"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

30 jun 2010

Mitos (VI): El romántico francés


Francia ha tenido un problema en este Mundial: faltaba el romántico.

Bajo la dirección de un entrenador disparatado, del que se dice que nombraba a sus tripulantes según lo que veía en el firmamento, el navío galo naufragó hace unos días con más vergüenza que remisión. Les Enfants de la Patrie formaban una escuadra desequilibrada con jóvenes valores de la aristocracia, como Gourcuff o Lloris; veloces bajeles aguerridos como Ribéry o Evra y corsarios viejos y acatarrados, como Anelka, Henry o Gallas. Los bleus eran variopintos, pero esta vez faltaba un puesto que no debe quedar vacío en ningún equipo, menos todavía para la tierra de Victor Hugo o Alexandre Dumas. No estaba la única figura que, históricamente, ha podido elevar a Francia por encima de ese asunto de estado que suponen el triunfo y la derrota futbolística. El romántico.

Cabe decir que el fútbol francés reciente estaba mal acostumbrado con los románticos. Cualquier espectador joven podrá recordar:

-A Zidane, el mago de origen argelino que hizo campeona a la Francia del mestizaje con dos goles de cabeza, cuando resultaba ser un artista con los pies. Un tipo que dejó el fútbol con un penal parabólico, mucho sudor y defendiendo a su hermana, también de cabeza. Por supuesto, se retiró con una derrota;

-A Petit, el convocado número 23 de la Francia campeona, un aficionado a los psicotrópicos que ganó el premio del Juego Limpio y del Juego Eterno en el único Mundial que venció la France. Su autobiografía (o sea, él) lo retiró;

-A Thuram, un gigante nacido en Guadalupe y criado en las banlieues, aficionado a la lectura y a la filosofía. No había marcado un gol en su vida hasta que decidió soltar dos zapatazos en unas semifinales que pintaban a derrota de los franceses en su propio terreno. La gente coreaba "Thuram presidente" en las pantallas gigantes colocadas en los Champs Élysées. Una década más tarde, ese central negro de dos metros se retiraba por una malformación en su corazón de unos centímetros. Estuvo vinculado a la política, pero 'su' candidata, Ségolène Royal, cayó en las elecciones a manos de un depredador del área como Sarkozy;

-A Pires, el último mosquetero discutido con el hasta hoy seleccionador Raymond Domenech. Triunfó en la tierra de los odiados ingleses, hasta que llegó a la cima: una final de la Champions, en la que fue sustituido a los veinte minutos por errores ajenos. Optó por un retiro digno en un pueblo de 48.000 habitantes;

-A David Ginola, el predecesor de Pires, también mosquetero, que conquistó a los británicos con su fútbol de guante blanco y su pelo Pantene. Suyo fue el centro con el que, en el minuto 92, Francia perdía la posesión del balón ante Bulgaria. Si nadie marcaba, los galos accedían al Mundial 94, así que nadie se presentó a rematar al área. Suya fue la mirada que observó la recuperación de los búlgaros, su contraataque y el crudo gol de Kostadinov. Nunca volvió a jugar con la selección;

-Incluso a Laurent Blanc, ese central distinguido que acabó brillando en clubes como Barcelona, Inter de Milán o Manchester, y antes no había logrado parar a Kostadinov en la fatídica contra. Todavía unos años antes, llegó al Nápoles sólo cuatro meses después de que Maradona hubiera dado positivo por cocaína por primera vez. Se fue unos días antes de que la sanción del diez expirara. Ya en el glorioso 98, se redimió anotando el gol que valía la vida del país en 'su' torneo. Él, que era educado y nunca habría cogido un fusil, disparó al corazón del arquero más soberbio -en todos los sentidos- que ha pasado por un Mundial, el paraguayo Chilavert. En semifinales vió la roja, y no jugó la final que le coronó.

Pero Francia, créanlo, ha dado varias figuras todavía más románticas que esas. Destacan dos: Michel Platini y Eric Cantona.

El primero es hoy presidente de la UEFA, y tiene más enemigos que nunca. Y se muestra sosegado como siempre. Fue, quizás, el centrocampista más exquisito que haya pisado un terreno de juego, capaz de bajar a recibir el balón a su propio campo, distribuir al toque, conducir, regatear rivales a pares, crear líneas de último pase y buscar la escuadra unas cinco veces por partido. Un revolucionario primero en el Nancy, aplastando a adversarios con presupuestos diez veces mayores; en el Saint Etienne, después, mostrándole a Francia que podía mandar; y en la Juventus, impartiendo clases de esgrima en una liga de tuercebotas, de la que llegó a ser Capocanonniere jugando a veinticinco metros del arco rival. Como dirigente, llegó amenazando a los popes.

Porque, que nadie se engañe, los popes del fútbol hoy son los titanes financieros. Ellos son sus enemigos: tanto las declaraciones de intenciones como las decisiones finales del francés rondan y favorecen al concepto del detalle, de lo pequeño. Nuevas fórmulas en las grandes competiciones, eximir de tarjetas a los jugadores en las rondas finales, etc. Todo ello son cambios de forma, pero no de fondo: como si fuera un entrenador, Platini quiere ver circular el balón. Y, por eso, nunca se calla. Habla de sus favoritos, de los que no le gustan, e interviene si hace falta. Para esta Copa del Mundo, ya afirmó que Francia no le gustaba, que no iba a ganar. Los franceses se le echaron encima. Seguro que alguien se rió de él cuando lo dijo.

