"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

18 nov 2013

Eurídice y Orfeo


EURÍDICE

Lo único malo de comprobar, ya en la distancia, la belleza de las cosas es ese temblor. Ese que nadie sabe y nadie ve, que solo existe de forma figurada o que acaso solo prende un profundo chispazo en las entrañas.

No hay un miedo mayor al que se puede sentir al evocar buenos recuerdos. Caras hermosas, situaciones memorables, palabras bonitas o conmociones placenteras. Cada vez que uno las ve en ese escrito o las oye en aquella foto, o las siente en ese aroma o en ese rostro que pasa por la calle detonando en la memoria la imagen de aquel otro rostro que alguna vez amaste... cada vez, el inherente miedo se torna manifiesto pavor. Una congoja te sube acelerada por el esófago hasta los abismos de la boca y ahí, su frenesí se disuelve y ella frena, y se queda a vivir en los labios durante un buen rato. El susto se regocija en ti, altivo y sabedor de que, aunque algún día un arte mágico te diera el poder de hacerlo, nunca te librarías de él.

La tragedia de evocar buenos recuerdos es que nos damos cuenta de cómo se crearon: todos, invariablemente, tienen una naturaleza azarosa. Fueron puros golpes de suerte, destino, azar. Contingencia o como quieran.

Y tiembla el alma, preocupada siempre por ese bendito castigo de tener que caminar a tientas, de no saber qué va a pasar, cuándo va a volver a ocurrir un pequeño milagro, qué día será el próximo júbilo. Tiembla de incertidumbre por si no se vuelven a repetir esos sentires inigualables, esas vicisitudes, por si no volveremos a encontrar momentos, pensares y acciones de esos que nos sirven para trazar un mapa de nuestra existencia.

A veces, ese compañero imperdible que es la incerteza nos induce a error. Lo hizo con Orfeo, que dominaba a la perfección el lenguaje del sentir que es la música, pero aún así cayó en la equivocación de mirar atrás por puro miedo a no tener un futuro junto a Eurídice. Por miedo a la niebla y la soledad que veía frente a él. Miedo a que, después de mucho tiempo, ningún olor le acabara recordando a su aliento y ninguna señal le trajera a la mente su ya demasiado vago recuerdo.

Somos Orfeo a veces. Somos a veces los que pierden infinitas colecciones de futuros por pensar que podrían no existir. 

Igualmente trágico es tomar conciencia de ese fenómeno: el temor, una vez razonado, pasa a ser por todo lo que nos podríamos estar perdiendo por temor. Distinto pero, entrañable y humanamente, sigue siendo.
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ORFEO

"Quizás era amor, / quizás improperios, / lo que callé"

"Hay piel / que sin más piel es/  inservible. / Desquicios / insensatos sin un buen soneto"

"Retrógrados / que piensan que el alma / no puede estar en un metacarpio, / no la podemos ver en un glúteo, / en el glande, en las plantas de tus pies. / Vocingleros superficiales que / la buscan en la mirada. / Descorazonados"

"Puedo pasar / meses / tratando de recordar / la última semana"

"Hablábamos del anhelo sin escuchar, / pidiendo, lejos. / Yo decía "tacto" donde iba ella, / ella donde yo / quién fuera, qué aguardara"

"Tirarse de espaldas / y quién esperabas, / haciendo cosas importantes"

"La chica de verde / y yo / nunca debimos hablar / o mataríamos nuestras historias: / yo, la suya; ella, la mía"

"El golpe seco de mi rostro / al caer desplomado / Y la sensación (y el hecho) / de despertarse cada día con la cara / mondada. / Cada día: / un ojo aquí, el otro / contigo. / Ladrona de botines, / de tocares, de verdades, / botín en ti misma. / La boca traspuesta y en carne viva que / se agriará una vez / descapulle y se alce / volando / la cicatriz. / Se levantará con ella el cuerpo / ya agrio y / descreído. / Liviano, / agrio, agrio"

"Lo que en este espacio quepa escribo. Al horizonte de la mente llévatelo. No lo pierdas en tu inmensidad"

" 'Chau', me dijo, y / pensé que me imitaba. / Luego me masturbé y, / en el hueco de su cuerpo, / mi propio saludo"

"Alevosía sí, / saña sí, / treta sí, / cábalas sí, / supina, no. / No pretendas pensar que de ti / sabes menos que lo poco que aparento saber yo"

