"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

4 abr 2010

Mi dietario irregular (XXVII): El sueño

Me desperté y ocurrieron cosas muy hermosas. Ella estaba ahí, y me había despertado tal y como lo desearía cualquiera. Pasaba la mano por mi pecho, pero me despertó con la mirada. Como ya he dicho, aquella mañana estuvo llena de cuerpos celestes y de tés con leche. En algún momento creí hablar con ella sobre lo que habíamos soñado. Ella, que era el equilibrio de la pasión y la consciencia a mis ojos, había estado más acertada, soñando con Leonor Watling y su contenida sonrisa. Yo, que no suelo escuchar bien a nadie, tengo una imagen vaga de lo que dije. Y es que soy tan egoísta que ni me escucho a mí mismo. Me recuerdo visto en plano cenital, sentado a la mesa, escurriéndome con un "he soñado algo medio extraño". No di detalles, pero no suelo mentir. No sé.

Efectivamente, había soñado algo ambiguo, lúgubre y, sin embargo, más albarizo que crepuscular. Estaba acompañado. Como tres aspas, mirábamos sentados en unas sillas de camping a un mismo centro Julio Cortázar, el diablo, que era Georges Perèc, y yo. Había llegado la hora. En el sueño, yo tenía 27 años y Perèc se había tomado la libertad de ajustar cuentas. Como muestra de buena fe, me había reunido con el admirado escritor en el primer lustro que debía pasar allí. El lugar era infinito, absolutamente yermo, con ese suelo agrietado que a mi, no sé si de manera acertada, se me antojaba una mezcla de un Dalí y un mundo apocalíptico de Cormac McCarthy. No sé dónde estaban el Sol y la Luna.

Cortázar, muy envejecido al principio, casi fetal, recuperaba su presencia cada vez que hablaba. Se erguía de repente. Empezó -y terminaría- llevando el peso de la conversación, en la que sólo participábamos dos. Perèc, seguramente por cuestiones relativas a mi subconsciente, era casi una fotografía: sólo ladeaba la cabeza de vez en cuando, y no parpadeaba en ningún instante esos ojos saltones ni perdía esa sonrisa de niño con la boca llena de caramelos o de saliva.

Cortázar me atacó. En la segunda o tercera palabra ya había pronunciado esa erre más afrancesada que huérfana de un logopeda oportuno. En la octava, ya me había calificado como un "horrible lector de Rayuela". -¡La puta que lo parió!- pensé o dije, era un sueño. Enseguida se dio cuenta, o quizás me escuchó, y se volvió paternal por un instante. Que no me hundiera, que fuera paciente. Que le dejara acabar la frase, que iba a decir que, sin embargo, mi corta vida había sido una buena Rayuela. Entretanto, Perèc ejercía de Baphomet extraviado pellizcándose la barba de chivo y observándonos por unos prismáticos puestos del revés. Estaba a medio metro.

Cortázar prosiguió su explicación cada vez más animado, y me empezó a hablar con un tono más propio de un amigo de esos que se ven cada tanto. En su paso de la cautela a la confianza, argumentó que yo había atravesado casi a diario esa barrera que separaba la realidad establecida con aquella que él proponía en el que fue mi libro de cabecera durante los últimos siete años de mi existencia. Yo me puse a rascarle la mano no sé por qué fuerzas llevado, y él calló y cerró aquella gran plataforma sobre mí, arrastrando conmigo mi silla hasta quedarme a centímetros de su cara, también gigante. Perèc era casi una cabra, pero parecía saber todos los chistes y todos los asuntos serios del mundo.

Cortázar me dijo -Mira, como en el capítulo siete. ¿Viste qué mentira lo del capítulo siete? Les conté que era mi favorito, y bueno... ¡no!-. Le pregunté que a qué venía eso, y me dijo -Y viste, estoy cerca, soy un cíclope, como en el capítulo siete ellos dos-, y lo abofeteé con rabia, porque no era Cortázar, porque Cortázar había perdido el "Viste" en París, o quizás nunca lo había tenido. Perèc puso paz enseguida, porque Cortázar me iba a aplastar con algún gran adjetivo de madera o de titanio. Luego hablamos sobre el sentido de mi vida, sobre aquellos momentos que la marcaron: la paliza en el campo, aquella mañana en Buenos Aires, en la que una abeja había entrado por ninguna parte a mi pieza, y cómo diluvió luego, y cómo murió ella luego, y luego yo... y no tenía más. Sólo eran dos momentos. Seguimos hablando y me habló de aquellos peces de su cuento, los axolotl, de vivir en una pecera.

Cortázar ya no me hablaba como un amigo. Parecía más bien un dios, y le pregunté si los dioses eran ateos. Dijo que eran narcisistas. Perèc ahora llevaba aquel abrigo de vagabundo que yo tenía todavía en un armario y le pregunté cómo había muerto. Claro que no respondió, y fue Cortázar el que siguió la charla. Me confesó que él también era de Traveler y entre las mujeres, tanto de la Maga como de Talita. Que en unos cinco años yo las podría ver. Traté de tomar las riendas de aquella batalla del verbo por un segundo, obviando sus protagonistas que somos todos y preguntándole por su sentimiento hacia Argentina, pero enseguida terminamos hablando de las inútiles patrias, y él explicando y yo asintiendo. Y él ya narrándome sus experiencias en muchos países y yo pensando y asintiendo. Me sugirió que volviera a Buenos Aires, y a recorrer. Que me enamorara de América Latina para toda la vida.

Cortázar se rió a carcajadas cuando me vio afectado por su consejo. Antes de que él riera, le hice la ingenua pregunta de cómo lo iba a hacer, si yo ya estaba muerto. Cortázar, ese tótem tan humano y profundo, tan entrañable y poco altivo, uno de los pocos feos de verdad, unicejos, que se tornaban lindos al jugar con las palabras, era casi un demonio más. Recordé que al llegar allí, había encontrado el lugar y la compañía muy agradables. Incluso había pensado que estaba en el Zabala y que en breves me traían un café con leche en un bol, y también un plato con tres medialunas. Pero no era así. Aquello era el infierno y Perèc zumbaba como una abeja.

Cortázar ya no estaba. Desperté en un piso once o en un segundo. Creí que zumbaba una abeja y que estaba por llover, y el hecho de estar despierto pero no poder abrir los ojos me enervó. Pudiera ser que hubiera vuelto atrás en el tiempo, que estuviera en aquel noviembre, con aquel insecto dulce y amenazador dándose golpes contra la ventana cerrada. O que siguiera dormido, soñando. O peor, que hubiera estado soñando desde aquel noviembre. Pero su mirada me tocó el pecho y abrí los ojos. Mientras le daba los buenos días, pensé que aquel día podría marcar mi vida, y que quedaban muchas conversaciones y que la Rayuela no estaba todavía pintada. Y que Cortázar, Perèc y todos aquellos dioses podían esperar todavía unos lustros más.

Tau de rec, despierto en horas de sueño, por los mares del sur.


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