Ya se le rieron allá por 1992, cuando trató de convencer a un fornido y rebeldísimo jugador de 26 años de que no se retirara. A aquel jugador lo sancionó por un mes el Comité de Competición francés por lanzar un balón a un árbitro e insultar al público. El jugador reaccionó llamando idiotas a los miembros del Comité, y le cayó otro mes. Y el jugador anunció que se retiraba: leer a Baudelaire era más interesante, y en el mundo del fútbol nadie le había puesto buena cara al saber que era mestizo, inmigrante, hijo de madre catalana y padre de Cerdeña. El futbolista se llamaba Eric Cantona, eterna promesa francesa que se hundía. No creyeron en él ni Guy Roux, ni Henry Michel, ni el mismísimo Franz Beckenbauer.

Pero Michel Platini sí lo hizo.

Para Platini -como para Maradona, el gran romántico del fútbol-, tirar dos caños y romperle la cintura a un rival puede arreglar un cero a cero. Y Cantona sabía hacerlo. Así, Platini -tampoco de origen francés, sino italiano- que en aquel momento era el seleccionador del combinado nacional, convenció a Cantona de que despreciara a su falsa patria y probara suerte en ese territorio hostil al que llamaban 'la cuna del fútbol'. Le apoyó Gerard Houllier, ese profesor de lengua que acabaría llevando a la gloria al romántico Liverpool.

Cantona fue valiente. Probó suerte, ganó ligas, firmó goles antológicos, encaramó al Leeds, llevó la banda de capitán del Manchester, fue el primer heredero digno del 7 de George Best, aprendió inglés a trompicones, propinó insultos a árbitros y patadas a aficionados, pasó por la cárcel y se ganó el sobrenombre de The King.

A los 31 años, cuando todavía se iba por velocidad de prodigios como McManaman y dajaba sentados a valladares como Tony Adams, decidió que se había cansado de competir. Que ya bastaba de fútbol, de vencer y caer derrotado. Se había cansado de jugar.

Ya retirado, combinó su vocación de actor -apareció en Elisabeth, casi a modo de parodia, como embajador francés- con la del juego del balón. Lo hizo con barba y pelo largo, como un náufrago, y como capitán de una banda de canallas que se exhibían en los torneos playeros de verano. En ambos ámbitos, de manera real o figurada, reeditó sus hazañas dignas del arte y del kick boxing.

Platini y Cantona confirmaron la excepción del triunfo y, evidentemente, saborearon el fracaso. El uno, ganó tres Balones de Oro y la Eurocopa del 88, pero se quedó a las puertas del cielo en los Mundiales, casi siempre con un brazalete de revolucionario capitán en su brazo. El segundo fue coherentemente apátrida, como el mejor gitano, y sólo representó a Francia a las órdenes de Platini, en el 92. En el 94 ya era su gran capitán, pero Aime Jacquet decidió que un hombre que celebra los goles desafiando al mundo y que patea la cara a los aficionados de primera fila no podía guiar en un Mundial a la impoluta Francia. Cantona no estuvo en el 94. Francia tampoco.

De todos es sabido que Cantona llegaba de sobras al Mundial de Francia 98. Aime Jacquet, todavía seleccionador, también lo sabía. Incluso el propio Cantona lo sabía. Jacquet no tuvo problemas: su capitán sería el disciplinado Deschamps y sus puntas, unos mediocres Dugarry, Guivarc'h o Oùedec.

Francia ganó, pero no llegó a tiempo para Cantona, que se había cansado de esperar.

En este Mundial, Francia fue mediocre. Los candidatos al romanticismo, el abominable Ribery y el imberbe Gourcuff, lo intentaron, pero no estuvieron a la altura. El primero asomó contra México con un par de desbordes. El segundo estuvo sólo desde el vamos y se arrancó con una falta quilométrica y con un disparo lejano en el primer partido contra Uruguay, pero basta. Luego, ambos se resignaron a soportar la vergüenza y a esperar a que Sarkozy fulminara a Domenech. Y a rezar por que llegara un entrenador romántico.

Ya en el último partido, el juego fue un funeral. El espectáculo estaba en las alturas.

Zidane, en la grada, se sonrojaba.

Petit difamaba por televisión.

Thuram, en la grada, parecía esperárselo.

Pirés y Ginola hacían vida tranquila. En la distancia, aleccionados.

Blanc, en la grada, se postulaba para suceder a Domenech.

Platini ponía una romántica cara de póker. Caño a Francia.

Y Cantona, no se sabe. Uno se lo imagina con un puro, Rousseau, Godard y algún miembro de los Gipsy Kings, tratando de desviar el tema de la conversación lejos del dichoso fútbol.


Tau de Rec, admirador confeso de Cantona y Platini.


28 jun 2010

Mi dietario irregular (XXXII): Carta a Leonor


Querida Leonor,

¿Te acordás de mí? Hace ya demasiados meses que no hablamos, pero el concepto del tiempo siempre fue un invento nuestro, y como tal, lo manejamos como queremos. No te deberá sonar raro, entonces, que te diga que ha pasado poco tiempo, y que prácticamente sigo igual que antes. Todo bien.

No sé engañarte: estuve medio complicado hace un tiempo, y la cosa no salía, no salía. ¡Y es que no tenía que salir nada, más que yo! No sé a quién leí que decía que los problemas se pueden reducir a nombres. Otra vez con el tema de los conceptos, que sólo son una invención, como lo es la cámara o la cuchara. Y fijate, al hilo de eso, ¿eh?, que a mi me vino la verdad -bueno, la verdad es solamente otro concepto, pero adelante- de los dos nombres más jodidos: el amor y la muerte. ¿Quién carajo puso el nombre a una, quién pintó a la otra? El tema es que todo estaba bien, luego me fui y luego no es que estaba mal... ¡es que no estaba!