"Qué apoteósico si su sexo es como / su cara. / Si ella te cabe en la palma de / la mano. / Si su nariz roza, como insinúa, / mi sexo. / Qué pena no / ser perros"

"Billinghurst, Araoz y tantos rincones / en los que tropecé. / Mal hice por fiar / a la palabra / el trabajo del / tacto"

"A ti, / que buscas redención, / te mostraría en / un parpadeo / cuánto, cómo y qué / es exactamente tu error"

"Escribir, / blandir la soledad, / sin embargo"

18 feb 2013

Un sueño de años


Esta noche he soñado un sueño largo, el más largo que recuerdo. Ha durado años y ha sido un constante itinerar. He comido, dormido, navegado, buceado, comerciado, olido, gritado, huido, peleado, follado, bebido, discutido, avanzado, sufrido, querido, deformado, argumentado, jugado, tocado, conducido, escuchado, reído, hablado, temido, sobre todo he conocido.


Me he despertado llorando de felicidad, diciéndome que había sido el mejor viaje que nunca haré. El sueño de la vigilia y la vigilia del sueño, cruzados.

20 ene 2013

A un suicida

No sé qué pretendías. No he visto bien quién eras, de qué color eran tus ojos. No puedo saber tu historia, ni siquiera me ha dado tiempo a intuir tu edad ni si eras hombre o mujer. Sé que el metro entraba en la parada y, a mitad del andén, te has acercado a la línea amarilla de seguridad. Primero como la silueta de quien se apresura a tener lugar para entrar el primero al vagón, luego con más vehemencia, y aún has tenido medio segundo para experimentar cómo era tirar tu vida a una vía. Desde entonces, ya no existes más que en cuantos te hemos visto y en los que te echarán en falta, si los hay.

Dice algún autor de los más prestigiosos que la muerte propia no existe. Como no la veremos nunca, no está probado que nuestra muerte exista. Sí que fenecen los demás, y esa es la manera que tenemos de creer que conocemos a la muerte: sabemos quiénes murieron, oímos hablar de alguien que falleció, leemos en el periódico los obituarios, o vemos a alguien matarse, y esas serán las únicas muertes que presenciaremos y guardaremos en nuestro imaginario. No hay otra forma de saber que la muerte existe.

En una película que vi hace poco, la voz profunda de José Sacristán, que encarnaba a otro resabiado escritor, le decía a su interlocutora que los suicidas buscan dejar una huella en la gente que queda atrás, en los que siguen en este mundo raro. Eso lo has conseguido. He sentido horror, y luego un largo desasosiego que preveo capaz de volver a mí cada vez que me dé por recordar tu imagen fugaz.

Y, a fuerzas de darle vueltas, siento incomprensión y culpa. No creo que tu intención esencial fuera que el resto reflexionáramos. Pero, ¿qué era eso peor que la nada? Lo que me lleva a sentirme culpable no es el no haberte ayudado activamente. Es bastante improbable que en algún momento de mi vida te haya conocido. Lo que me tiene revuelto por dentro es que me han bastado un par de minutos para imaginar una letanía de problemas e injusticias suficientemente grandes como para llevarte a tomar esa decisión fatal. Me siento mal por concebir esos conflictos como habituales, por entender que, como todos, formo parte de un mundo profundamente insolidario, frenético, competidor, que pocas veces sabe querer sin egoísmo, sin esperar un retorno, una retribución. Que no se para a amar, que está a otras cosas más importantes. Y eso genera la mayoría de los problemas que existen. Este es un mundo en el que apenas nos miramos: salimos a la calle y vemos de refilón lo que se nos cruce, pero rara vez pensamos en la otredad si no nos implica directamente en algo. No sé quiénes son mis vecinos, ni cómo son la mitad de mis amigos en sus casas, ni qué es lo que más le preocupa a mucha de la gente que aprecio.

