"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

1 abr 2010

Mitos (V): Justicia poética


La práctica del fútbol siempre fue una mezcla de tablero de ajedrez y novela-río. Una vez se pisa el verde, una serie de jugadores se olvidan, o no, de las majaderías de la prensa, y salen a jugar. Cada uno tiene sus propias habilidades, es una de las armas de su equipo, y ante todo, cada uno tiene un mundo interior lo suficientemente vasto como para cambiar el curso de la historia. Como todos. Por suerte, el fútbol es todavía un juego, con sus batallas, sus trucos, sus estrategias, sus vías de escape y, sobre todo, sus sentimientos. A veces, hasta es un espectáculo. Ayer se vio, en el coloso Emirates Stadium.

El espectáculo más grande del mundo

Si algún día el fútbol tuviera que terminar su existencia, sería de justicia poética que fuera con el partido de ayer. El encuentro, que nos deja lírica hasta en el hecho que no ha sido definitivo, colmaría las necesidades de cualquier persona a la que le guste el fútbol. Cada uno de sus segundos fue un brillante pasaje de la Ilíada: una guerra romántica como ninguna sobre el papel, pero ante todo histórica por la calidad de su puesta en escena.

En primer lugar, dos generales de aquellos que cabalgaban hacia el ejército rival los primeros mientras llovían flechas. Eran Guardiola y Wenger, ambos movidos por el amor -a un club y a una causa- y el arte, ambos a pecho descubierto, ambos escultores, ambos avanzando con elegancia, labrando un camino que sólo los mejores podrán seguir. En el césped, en cada bando, un enamorado del otro ejército. Aventureros ambos, nadie les exilió, probaron fortuna lejos de casa deseando no tenerla que derrumbar nunca. Cesc y Henry, dos de esos jugadores que se atreverían llorar sobre un campo. Literario, demasiado para ser verdad. O no.

El partido fue de verdad. Y pasará a la historia por la calidad que mostró el Barcelona. Pocos equipos están al alcance de acallar una grada inglesa, siempre luchando a cara de perro, pero ninguno hasta hoy había logrado complacerla tanto siendo el enemigo a batir. Ningún estudio lo va a demostrar, pero el equipo de Guardiola es, a día de hoy, uno de los motivos de felicidad más recurrentes de una sociedad como la española. Su maestría es tal que cualquiera de los detalles que dejan los jugadores barcelonistas valdría para una antología de fútbol. No destaca en el conjunto, por ejemplo, que un malí que siempre fue pieza defensiva maree una y otra vez al lateral derecho opuesto, que un central corte diez balones imposibles antes de ser expulsado, o que un pivote defensivo de Badia haga tres caños y un sombrero en un encuentro. Sin embargo, en cualquier otro equipo sería la noticia del partido. Lo que ayer vimos, y lo que venimos viendo, son palabras mayores.

Pero el partido quedó en empate a 2. Justicia poética. Cuando peor estaba el Arsenal, que sufría un goteo de pérdidas de balón y efectivos preocupante, apareció la pieza de ajedrez con quien nadie contaba. Fue la única que hizo suyo al rey barcelonista, que no es otro que el balón. Walcott fue el mejor alfil, el único que deshizo el enroque de los culés. El monarca inglés, paradójicamente, era catalán, y tuvo tanto de epopeya el partido, que el capitán del Arsenal murió matando. Privando al Barcelona de sus dos torres para el partido de vuelta, y dando, desde los once metros, un equilibrio que parecía imposible 15 minutos antes, cuando la obra de arte era tan exquisita que producía vértigo. Se acababa la temporada para Cesc, todo por un honor irracional que puede acabar pagando, pero su fácil gol elevaba la categoría del partido al mito.

Tras el pitido final, todos los allí presentes se dieron cuenta de que habían parido un milagro del fútbol. Todo el mundo se había enamorado de ese partido. Guardiola dijo que era el mejor que había hecho su hexacampeón equipo desde que él llegó. Wenger calificó el partido de "muy bello", y el juego del Barcelona de "increíble". Puyol, que había sido expulsado por Massimo Bussaca -suizo, neutral; pero nervioso, persona-, fue más allá, al afirmar que era lo mejor que había podido jugar en su carrera. El revolucionario Walcott salía con los ojos como platos, pensando no en su gol sino en el juego de los culés: "fabuloso, absolutamente enriquecedor", comentó.

Las bajas de Cesc, Gallas y Arshavin pueden privar al Arsenal de cualquier título. Las de Puyol y Piqué, al Barcelona de su segunda Champions consecutiva. Pero no importaba, se había presenciado una maravilla, un caos de sentimientos y galopadas entremezclados y perfectamente desatados. Desde la rabia de Zlatan hasta la emoción de Henry, pasando por la fe de Walcott o el sufrimiento de Almunia, cada uno de los protagonistas aportaron un punto de vista único que creaba una historia brillante, llena de giros, de luces y de sombras, de momentos de éxtasis y dolor. Al final, el marcador reflejaba el equilibrio de lo bueno y lo malo de cada equipo. Fue el mayor espectáculo del mundo porque, más allá del poder, el dinero y la prensa; se habían enfrentado dos equipos libres de odio que convirtieron aquel espacio en una fiesta memorable a fuerza de admirarse mutuamente. Pareciera que los pilares de un mundo utópico, imperfecto pero feliz, se habían inventado en aquel juego que acababa de terminar.


Tau de rec, culé. Y si no, gunner.

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