Sobre el amor supe que lo había entendido mal, o que me había inventado una variante poco sana. Para que me entiendas, hice como cuando vos y el abuelo Pepe me dabais galletas de aquella lata blanca de flores estampadas, amarillas y rojas. ¡Capaz que cabían noventa o cien galletas, ahí dentro! ¿Te acordás? Pues hice como me pasaba de chico, que tomaba una, y otra, y otra. Y luego roía los bordes ondulados de otra y luego mojaba en leche otra. Y así me comía media caja y luego no quería verlas más en un mes. Me colapsaba, me empachaba de galletas. Pues lo mismo: como las tardes en tu casa no podían ser sólo galletas, aquellos meses no podían ser todo deseo, pasión, sinceridad y demás equilibrios dignos del mayor malabarista hollywoodiense. Caí en el amor de película, y acabé como los diez negritos: que no sabía si me había matado yo, la otra o el mayordomo.

Sobre la muerte, bien lo sabrás, la olvidé hasta que amagó con llegar. Y yo que no supe qué hacer, llegó sin apenas darme tiempo para jugar a las carreras con ella, para llegar antes a esa meta que compartíamos: resulta que la muy puta pensaba en ti tanto como yo. Si me permites divagar, que sé que sí, diré que no veo justo que se le dé a la muerte ese aire de mujer. La muerte es algo no diré neutro, pero es distinto a cualquier género. Es una excusa, un gesto de apremio y nada más. Que me presenten al pelotudo que apeló al destino y yo buscaré al que se sacó la eme, la u, la e y tal de m-u-e-r-t-e. Y les diré, che, inventaron lo mismo, parecen ustedes ingleses, dos palabras para lo mismo, giles. El caso es que te fuiste y yo no estuve, ése es el caso. Luego vuelvo con el temita.

Pero vaya, también tengo buenas noticias. La primera es que lo anterior ya lo asimilé. La segunda es que, por el momento, que es lo que siempre valió, el mundo que veo va bien. Me refiero a los nuestros. Los de siempre siguen dándolo todo, vos ya sabés bien cómo son ellos; y por mi parte, conocí a alguien que mira de maravilla, que habla de maravilla, que escucha de maravilla, y sobre todo, que entiende y piensa de maravilla. Con calma, con sosiego: no sé, como esa gente que sí o no comprende los sentimientos y se conforma con sentirlos y ya, y se conforma con el aliento que tiene en este segundo. Y ya.

El tema es que, esta noche, viendo una película, aparecía una actriz que te evocaba con cada gesto. Al final de la película, se le iluminaba la cabeza ausente y soltaba una carcajada de niña. Y era como tú, y dije no puedo más, voy a escribirle. Dale, quedemos algún día, Leonor, para cantar algo. Sólo me apetece darte la mano, darte un abrazo, que me insultes, que me llames como quieras, que me muestres una vez más esa sonrisa a la que yo le puse Amor. Sé que donde fuiste no hay nada. Y lo prefiero, porque lo que por aquí se supone que es la muerte conlleva un continuo en el que creyeron faraones y apóstoles, y que hace que te lleves allá donde vayas toda la experiencia acumulada, y eso significaría que a vos te acompañó esa enfermedad de la putísima madre, y que quizás no recuerdas ya nada y que sigues sufriendo. Yo pienso que hoy eres aire, que eres un hertzio, un neutonio, un aleteo. Y te quería pedir que algún día acudieras a mi cita: yo cada día me acuesto esperando verte en unos minutos, pero todavía no tuve ese sueño. Dale, vení.

En espera de noticias tuyas, sepas que te extraño y que te quiero, vieja.

Con amor,

Tau de rec

16 jun 2010

Extractos (I): Sweet home wherever


Léase con Sweet Home Chicago, de Robert Johnson, de fondo.

"Estoy aquí, pero no: esto es blues.

Descubrí este bar hace tiempo, una noche de suelo mojado. De esas en las que ya no quedan nubes o sólo quedan manchas perdidas en un cielo marrón, desvelado por el roce de la luz de las farolas que más han visto. Aquel jueves llegué con unos amigos. Hacía frío, así que nos metimos en el primer lugar que nos pareció. Bajar sus escaleras hacia el sótano de la ciudad, hacia este lugar que en esta madrugada me mira tan como una mujer desnuda, no fue todavía revelador.

[Las mujeres, cuando descubren su piel, miran con el pensamiento, y piensan con el arquear de brazos, con el frío de la planta de los pies, con la fricción de sus dos ingles al avanzar, con el oscilar del siempre liviano pelo. Miran. Cuando al espejo, luchan con los ojos en una pugna titánica, aprehenden qué es aflorar y marchitarse, se llegan a amar, se matan. Cuando al otro ser, sienten con el no-espacio, con el vacío que hay entre ella y él y con los movimientos que darán lugar en esos centímetros entonces realmente útiles, esos huecos aún por ocupar. Y quizás no miran y sí sienten, en contacto ya, con el contralatir del desbocado corazón que quiere tocar y sólo late, solo, tras las costillas. Sienten con la deriva a la que se someten, con la guía que con suerte promete llevarlas y las lleva a la ruta abismal a la que todo organismo, toda bacteria, todo bicho y todos nosotros aspiramos a llegar. Cuando las mujeres desnudas miran, lo hacen con el fervoroso deseo de la inconsciencia en la mirada. Oh, baby don't you want to go.]

No fue hasta que llegamos a la zona menos iluminada del antro, con sus paredes negras y sus cuadros sugerentes. Tras girar a la derecha y meternos en el lugar donde me siento ahora mismo, entonces fue. La misma mirada que hoy, en mi soledad, me pellizca y me rasca levemente las entrañas, esa misma me desabrochó uno a uno todos los botones de mi camisa oscura. Nadie lo notó en la hora y media que pasaríamos allí, pero, en cierto modo, yo me había consumido un poco más aquella noche. Los amigos charlaban -charlábamos- separados por el humo y el sonido de aquel guitarrista que sollozaba con tanta amargura. Teníamos que hablar fuerte porque no nos escuchábamos: el Sweet Home Chicago del músico reinaba, o mejor dicho, mandaba sin más corona que el ritmo en esa república que es el blues. Las palabras de Telamón chocaban contra mi cara ruidosas antes de llegar al oído del resto, y lo mismo ocurría con mis palabras en la cabeza de Periclíneo o con las de él mismo en la de Mopso. Era, como el Proyecto, un sacrificio aceptado por mayoría, y sólo Linceo, hijo de Afareo, se quejaba de la intensidad de aquella música.