Me siento implicado en tu muerte porque, indirectamente, sí que es muy probable que haya contribuido de alguna manera a que un problema como el que tú tenías, o algo similar, siga existiendo en este mundo. Quizás por pura omisión, quizás activamente. Sin ir más lejos, ayer fui al casino, y a pesar de que me repugnó todo lo que vi, acabé ansiando ganarle al azar unos euros para sentirme superior a él. Puede que tú estuvieras desesperado por deudas, hambre o sed y yo, que no te conozco, estaba apostándole altanero al hado veinte euros por algo tan inútil como el dinero y el reconocimiento de alguna habilidad predictoria. Hoy, unos minutos después de que te suicidaras, estaba montando en otro metro para llegar rápidamente a otro punto de Barcelona. Quizás alguien de esta ciudad solo necesitaba hablar un rato, un poco de comprensión, y yo ni siquiera me he tomado un momento para pensar en qué implicaba algo tan definitivo como tu muerte. He seguido, que llegaba tarde.

Me siento frívolo escribiéndote ya muerto, y me sé un exhibicionista publicando estas líneas para otra gente. Pero con este alarde de egoísmo y de miedo que es la verborrea del escribir solo quiero plasmar lo que siento, obligarme a rumiar. No sé si te puedo honrar así ni sé si hace falta, pero ordenar estas ideas, dejar patente que soy consciente de ellas, me exigirá vivir con algo más de coherencia el día a día. Ojalá sirviera para ser mejor persona y, algún día y sin saberlo, tener esa charla reconfortante con quien la necesite. Acaso también pretendo inducir a sentir y a razonar sentimientos a quien me lea, sin llegar al extremo de que ni ellos ni yo tengamos que pasar por ese trance de cobardía o de valentía que es decidir que la vida no tiene sentido y actuar en consecuencia.

Tenemos un mundo enorme alrededor de nuestros diminutos cuerpos, y decidimos pasar por él sin apenas abrazarnos.

Desconocido, siento mucho lo que te ha pasado. Sin ser radicalmente contrario a tu opinión, hoy me has recordado la muerte y, haciéndolo, has dotado de algún sentido mi noción de la vida.

7 ene 2013

Los sueños de ayer

Ahí estaba, con su familia, en los últimos segundos de este mundo. Nunca había soñado que se acababa el mundo, pero sí que había muerto muchas noches. Y, al contrario de lo que suele decir la gente, él no se despertaba en el momento en que el golpe, el atropello o la enfermedad lo mataba, allá en el sueño. Solía experimentar el dolor último, la explosión y también la libertad de la muerte.


La realidad, que aguardaba áspera en la vigilia, había logrado imponer algún componente suyo en la ensoñación del chaval: el mundo terminaba, él estaba con su familia... en su empresa. Claro, que había pasado de ser un simple edificio de oficinas a ser una eterna galería semisubterránea, una letanía de búnkeres que correspondían a sendas marcas o departamentos de la empresa. En el sueño también estaba el gato. De hecho, había otros gatos, casi más gatos que personas.

La noticia de que en los primeros búnkeres ya había sucedido el Apocalipsis (¿quién informaba?) no se recibió en la sala con toda la solemnidad que la ocasión requería. Más bien al contrario: tal y como marcaba la agenda, iba a dar comienzo una reunión entre la directora de postventa, un business partner, un par de personas más y él mismo, que se quejaba con la intensidad habitual, no mayor ni menor, solo que esta vez el motivo de queja era el mismísimo Día de la Bestia. Tras un par de minutos, alguien lo escuchó y, alborotados, todos se enfrentaron a la próxima expiración a su manera.

Ya cogidos de las manos, a lo largo de la pared de la redonda sala, el soñador y sus familiares esperaban la inminente llegada del fulgor último. Él, sin ninguna razón aparente (no tenía especial miedo, sí curiosidad), era el único que se había puesto de cara a la pared. Y llegó el final.

Fue breve. Una tromba de agua y un descomunal soplido de fuego entraron en la sala y todos murieron en el acto. Su última sensación fue la de un gran golpe, cálido quizás por los efectos del recuerdo del segundo anterior a su muerte, con el fuego arreciando, en los sentidos. Fue algo como explotar y dejar de existir.

Ya muertos y desintegrados, casi todos se dedicaron a recorrer los vericuetos de aquellas galerías y a comentar cosas de los muertos que se encontraban. Él buscaba a su gato, pero no dejaba de encontrarse a otros muy parecidos que, fantasmas ahora, jugaban, dormitaban con parsimonia o se lamían insistentemente el lomo. Solo Bruce Willis y un tipo cualquiera habían sobrevivido al Fin de los Tiempos, escondiéndose en el agujero que había en mitad de la sala circular y enrollándose en un gran tubo esponjoso negro que, según sintió el que soñaba, tenía algunas propiedades mágicas.

