento era muy fuerte. Hubo unos instantes en los que incluso yo, que no entendí nunca qué sensación se llama vértigo, pasé mucho miedo de caer al vacío. Al minuto de eso, un golpe de viento nos azotó y Micu resbaló, estando a la barbaridad de unos setenta pies de altura.

Todavía me entran escalofríos cuando recuerdo la escena. Hasta me anuda las entrañas pensar que mi primer instinto fue dar una reprimenda a Micu, mientras el pie derecho de éste buscaba sin éxito apoyo en alguna superficie sólida. El Galatea y Eolo convinieron que no debía ser así hasta un par de segundos más tarde. Aquellos en los que empecé a comprender que ese chaval moreno y morrocotudo iba a dejar de vivir -y era ya el cuarto en tres años-, aquellos en los que comencé a entender mi propia estupidez y a pegar manotazos al viento, como si ella estuviera allí. Hoy me pregunto: ¿Qué pensó él?

Dos segundos dan para poco, pero se me ocurren las opciones básicas. Pudo pensar en la injusticia y sentir rabia, en la fe y sentir miedo, en las leyes de la física y sentir desolación, o en una vida que, presente, era ya pasada:

Pudo enfadarse, como a mi me ocurrió, al ver sus pies en el aire y ese cabo tan lejos de su brazo derecho. Se debió sentir, en ese caso, imbécil y desgraciado. Pudo clamar al cielo o al demonio, o a algún dios mitológico al estilo de Poseidón o Neptuno. Recuerdo que no era muy leído, pero sabía historias de magos y filósofos y héroes y sacerdotes que fornicaban con diosas, de hace mucho tiempo. Las sabía, ya no. Su situación, ahí, en el vacío, en la batalla de esa vela cuadrangular con el mundo, era la de un recluta de un cuerpo ya vencido en fuego cruzado de otros ejércitos. Se debió cabrear y hubiera llegado a llorar de rabia si hubiera habido tres decenas más de pies. Él no le había hecho nada al viento, contaba menos de veinte primaveras. No se merecía aquello.

Pudo pedir clemencia. De repente, creyó en todo. Temió, pasadas las preguntas sin respuesta, le asaltó el pavor de saberse acabado. Y rezó, y oró, y gimió a mil entes, a conceptos sin forma ni delimitación. Seguramente creó algún dios más en su instante final. Pudo intentar dar paso al llanto y al grito gutural, como queriendo compensar todo el silencio que llegaba, mientras creía en el primer y último milagro. Por un momento, pudo llegar a creer que no iba a pasar, que no iba a morir. Que eso no era nada, que él no estaba ahí y que quizás nunca existió. Ni él, ni el viento, ni el vacío.

Pero pudo verse envuelto por la desesperanza también. Pudo incluso valorar probabilidades de vivir, de caer al agua y no ser golpeado por el casco ni arrastrado por la corriente a la quilla. Pudo calcular cuantas brazadas debía dar en el aire y con qué fuerza y frecuencia para moverse unos metros, incluso para volar. Pudo medir la dureza del suelo, la firmeza de las tablas de cubierta o la resistencia de su propia osamenta. No creo que contara, aunque tampoco lo descarto, sus últimos segundos de vida. Pudo apartar la esperanza a un lado y morir resignado.

O bien pudo aprovechar sus últimos segundos para pasarle factura a su corta vida. Pudo recordar sus grandes momentos con tristeza o sin ella. Pudo darse cuenta -o no- de lo que había sido su pésima -o enorme- existencia: aquel pájaro que cazó con cinco años en Can Quimet el coix, el gran triunfo a las cartas hacía dos días contra Blayo y ese cabrón de Tau de rec, que seguía amarrado a ese cabo, gritándole; ese fatídico día en que le entregó su ya trágicamente pertrechada alma al Galatea, el sol que hacía entonces; las ancestrales epístolas de su madre que le entregó un desconocido en Maracaibo; y seguro, aquella mujer bellísima y salvaje, dorada, risueña, segura, dueña del lugar y pobre.