Porque la canción de aquel joven negro era intensa.

Mientras Mopso me interrogaba sobre algunas barbaridades que yo habría dicho anteriormente, con preguntas tales como "Idmón, ¿qué pasó en el tren para que pienses eso de Jasón y de Argos?" o "Amigo Idmón, no entiendo por qué has tenido que venir con historias que sólo nos hacen tambalearnos en el asunto del proyecto"; yo relajaba la mente y dejaba pasar únicamente los sonidos de aquella canción. Luego Mopso se desesperó, exigió mi atención, no contesté, seguimos planeando el proyecto entre nosotros seis y conversamos sobre banalidades del mundo y de nosotros. Pero, horas más tarde, al llegar a casa, ninguno de ellos salvo Linceo me hizo la pregunta adecuada: qué me había pasado aquella noche.

Es evidente que Linceo no sólo tiene un sentido de la vista privilegiado, sino que también lo sabe usar. Y como no entiende de forma innata, la curiosidad hace el resto. Su compañía es grata, pero sobre todo será un hombre útil en nuestra causa. Es también evidente que evadí su pregunta tan bien como pude, y que él lo aceptó. ¿Qué ocurrió? Que la música, los cuadros, las paredes negras y las luces amarillas me habían fijado en aquella arreglada cueva. Allí había vuelto a sentir como el destino me apremiaba a decidir -qué cruda ironía-, y allí debía resolver mi: No diré mi futuro, diré mi duda, porque el futuro ya lo supe hace tiempo. Si me enrolo en el proyecto, moriré pronto, y el proyecto debe llevarse a cabo. Lo quieren los dioses, aunque lo diga un agnóstico.

Cada día pienso con mayor firmeza que eché raíces en aquel bar -que es éste- por el negro. Aquella noche no sólo había hecho suyos los temas de dos referentes del blues: había sido ellos. Aquella noche el negro fue Robert Johnson y fue B.B. King. Del segundo le vi todo, aquel hombre se mimetizaba con el bluesman, con el blues. Del primero me pareció verle el ojo vago y un swing distinto, no sólo suyo en el sentido de subjetivo. Sobre todo era exclusivamente suyo, atravesando por el medio el significado más puro de la palabra propio. Aquel hombre parecía jovencísimo, y daba a entender en cada nota que estaba endemoniado. Como Johnson y, en cierta manera, como yo. Los tres hemos sabido en algún momento que nos acecha un fin del trayecto, un final próximo, y todos hemos tenido en nuestra mano una elección redentora y blanca. O gris: fácil, mediocre, pero salvadora. Y creo que los tres hemos renunciado a ella -creo, por el músico que todavía hoy me parece ver delante mío, en el Bel·luna: realmente, sólo él y Pedro Botero pueden ya saber su destino-. Queremos, y soy consciente de mi hablar anacrónico, un final catastrófico. Desde aquel día, a veces pienso que somos jóvenes y muy poco sensatos y sólo buscamos la gloria, aunque ésta nos quite de en medio.

¿Me llegará esta gloria sumándome al proyecto, implicándome? ¿Es realmente lo que busco, la gloria? Sólo concibo mi impulso por hacerlo, por ir a por ello, y eso me va a arrastrar: no valdrá la razón, la que me dice que Jasón está buscando también su propia gloria con un proyecto que será en vano y será a costa de medio centenar de patéticos héroes. Nos quedaremos sin hogar, nos pensaremos que vamos hacia un objetivo, pero realmente sólo vagaremos. Y lo haremos a pesar de todo, porque quizás todos estamos buscando nuestra propia gloria y nada más, o quizás no. Tenía razón, sin saberlo, Mopso cuando se enfadaba en este mismo bar: mi patetismo hastía."


Tau de rec, imaginando una Argo en el Galatea.

3 jun 2010

Mi dietario irregular (XXXI): Intrépida crónica de dos semanas, por parafraseos (o El reflejo de la duda)


Las dos semanas, tan intrascendentes como otras cualesquiera, y tan pobladas de cronopios que acompañan y de soledades y reflexiones por parafraseos como ningún otro par. Las dos semanas que atizan al espíritu.

Llegamos al tramo final del mes y del frenetismo primaveral con la duda última, esencial. Una duda que abarca quilómetros desde mi posición, que se expande hasta el horizonte y hasta el tejado azul, hoy grisáceo. Una duda que se lleva escrita en la cara al alba y también en cada crepúsculo, grabada debajo de los párpados y en los labios y en la frente y sólo ensombrecida por nuestras máscaras venecianas, de esas que requieren un soporte, un brazo que queda inútil y que debemos escoger adecuadamente. La duda, en definitiva: ¿Qué?

Paramos, con
un alarido al parar.


Lista de preparativos: Pilotos, caimanes, chanclas, pantalones rayados, una toalla de playa, un puñado de gente normal, otro de bromas. Se acuerda el reparto de los disfraces, se olvidan sábanas y útiles para dormir: a la costa se va a no dormir, a soñar volando, a beber soñando. "En buena compañía podemos ser valientes", John Irving, The Water-Method Man.

Lista de la compra: Macarrones, tomate, cerveza. No hay cebolla, no hay picada, no hay un pimiento. Carne adobada, morcilla adobada, chorizo adobado, pinchos adobados, hamburguesas con orejas. Un mundo más amable, más humano
pero no menos raro.