En ese punto, medio despertó el chaval. Luego se volvió a dormir y soñó otro complejo y estrambótico sueño, pero el que más le había impresionado de la noche había sido el primero -el del fin del mundo fue el segundo, soñado ya por la mañana-. En éste, una chica que él conocía en el mundo de la vigilia, ligeramente cambiada en aspecto y comportamiento, acababa por hacerle varias felaciones apretando bastante los labios contra su sexo cada vez que lo hacía circular por su boca. Todo eso después de una larga conversación, o más bien una alternancia de monólogos de ella y de él sobre cosas variadas como lo bueno, las relaciones, las intenciones y las mujeres. Era destacable la percepción que el soñador tuvo de los discursos de ella, que siempre empezaban en un tono más que intenso, de diatriba, y terminaban siendo una reflexión no solamente sabia y sosegada: hasta seductora. Previamente a todo eso, su mejor amigo y otros dos personajes a los que no ponía cara le habían recomendado encarecidamente las felaciones de su amiga en sendas visitas breves, hechas con el único propósito de comunicarle tales habilidades. Saludaban, lo decían entre gestos de aprobación y se iban.

Al despertar, ya al mediodía, el soñador quedó dando vueltas al hecho de haber experimentado cómo era morir por enésima vez en territorio del sueño, y luego recordó la imagen de su falo saliendo de la boca de la chica, y luego la parte en que él le hablaba a ella de los tipos de mujeres. Con ello, retomó una teoría sobre las mujeres lunares, solares, terrícolas y marcianas, clasificación que ya había pulido en sus fueros internos varias veces, pero que nunca lograría recordar si se le ocurrió por primera vez en el sueño o en la vigilia. Sobre la chica del sueño, que en las horas previas había sido entre sexual, marciana y algo lunar, se dio cuenta de que nunca había sabido demasiado, a pesar de todo. Me refiero a ella en la vigilia. Tenía la certeza de que tenía poco o nada de terrícola, y no terminaba de atreverse a aventurar si era solar o lunar. 





31 oct 2012

Utilidad acumulada

El quinto tema del tercer módulo de mi primer máster prácticamente comienza con una frase que dice así: cubrir una necesidad le provoca a cada persona una determinada utilidad. Más tarde explica lo que es la utilidad acumulada: el cúmulo de necesidades que, siempre según la teoría del tercer módulo del máster, resolvemos con G, el presupuesto del que disponemos.

Creí entender, mientras el profesor leía dos veces esa misma frase, que ese axioma era una de las bases de las teorías marketinianas.

Eso fue el lunes a eso de las 8 de la tarde. El viernes anterior, a las 3 y media de la tarde, abría un ojo a duras penas y me lamentaba por la hora que era. Tras sólo unos minutos de siesta, tenía que irme al máster. Todavía con la lógica que impera en las ensoñaciones, tomaron forma unos cinco o seis argumentos sólidos por los que no debía ir al máster, y otros dos o tres por los que sí. Como hace mi profesor, obviaré que algunos de los primeros neutralizaban a algunos de los segundos, solamente para simplificar el problema.

Finalmente, opté por no ir al máster y, ya bien despierto, se lo expuse a mi madre, que rondaba por allí.

El lunes ya has visto que sí que fui. Me llevé un libro, el segundo tomo de las obras de Raúl Damonte Botana, Copi. Fue un escritor, dibujante y dramaturgo rematadamente imaginativo y con un sentido del humor apabullante, que diría algún crítico cultural con ganas de rimbombar. Total, que disfruto mucho con su literatura y me hace reír mucho, o sonreír mucho en caso de que la situación me obligue a guardar silencio, como era el caso del lunes. 

Entre lectura y lectura, en los paréntesis que iba haciendo para parecer atento y no molestar así a esa momia de profesor que tenemos, no me era difícil entender las lecciones sobre economía y empresa que, muy lentamente, nos impartía. Trataba de escucharlas, de recuperar rápidamente los datos que había perdido mientras estaba hundido en mi lectura, y volvía al libro. 

Pero a eso de las 8 de la tarde me hizo daño lo de esa frase. Lo de la utilidad acumulada. Ayudó en hacerme daño el hecho de que el profesor dudara a la hora de colocar un sinónimo para ese término. Tras su enésimo balbuceo, decidió que ese sinónimo podía ser el término 'felicidad'. "¿Eh? Sí, eh... felicidad, utilidad acumulada, podríamos llamarlo así", ratificó. Me dolió y explico rápido por qué.