Seguro que optó por ella, chamana y exultante, y discreta y con un mundo interior que era un cosmos entero, con sus soles, sus galaxias, sus gravedades y sus piedrecitas y sus lunas y sus reflejos y sus torpes asteroides. Tenía aquello tan tangible como intocable, tan terrenal como inusitado, inabarcable e incalculable: aquel cuerpo y su silueta, la de su cabeza y su trenza ocre e indígena; la de sus ojos locos, claros, llenos, tiernos y rasgadísimos; la de su nariz animal e inteligente y orientada a los preciosos dedos de sus pies descalzos; la de sus piernas oscuras y deslumbrantes; la del poder de sus caderas y la de ese vestido ajustado, con ese trasero vil y despiadado; y ese vientre que era un hogar, y ese ombligo rey, imponente y delicado; y esos contenidos pechos morados, que la tela mostraba hasta el sagrado centímetro que divide el misterio y la alcoba. Y ese camino que los atravesaba sudado de bailar; y ese cuello tejido por Caín para que él no se atreviera a tocarlo, y esa nuca sin adjetivos; y ese mentón agujereado, reunido consigo mismo.

Y coronándolo todo, esa boca, por donde Micu deseó, en aquel burdel y en adelante, conocer el alma de aquella mujer. Una sola sílaba aunque fuera, aquella que nunca oyó.

Me calma pensar que pudiera optar por verla a ella delante suyo, flotando. Y decirle "tú, tú", y que algo de Micu rozara los que él juzgó sagrados labios. Sin embargo, seguramente le sobraron aquellos dos segundos de vida; no tuvo tiempo ni habilidad para pensar nada de esto ni sentirlo. Si acaso, asomó a su garganta un breve y gran pavor y de su corazón escapó como una rata la esperanza, y todo se desparramó acto seguido".


Tau de rec,
en la cubierta del Galatea comiendo pan con chocolate, cerca de las costas de Brasil

15 mar 2010

Mitos (IV): Matadores

Ya a bordo del Galatea, he empezado a estudiar algo sobre el mundo oriental. Sobre China, debo precisar. Lo hago para desintoxicarme de tanta política de comunicación, tanta noticia y tanta aberrante actualidad. Ayer leía sobre la distribución geográfica y demográfica del país -y sus porqués, que aunque mal explicados, eran la parte interesante-. Pero no me voy a desviar: quería hablar de la vergüenza que me da admitir que, hasta el momento, cada vez que pienso en lo que rodea al mundo chino, se me llena la mente de tópicos: grafismos extraños, ninjas, paredes casi de papel de fumar, Mao y antiguos emperadores que se parecen a Dogen, el de Lost. Así que me voy a tomar con humor el tema de hoy: el mito hispano del deporte.


Fernando Alonso volvió ayer por la puerta grande. La actual temporada, cual tablero de Risk, nos deja con un duelo entre británicos, teutones y latinos. El piloto asturiano pertenece a los últimos, por más que a nosotros nos suene a... chino que a un chicarrón del norte y a su cuello de buey se les considere latinos. Al grano: la prensa deportiva no hispana encasilla a nuestros deportistas, y el resultado son 'matadores' por doquier.

Alonso es el último, pero no el caso más flagrante. El espectacular piloto toma el relevo de un histórico del motor español, ese madrileño que hace un par de meses entraba a Buenos Aires riéndose de su mala suerte. Carlos Sainz es el 'Matador' español por excelencia, por mucho que a lo largo de su carrera las malas pasadas hayan hecho que su camino se asemeje más al del Viejo de Hemingway o al mismísimo Quijote. Ambos, Alonso y Sainz, han compartido, además del volante como herramienta de trabajo, dos rasgos identificativos. Uno y otro han sido pioneros en un deporte hasta entonces más que secundario en el país, y sobre todo, los dos tienen entre su elenco de cualidades una rabia interior que les hace competitivos como a nadie.