Un edén improvisado y poblado de gente sin pretensiones, con llamas de tela, con payasos y magos, con los Bloodhound Gang. Un escenario que se envalentona bajo las miradas azules de la Luna, que distorsiona a los Adanes y los vuelve gálatas o argonautas, o martirizados semidioses desnudos, sólo tapados por la no-luz, por la vista gorda del astro más cercano. Un buen baño, siempre al lado de la Luna. Y la duda también viene a ese edén:

"-¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan mal. El hombre se agarra a la ciencia como de eso que llaman un áncora de salvación y que jamás he sabido bien lo que es", El Gran Cronopio, Rayuela.

En definitiva, grupos de Adanes que son valientes a fuerza de no saberse, pero sí intuirse insignificantes y juntos.


Se termina el parón, y una semana de faena ya no acecha. Ahora pisa cuellos. A uno siempre le entran ganas de meter en cualquier texto un parrafito con recursos metatextuales, egoísmos y justificaciones de ambas cosas -y por eso estas líneas-, y sin embargo nunca hasta ese día u otro posterior había logrado parir la frase que lo reuniera todo, que es esta, la que acaba con
esta no,
esa
palabra.
Comienza el combate: en una esquina, el tiempo, el favorito. En la otra, el malabarista, el utópico aspirante. Los segundos y los minutos y las micras se amontonan rápidamente alrededor del púgil circense. Un flaco boxeador que se defiende con oficio, que sabe cuales son sus armas: las del rival. El tiempo propone cinco ataques: tres trabajos, la inutilidad y una duda. El ahora trapecista o corredor de fondo cae en casi todos los asaltos: un trabajo de cruces y papeles encriptados, el vacío de no saber y no poder y el gran enigma. Caen chorretones de desatino que se mezclan con el sudor en sus mejillas.
El púgil hinca una
rodilla, y
la otra,
y
cae de bruces a la lona.
Y se levanta,
y así cuantas veces haga falta.
Usa los guantes del rival, y se somete a los trabajos forzados de la dinastía Qin para asumir la nobleza, para vencer, ser el ren. Y le sobran fuerzas, y usa los minutos para recordar. Y para pensar que il faut tenter de vivre. Y el tiempo lo noquea, pero se despierta de su letargo presenciando un Dalí dormido, un fulgor de una evidente cabellera argentina (Francis Scott Fitzgerald, The Notebooks) de la perfecta fusión de Talita y la Maga, ese cuerpo que es un ejemplo de malabarismo y de cómo vencer el combate día a día, por puntos.
Una Maga que cuando la duda asalta al estilo "-Y esas crisis que la mayoría de gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue" (Cortázar, Rayuela), comparte un té, tararea el Hallellujah con un susurro heredado de Cohen y dice "Está muy caliente, tené cuidado".

Y el púgil comprende que ni el tiempo ni el diablo le han vencido todavía, y que la Maga y Talita podrían haber sido más complejas y recónditas, y podrían haber sonreído como ella. Que encontró la canción, que se casó con la musa.


Y llega el momento de viajar, de surcar mares, de manejar dudas. Acompañan Julio Denis, Morelli, Rilke, Antón, Fresán y, cómo no, Las olas. Y debate con ellos, y se baña en piscinas de sal. Le dicen: "La acción puede servir para dar un sentido a la vida", y responde: "¿Sí?
¿Cuál?"

Y discuten: "Alguna vez dimos el paso equivocado. Ah, la pureza perdida", y responde: "¿Si?
¿Y?"

Y reflexionan sobre La Duda y caminan como El Nota, y concluyen que las palabras son perras negras (J.D.) que se hacen necesarias para existir. Que no se pueden obviar ni engañar, que nos tienen encerrados en un conducto circular, viscoso y vicioso. Y que La Duda está en ellas, en ese ¿Y?, y en aquel ¿Cual? y también fuera de ellas, que se extiende por el espacio que es y nos hace tambalearnos, que es líquida e interminable. Y que nos espera en el que no es, eternamente paciente y amiga. Porque La Duda, en realidad, es nuestro contenido y nuestro contingente.

Y viene, entrando por la esquina, la Relax Time Band, que sin quererlo atestigua nuestra teoría a base de versos y notas, porque nuestra teoría se atestigua con cualquier palabra:
"Me quedo, con suerte, tres mil millones de latidos", "I don't worry about a thing, I know nothing's gonna be alright", Jorge Drexler/Dr. Feelgood.
"Siempre que te pregunto que cuándo, cómo y dónde, tú siempre me respondes: quizás, quizás, quizás", Moodtown, versionando a Nat King Cole, versionando a Osvaldo Farrés.
"Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos", Julio Iglesias, versionando a Enrique Santos Discépolo.
"That long black cloud is comin' down", Anthony and the Johnson's, versionando a Bob Dylan.
"Let there be wind, an occasional rain", Nat King Cole.
"I així robant temps al temps d'un rellotge aturat", Lluís Llach.
"A mí, que nada se me olvida", a través del Cigala, claro.


Y aquella semana todo sigue. Se sienta en una hamaca, con un combinado de whisky con cola, descalzo y cruzado de piernas. Con el alma desnuda entre las pestañas, con una flexión de felicidad ignota, pero latente, en las comisuras de los labios. Atizado por el viento y por las semanas. Con el mar mirándolo. Con La Duda, guiñándole un ojo. Adentro suyo, suelta un grito de lobo que no comprende ni razón ni fe, pero que está. Y visita infinitas islas ajenas, pisa y pensa donde piensa y como pisa Woody Allen, y vuelve a Palermo y a sus plazas y sus calles que huelen a pescado, a moscas, a mafia y a sal, a dos países. El tiempo batalla fiero, una lucha de lujo, de Gardel y LePera, y no lo vence. Y el malabarista pisa suelo firme a la pata coja, saltando de la Tierra al Cielo como los marineros de permiso. Pisa en positivo y piensa con un andar oscilante y tergiversado.