Porque me recordó lo que veo demasiado a menudo y cada vez más: que en esta sociedad lo cuantitativo no solo está por delante de lo cualitativo, sino que lo cualitativo también lo transformamos en número, a efectos de poder ser cuantificado. Y porque asumimos no solo como normal, sino como natural, que la satisfacción es sinónimo directo de utilidad, y como más natural e inalienable todavía, que las felicidades llegan a través de la satisfacción de necesidades categorizadas y desglosadas, contadas. Y el acabose: que las necesidades se resuelven mediante un presupuesto.

No hay fórmulas exactas

Se nos ha adoctrinado, o mejor dicho, nos hemos adoctrinado para no ir nunca más allá, a la profundidad de las cuestiones, que es la emoción y el sentimiento que genera una necesidad o una satisfacción. No nos molestamos en observar que esas causas últimas son un manojo de fronteras difusas y cruzadas, y que no son categorizables ni impermeables. En otras palabras, que la tristeza, el hastío y el consuelo pueden ser tan distintos y tan iguales como el consuelo, el desquite y la exultación. ¿Y si, pongamos, la ternura es a la vez una necesidad y una satisfacción? ¿Se compra la ternura? ¿Se calcula? ¿Se resuelve?

En otras palabras: no hay matemático que formule fórmulas exactas con las sensaciones. ¿Cómo iba a haberlo si el sistema simbólico más sofisticado es el lingüístico y, incluso con la infinita cantidad de gente que sabe manejarlos, nadie todavía ha conseguido articular el discurso perfecto, o ni siquiera describir perfectamente una sensación?

Pero nos olvidamos de las causas últimas: tal y como indican las bases del marketing, lo que prima es la comodidad, la inequívoca y mecánica satisfacción de unas necesidades estipuladas. Mi casa, mi comida, mi cuenta corriente. Eso nos lleva a la modorra permanente, a la simplificación en todos los aspectos de nuestra vida, a la vez que hace adaptar nuestro 'modus vivendi' a las normas de los juegos con objetivos acumulativos. Que suelen ser de un solo carril, sin bifurcaciones. Corredores por los que hay que pasar. Estilo Monopoli.

Creatividad

Y ya metidos en el capitalismo, criticaré también la poca imaginación de ese sistema. Toda treta, combinación o engaño está orientada a la acumulación de fichas. Hay otro escritor cuyos efectos en mí no sabría describir de una forma precisa, pero que, entrando al juego y simplificando, podríamos decir que, como Copi, me alegra un punto más la vida. Es Georges Perec. Este, también de desbordante y disparatada creatividad, potenció con los números su afán por la palabra. Basó parte de su obra en cálculos matemáticos sobre temas, estructura, orden y elementos narrativos que ponía al servicio de las historias que quería generar. Eso es creatividad.

Y de él envidio que no se coartara. Y también el trabajo que se ve detrás de cada página. Solamente sin su inconformismo, ya no hubiera sido posible que escribiera una novela policíaca de 300 páginas con un ritmo perfectamente legible en la que no apareciera la letra a, o que escribiera otro folleto haciendo inventario de todo lo que rodeaba un lugar parisino para, más tarde, con palabras y descripciones, intentar agotarlo creando y reflejando historias, como si pintara un retrato hiperdetallado. 

Para lo que no hicieron falta sus peculiares sistemas contables fue para escribir 'La cámara oscura', un conjunto de escritos breves que recopiló durante años. Cada uno de ellos era un sueño que había tenido y que había anotado al levantarse, con todo el afán literario posible. El lunes, escuchando la definición de utilidad acumulada, eché en falta esa capacidad de imaginación en alguna parte, en alguien cercano a mí, y me sentí perdido y enfadado.

Aunque bien mirado, el viernes anterior no se me ocurrió escribir ese frágil sueño que tuve que me daba razones para no ir al máster. Solo pude enumerar unos cuantos argumentos y calcular los pros y los contras. Realmente, no actué con la lógica de los sueños, sino que me anclé en la lógica de la vigilia, de la aburrida realidad. Los beneficios y costes. La ecuación simplificada era así: ir a un máster que no me apasiona, a un trabajo que no genera nada, conformarme con una realidad que no me aporta ninguna sensación positiva, a cambio de una minimización de riesgos que me aparte del conflicto y de los miedos y me instale en una insulsa comodidad.