De la misma manera, con furia y con una diligencia pasmosa, se han encumbrado en otros dos juegos los del anuncio de los relojes. El tenista y el gigante. Nadal y Gasol. Los dos deportistas de moda en España han recalcado en el mapa la posición de su país. Ambos hercúleos, a su manera, uno con su sudor y otro con su barba, pero ambos con las mismas ganas y el mismo juego han hecho que los cronistas 'yankees' y europeos les hayan subido al carro de los 'matadores'. Es mítico ya el "Unos, dos, tres... olé" que le cantaron a Pau tras machacarle en la cara a 'The Big Ticket' Garnett -¡ojo, todavía sin barba!-.

La diferencia la da el fútbol, precisamente el lugar en que se originó ese mote. La vigente campeona de Europa, AKA la Furia Roja, ya es, hasta para los medios españoles, la Roja a secas. Y es que a los del deporte de los npobres, a los del fútbol, ya no les hace falta dar miedo con la vena patriótica. España tiene ahora estilo: salvo Tarzán Puyol y Idem de Camas, Ramos, todos generan valores positivos. Casillas es un santo; Xavi, el profe -que dice Manu Sánchez- o Humphrey Bogart -según el malogrado Montes-. Ni en The Kop le cantan Matador a Torres, que es 'The Kid'. Ni siquiera en Mestalla tienen nostalgia de un Matador, gracias a otro 'niño' como el 'Guaje' Villa. El 7 de España, asturiano, como Alonso. Cerramos el círculo.



P.D.: Dos pequeños apuntes antes de terminar: los verdaderos Matadores y la relación con el cine. Como no puede ser de otra manera, el concepto de 'matador' ha sido tocado por Pedro Almodóvar, el creador de las nuevas Castillas (su precedesor, Delibes, escribió las de mitad del siglo pasado), las que incluyen también a -e implosionan en- Madrid y se mueven por la imagen de la España morena, entrañablemente plana y castiza.



De nuevo en el fútbol, los dos grandes Matadores de la época moderna en no son españoles, sino sudamericanos. Dos estiletes de lujo, similares en su juego basado en la movilidad y el remate, heredaron ese sobrenombre al que se refieren Vicentico y sus Cadillacs en la célebre canción, no en España, sino en Argentina.

El argentino Kempes y el chileno Salas triunfaron allí y también en Europa, y sin embargo, ninguno de los dos jugó en el verdadero 'matador', esta vez un club: San Lorenzo de Almagro. Los azul y grana, desde Boedo, responden también al nombre de 'Ciclón' o 'el cuervo', pero el sobrenombre que hace referencia al diestro de la estocada precisa y exterminadora los identifica.







El protagonista de Almodóvar era un ex torero convertido en toro, en asesino amatorio. No era ningún héroe hispano, ni un Zorro encarnado por Banderas -que sí aparecía, neonato, en la producción del manchego-, ni un Pancho Villa con los bigotes de Depp. Ni siquiera era un Alatriste, al estilo del noble y susurrador Viggo Mortensen. Eso sí, el Matador debía haber sido él: y es que este yankee, de apellido danés e infancia argentina, es uno de los más ilustres hinchas de San Lorenzo (vídeo). Yo, la verdad, no veo al audaz Aragorn ni al enorme y penoso padre de The Road en el Nuevo Gasómetro.



Antes, lo veo en un papel reflexivo -aunque bien visceral, paradoja-, en plan Freud. Eso sí, a mí, lo que es matar, me mata más Waltz.


Tau de rec, embarcado, cerca de las costas ríoplatenses

¡Levad anclas!


Y arriamos las velas. Bienvenidos a Captatio Benevolentiae, el espacio donde un servidor se convertirá en filibustero a ratos y dejará salir por los dedos toda ansia de libertad que le asalte. Lo haré, esencialmente, a base de crónicas, breves relatos y artículos de opinión. La temática, sea de contenido real o ficticio, se dividirá, en principio, en dos grandes grupos: Mi dietario irregular -con historias relacionadas con cualquier detalle de la vida cotidiana- y Mitos -donde se abordarán asuntos del ámbito deportivo-.

Ah, y no hagan caso al título: de ustedes no espero compasión, sino enseñanzas. Ponemos rumbo a ninguna parte, ¡nos vemos pronto!


Tau de Rec, a bordo del Galatea