Y ocurrieron muchas cosas más. Pero me detengo, mostrando la duda en cada perra negra, en cada palabra, parafraseando a Villoro. Me detengo en ese instante de viento. En ese instante de alarido.


Tau de Rec, admitiéndolo: Sí, esta casilla no está mal.

1 may 2010

Mi dietario irregular (XXX): Un año y medio después, Buenos Aires


"Vuelvo de la Patagonia en ómnibus. A la desangelada estación de autobuses se le añade mi desangelada situación: solo, a trece mil quilómetros de casa, hundiéndome tras saber de la muerte de mi abuela, hundiéndome intuyendo que mi pareja no puede más. Espero sentado en una roca a quince metros de la estación, acalorado, con gafas de sol, ropa hippie y ligera y triste; leo un oportuno y salvador Cien años de soledad esperando a que llegue el vehículo. Voy a Buenos Aires, tengo que dejar el piso y trasladarme a otro.

Llevo cinco meses lejos de casa, pero Argentina es tan terriblemente confortable y pirata que me quedaría acá la vida entera. El ómnibus, una suerte de autocar unas cuantas veces más sofisticado que un colectivo, acaba de llegar. Dejo mi macuto junto a los demás, tomo mi ticket de un bolsillo y me dispongo a subir.

Ya instalado en mi butaca -clase negocios, aunque barata; con asientos anchos, reclinables hasta 140 grados, reposabrazos dobles, manta y almohadilla para la cabeza, reposapiernas en forma de plancha que, en conjunto, dan un aire de hamaca de playa a la butaca-, me siento a gusto. No es la primera vez que viajo en ómnibus, es la quinta; pero nunca había ido solo. Triste e insultantemente débil, llamo a mi pareja. Durante la conversación, pocas novedades. Si acaso, las esperadas: tono de que soy inoportuno -creciente-, monosílabos, luego indiferencia. No la culpo. Desde que estoy loco y triste, ella está más triste y se está volviendo loca. A partir de este momento, me impongo una abstracción que más tarde agradeceré.

El ómnibus me da la primera satisfacción. Mi butaca está en el piso de arriba, en la primera fila, pegada a la ventanilla. Delante mío, un cristal panorámico me da la sensación de que levito. Lo veo todo desde la posición del conductor, sólo que dos metros más arriba. No me acompaña nadie. Quiero decir que no hay nadie a mi lado. Tampoco a la derecha, tras el pasillo intermedio. Tampoco atrás, hasta la octava fila. Hay quince filas en la parte de arriba del ómnibus, pero sólo somos siete personas. Me acomodo y pienso.

Pienso en las calaveradas que me quedan por hacer en Buenos Aires. Tengo que volver al parque donde pasé un par de tardes, a torso desnudo, con pantalones de pijama, con un pelo inmenso, con coleta o con la camiseta empapada y atada a la cabeza, con una barba de dos semanas, con un 1984 al que se le rompían las páginas. Winston me hacía sentir vivo, me hacía sufrir por él mientras el sol me calentaba el pelo con sus cuarenta y pocos grados centígrados. Tengo que volver a ir a los Bosques de Palermo a que me piquen los mosquitos y a tocar mi guitarra azul y desafinada con mis torpísimos dedos y mi tambaleante sentido del ritmo. Tengo que volver a las librerías de Corrientes, a la Gandhi. A las tiendas de música de la calle Uruguay. Tengo que ir al mercadito de antigüedades y trastos y cacharros de San Telmo, sobre todo tengo que ir al mercadito de San Telmo. Tengo que bajar al Café Zabala por la mañana, a tomar cuatro medialunas y a mojarlas en ese café con leche que meten en un bol gigante. Tengo que leer allí los cien años de soledad, porque en casa, el mate es más amargo desde que se han ido Marco y Katie. En realidad, a veces pienso que el mate sí me gustaba dulce, como a Marco. Pero también tengo que ver, en casa, películas en versión original subtituladas -Deathwatch, una aberración magnífica para cuando vives solo; Borat, distintísima e igualmente magnífica; El Señor de la Guerra, no tan magnífica; Almejas y mejillones, hispanoargentina hispanoargentinizada; y Big Fish, adorable y magnífica y entretenida-, acercándome el televisor al sofá porque, si hago lo contrario, el sofá raya el parquet, y nada me disgustaría más que al hacer el check out pasado mañana, me hiciera pagar esa maldita gestora. Tengo que volver a Palermo, al Taller y al Macondo -que no termina de hacer honor a su nombre, todo sea dicho-. Tengo que acercarme algún día a Caminito, a la Boca, y ver esa cancha callejera maravillosa con Maradona graffiteado en la pared y porterías viejas y sucias, desaliñadas.

El trayecto es largo, mucho. Se supone que durará unas 21 horas. Con lo soleado del día, las primeras horas se hacen tediosas. El aire acondicionado no es óptimo, y la genial cristalera que me muestra que hay un mundo distinto también deja pasar el abrasador sol y crea un efecto invernadero difícil de soportar. Traen la merienda, la salvación: comer acá es mi debilidad. Galletas extrañas, como de jengibre y opción a un café. Lo pido con leche y el improvisado mesero de colectivo me lo concede. Mientras meriendo, el sol, en suspensión, va cayendo con elegancia. Pasamos por un lugar de novela, de película, de otro planeta. Es El llano en llamas de Rulfo, pero al sur. A la derecha, lejos, un robusto río azul -brillante y brillantísimo gracias al astro rey- avanza casi paralelo a nosotros entre las rocas y la tierra árida y erosionada, sólo adornada con pequeños hierbajos y arbustos dispersos. La carretera no tiene más compañía que esta, acaso también algunos pequeños altiplanos que se quiebran en un tramo inesperado y que dejan ver una pared de roca arenosa que me hace imaginar la tierra como un vientre herido que me muestra las entrañas con pudor.