El viernes, por algún recóndito cálculo matemático, no fui al máster. Pero el lunes siguiente, por otro, sí.

Ya ves, nunca me ha gustado el Monopoli, pero a veces siento que estoy cayendo en sus redes. Y ya ni escribo de nada que no sea eso. Quisiera terminar con alguna frase llena de vida sacada del libro de Copi, pero aquí cuadra más eso de "He loved Big Brother".




29 ago 2012

Deseo de ser (Dos viajes físicos e incontables mentales)

Me ha ocurrido, una noche, en una estación perdida, hallar el inusitado respeto mutuo a la vera de un par de cafés con poso, en idiomas extraños. El respeto mutuo siempre pensé que no existía, porque yo poco respeto y poco respeta el mundo. Pero lo hallé (y ejercí), y como si de la soledad resbalaran cosas buenas, parí de repente el afecto. Me ha pasado el hacerme amigo efímero (y duradero recuerdo) de un jefe de estación de una estación prácticamente fantasma en el norte de Croacia.

A mí me ha pasado al moverme, pero incluso más maravilla es que a él le haya ocurrido sin viajar a más de tres metros de su garita. Lo extraordinario está aquí y allá. Tengo pruebas: me ha pasado suscribir cada coma de un texto entero, prácticamente un año después de escribirlo. A pesar de todo, sigo esperando con un ansia latente "una guitarra nueva. Una canción, un poema como un mazo. Un plato elaborado pero sencillo, elegante hasta la última miga. Sapiencia en psicología social. Un lápiz. Una piel tibia entre el frío. Alguien me dirá que feng shui. Lo que queda de la letanía de mis necesidades aquí está, en mi hogar, y no hay que enumerarlo. Incluida una generosa cantidad de ausencias que lo hacen todo más agradablemente tenue y unas goteras que marcan el tempo. Calmo, riéndose del diluvio de afuera. Por eso no puedo escribir esta noche, por pura victoria. Mi gata sueña que corre y, creo, sueño todavía. Por eso he escrito, por una derrota cadenciosa, en replay por los tiempos de los tiempos". Me ha pasado amar mi hogar.

Me ha ocurrido amar también al pintar el punto final de un poema de puro odio y recuerdo. Afuera, el sol y un lago suizo pasaban a mi izquierda, tras la ventanilla del tren.

Me ha sucedido el éxtasis, la física traducción de la alegría, que nunca supo de raciocinio y por ello -y por suerte- busca magnéticamente y de vez en cuando la carne.

Me ha ocurrido la compañía banal, la juerga que era inesperada en el último despertar, el tomar cervezas acarameladas en botes a lomos del Rhone con dos desconocidos nacidos a 12.000 y 1.000 km de donde yo nací. Me ha ocurrido mirar los mismos labios de mujer y los mismos culos respingones que ellos, a la vez y desde la misma distancia, solo un cuarto de siglo más tarde de que me parieran.

Me ha pasado de nuevo el soñar, si es que alguna vez apareció realmente la vigilia. Me ha ocurrido soñar con un viaje en que, en el vasto lugar de los miedos de la soledad, estaban mi familia, Imanol, Carlos o seres sucedáneos que yo identificaba como mis amigos a pesar de no tener rostro alguno.

Me ha pasado jugar con sintaxis, morfos y léxico plurilingüe de manera sucesiva, torre de Babel. Francés, inglés, italiano, catalán, croata, castellano, gestual (y achaques de lunfardo en el hablar con uno mismo). Y sentirme algo menos encerrado, o encerrado en una jaula mayor o más alta o más profunda. Extrañamente, es una sensación similar a la de estrenar un piso en pleno invierno. Reclusión y cobijo siempre han ido de la mano (menos cuando miramos).

Me ha pasado clasificar mentalmente A saber: cualitativamente ciudades, polvos, canciones, desamores, películas, libros, textos, personajes, futbolistas. Es decir, las emociones que me causaron.

Me ha pasado quedarme observando pies que bailan, con la brisa enfrentándome. Largo rato. 

Y me ha ocurrido la soledad acuciante de la noche, esa que se ensancha y te cubre mientras todos danzan a escasos metros de ti y, en tu imaginación, en todas las ciudades y pueblos del mundo.

Me ha ocurrido Macedonio, Perec, viejo librerito, Wilcock y una sarta de personajes. Me han ocurrido mundos de imaginación, novelas, trilogías, cuatrilogías, universos de conversaciones improbables y sueños ajenos que nunca llegaron a salir de mi cabeza.

Y me ha pasado el empacharme con hambre. Y beber con sed. Y dormir con sueño. Y tocar con soledad. Y encararme con huída. Y emocionarme con hastío. Me han ocurrido soluciones transitorias, estados de las cosas y los pensares y los sentires. 

Nada perenne, por suerte: que cada recuerdo deje paso a nuevos ocurrires para poder olvidar en lo sucesivo. Que las emociones nunca cesaran sería algo completamente insostenible, suicida.

Muchas veces me ha ocurrido solamente el andar, o el mirar, o el balbucear o el respirar. Muchos ratos, no me ha ocurrido nada.

Me ha sucedido la revelación de aprehender que la muerte propia nunca existió, y que las únicas muertes que experimentaremos, las ajenas, no significan más que un recuerdo. Y me ha ocurrido la duda consiguiente de confundir la noción de los tiempos pasado, presente y futuro a partir de esa revelación.

Me han pasado las infinitas cosas que no pasan, e incluso no me han pasado.

Y sin embargo, habiéndome pasado todo esto, me ha sobrevenido el deseo de ser otro. Guybrush Threepwood. El deseo de ser Lluís Llach, en mitad de tanto odio. De ser el propio Fantômas y estrangular con gelatina. De ser Martin Sheen río abajo o Max en su tierra de monstruos imaginada, o el niño, cuando era niño, de Cinema Paradisso. El de ser cualquiera de los Beatles o Sherlock Holmes. El de ser Iniesta o Bergkamp o Zidane o Cantona o Le Tissier. El deseo de ser Cabrera Infante o Calvino o Queneau, o incluso Céline. 

El deseo de mezclarme y ser con ellas, con la chica de los hoyuelos, con la de los ojos grandes cerca de la Rue d'Algérie, con esa que viste tan bien un día y otro y otro; también de encamarme con mi odiado suave recuerdo.

He inventado al metaforista, al lotero farsante, al agente del caos, al urbanista que trasvalsa su pulsión sexual a un ansia por la inaccesibilidad urbana, al viejo anagnorítico y a su gata, al refranero popular, al iconoclasta y al referencial como pareja tragicómica, al villano; he dado vida a los tipos de la portada de Strange Days y he disfrazado a los Argonautas. 

Todo para saciar ese deseo de ser que soy.

3 mar 2012

Hora de caducidad

Lo es, es más que probable. Que haya cosas mejores que hacer. Que estas horas no sean horas. Que mi cabeza no esté clara ni para volcar sus cosas podridas en un blog. Que estuiviera mejor en cualquier boliche, garito, discoteca de mala muerte que tecleando. Es casi seguro, diría.

Pero no hay más. Hay un bourbon y dos long island de por medio. Y, aunque no halles faltas de ortografía, hay mil mancanze. Echo en falta la complicidad de un amigo que necesite tanto la noche. Echo en falta, claro, el calor de un cuerpo sinuoso. De unos ojos perdidos, de unos labios hambrientos. De unas manos que no quieren tocar más ropa, que buscan formas fálicas y antifaces. Que gustan de las palabras largas, de las proposiciones algo inaccesibles, se derriten ante esas deliberadamente un poco ininteligibles.

Echo en falta, en resumen, la soledad de otras, esa tan fácil de confundir. Echo en falta las ganas de resultar dulce, de parecer meritoria. Esas ganas locas e incoherentes de amanecer digna y acompañada a la vez. No me pregunten sobre la dignidad si no quieren discutir. Echo en falta, y es pronto o demasiado tarde, eso.

Me compensa saber que mi otro yo, casi mi otrora, sabe, desde que tiene consciencia, que hay cosas mal vistas. Que hay riesgos que merecen una fecha de caducidad no mucho más lejana en el tiempo de ese momento en que el sol asoma para empujar a la noche al rincón de las mentes obnibuladas. Obviemos el momento, claro, en el que gimen los más afortunados.

Luego: borremos esto. Hora de caducidad: cuando despierte, cabrones.