Tan sólo un par de horas más tarde -o incluso menos-, nos sirven la cena. De hecho, todavía no ha llegado la noche. La cena también la adoro, en especial la bandeja de aluminio, que significa comida caliente, a menudo pollo con bechamel o una suerte de lasagna de catering. Para beber, hay varias opciones, que me van a alegrar la noche. Pepsi, limonada, agua, vino tinto, rosado o blanco. Pido una botella de vino blanco, porque he investigado rápidamente la bandeja de aluminio y dentro hay pollo con bechamel, y a mí me parece la combinación más adecuada. Y la pido porque no es una copita, es una botella que da para dos copas y media -dos vasos y medio de plástico, en realidad-. El alcohol es bueno, sobre todo en momentos de debilidad de mentes tradicionalmente optimistas, porque te devuelve a tu naturaleza no sin hacer un par de piruetas que, con un poco de suerte, te descubren nuevas máximas de la vida.

Me doy cuenta de que la cena me sienta bien, muy bien, justo cuando el crepúsculo da los últimos avisos de que el sol se va. Son las nueve menos veinte, o así, y atravesamos un paisaje igual al de antes, sólo que ahora el río ha virado a la izquierda y se ha aproximado hasta que lo cruzamos por una suerte de puente. El río -el Río Negro, que da nombre a la provincia donde estamos, comprobaré más tarde- es más ancho de lo que mi percepción había decidido antes. Y eso no es lo mejor: al cruzarnos, nuestro hasta ahora compañero de viaje nos invita a seguirlo con la mirada, y al girar la cabeza, veo cómo el viejo río se refugia en un lago inmenso, del que no veo el principio ni el fin, y que al fondo preside el sol, que sólo asoma ya media cabeza, o ni eso. El llano árido, el río y el lago y la luz me dicen, de repente, que soy feliz y elemental y muy básico e instintivo. Ahora soy feliz.

Después de cenar, me sirven otro café, también con leche, pero en vaso pequeño. Cortado, se podría decir. Ya empieza a dar el do de pecho la luna, que no tiene lugar más acertado donde reflejarse que el cristal lateral del ómnibus. Con ella y nadie más, disfruto del cortado y de la primera de las dos películas que nos pondrán. Ambas muy cutres, ambas horrorosamente entretenidas, ambas mal construidas, ambas que versan sobre el heroísmo y los traumas y los pueblos y las jerarquías y los sentimientos y cómo el poder trata de anularlos y cómo no lo consigue. Agoto mi cortado a la media hora de la primera, y la termino de ver, atento. Luego hay un ratito de concierto de Luís Miguel, luego de Isabel Pantoja, y me aburro un poco y me pongo a pensar.

Pienso en más cosas que tengo que hacer todavía en Buenos Aires. Repito algunas de las que pensé hace unas horas, pienso otras también. Creo que tengo que ir a algún boliche. Al Club Araoz, por ejemplo. A la Bomba del tiempo sí que me encantaría volver, una suerte de mega Apolo porteño muy latinoamericano y muy percusión y muy africano y muy loco. Me encantaría, aunque será difícil, asistir a alguna clase más de Federico Marquestó, a que nos explique el tango y su historia, a que nos lo enseñe a querer y a hacer querer. Tengo que ir a algún parque donde suene y se baile el tango, a verlo, a escucharlo, a bailarlo sólo en mi cabeza. Tengo que ir a alguna clase de Literatura, con ese profesor que parece un lobo viejo -pelo y barba canos-, que presume de haber sido amigo de Borges, que elige los textos tan tremendamente bien, que disfruta tanto y es tan argentino. A alguna de Titi Isoardi, a escucharla hablar sobre Susana Jiménez, Jorge Lanata y la 'grasa' argentina. A hablar con Leandro, el Colo y Gonza sobre minas y fútbol. A reunirnos en casa de alguien con los otros gallegos, con los franceses, con los suecos, con Rolo, con Davide y los tanos, con Davide, Diego y los tangueros, con Lorena. Tengo que jugar aún algún partido con el Quilmes Team y quedar por la tarde para beber y comer y tumbarnos en el sofá. Tengo que ir a cenar a alguna buena pizzería, y tengo que disfrutar de algún asado más. Tengo que tomar el subte, la línea A, la clásica. Tengo que ir a la Plaza de Mayo y pasear por la calle Florida. Tengo que volver al Gran Rex de improviso, tengo que ver más obras de teatro, tengo que escuchar a los Falopa alguna vez más. Tengo que ir alguna vez más al Carrefour y comprar Zucaritas o Cheerios. Tengo que tomar más colectivos, ir a fiestas privadas bizarras. Tengo que hacer tantas cosas que necesito quedarme a vivir acá.

Decido dejar de pensar un rato, y me pongo a leer al Gabo. Devoro los Cien años de soledad de una manera poco habitual en mí, digamos que un par de horas seguidas, ya a la luz del reflejo de la luna y de la lamparita individual, tumbado de lado, usando mi butaca y la otra y sólo temiendo que haya un frenazo y me empotre contra el suelo o el cristal. Y quiero ser el loco de los Buendía, José Arcadio, y quiero salvar a Aureliano, y quiero conocer a Remedios, la bella. Y quiero viajar a Macondo justo cuando ya viajo a Macondo.

Cierro el libro, pasadas ya casi doscientas páginas, porque me interrumpe el mesero improvisado. Me ofrece café, té o whisky para disfrutar de la segunda película, que lleva un par de minutos proyectándose en el pequeño televisor que tengo a mi derecha, pegado al suelo e inclinado hacia mí. Elijo... acertaron, whisky. Con hielo, en un vaso de zurito, pero de plástico; y me pongo a ver la película, algo medieval o mitológico, británico por su cutrez y porque aparece un acabado Jeremy Irons. No es ninguna de esas que están de moda, me temo que es incluso peor. Pero me lo paso bien. Al terminar, voy inspirado, casi semi-borracho.

Pasamos por un pueblo, no se cuál -antes, justo antes de que el sol se fuera, hemos parado un momento en la ciudad de Neuquén, de las pocas que atravesaríamos en todo el viaje, y unos cartoneros nos han ofrecido esos panes, chipa, mientras los conductores estiraban las piernas en la estación de servicio-. Digo que pasamos por un pueblo, no sé cuál, y lo dejamos atrás en poco más de un minuto. Es muy de noche, deben de ser las dos o las tres. El pueblo termina, y sin embargo, a mi izquierda vamos dejando atrás, una tras otra, un ejército de farolas altas. Tienen la luz blanca, una luz que sale de un aparato en forma de trapecio puesto boca abajo y pasa un poco por encima de mi cabeza. Cuento las farolas y pienso.

Pienso en todo lo esencial. En la vida, en la insignificancia, en los tamaños, en los espacios y en los tiempos. En la vida y su principio. En la vida y su fin. En la vida y la muerte. En la muerte y su principio y su fin. En la persistencia, en la justicia, en el amor más puro y en el más impuro. En la razón y su papel en la pasión. En la pasión. En todo lo irracional y lo que es capaz de abarcar, si es que no es capaz de abarcarlo todo. Pienso en mi abuela mucho, reconstruyo escenas que nunca han pasado, vienen a mi cabeza letras de tangos, de canciones de Fito Páez y de Calamaro y de Gardel y LePera, y de Troilo y de Manzi y de nadie y de Sabina y de los Cadillacs, pienso en hospitales, en dolor y en enfermedades, pienso en el día de mi muerte. Pienso en qué debería decir antes de éste, qué debería decir sin palabras, qué debería callar, qué debería mirar, escuchar, conocer, olvidar. Pienso en el olvido. Pienso las cosas graves y las leves. Pienso en el amor, que es levísimo y es tan esencial. Pienso en lo bonito del desamor, en la comprensión, en la tolerancia, en el abrir y cerrar de heridas. Pienso en el perdón, y en la rabia y en la injusticia de nuevo, si es que ya había pensado en ello. Y las farolas no terminan. Una tras otra, desfilan a mi lado hace años, o segundos, o una eternidad. Igual me las imagino, igual no existen y estoy loco.

Y resuelvo que voy a luchar, que voy a amar, que voy a pensar, que voy a mirar y a ver. Resuelvo que voy a seguir vivo hasta que se acaben las farolas."


No sé cuándo ocurrió, pero de un momento a otro, se terminaron las farolas. Seguramente me dormí, borracho y aplatanado. Desperté en la Avenida General Paz. El mesero, providencial como siempre, me golpeó el hombro derecho para indicarme que llegábamos a la capital y que todavía podía tomarme un último café, a modo de desayuno. Dormido, acepté sin más, así que me tuve que tomar un café sólo y aguado y sin azúcar con resignación mientras esperaba a llegar a la estación de Retiro. El día estaba nublado pero la ciudad seguía allí, ambigua, diciéndome que quizás seguía vivo o quizás estaba en mi Edén particular, en mi cielo, en mi karma.

Un año y medio después de Buenos Aires, me sorprende la vida siguiendo. Siguiendo genial como sólo puede ser la vida o la existencia, o el vacío, o la inexistencia. Pero ese es otro tema. Buenos Aires no es ya una ciudad para mí, ahora es una emoción, es un locus amoenus latente, intangible y a la ovidiense, es mi verdadera musa.


Tau de Rec, piantao y ríoplatense.







19 abr 2010

Mi dietario irregular (XXVIII): El día en que se leyó


Aquella mañana, nadie entregó sus trabajos. Para una pequeña parte de los estudiantes, aquello suponía un suspenso en su expediente. Una mancha para los alumnos tradicionalmente impolutos, una muesca más para los absentistas, para los de bar y césped y sábanas pegadas. Una mancha y una muesca rebelde y vengadora para todos.

Pero lo heroico no fue aquel día el hecho de suspender. Fue lo siguiente: A las nueve y cuarto de la mañana, cuando el señor Antiliterario (llamémosle AL) se empezaba a impacientar, no había nadie en clase. Asomó la cabeza por el pasadizo, y le extrañó el paisaje: cuatro alumnos se repartían en el espacio del corredor. Un par, apoyados en la pared de tocho, los otros, en la cristalera que dejaba ver el campus. Nuestro AL notó que todos leían, ensimismados. Uno sostenía, ligeramente inclinado, A sangre fría, de Truman Capote.

Había vuelto a su aula, pero a las nueve y media nadie había aparecido. Volvió a salir, con ese andar inseguro que siempre había tenido. A por un café, con un pensamiento tan poco articulado como era habitual en él. Nunca fue el favorito de los alumnos, pero eso a él le daba igual. Es más, nunca lo quiso querer saber. Su materia era demasiado importante como para prestar atención a su entorno. No era raro que pensara que sus alumnos eran unos alelados vestidos de niña o de vagabundo, generaciones malsanas que sólo un milagro podría arreglar. Volvió a salir, decía. Y ya no eran cuatro los alumnos del corredor. Eran cuarenta.

Fue al bar y, bastante indignado por su ya casi cancelada clase magistral, pidió un café con leche. "Amb llet natural, curt de café", dijo a la camarera. Mientras lo esperaba, observó que en el bar nadie hablaba. Estaba repleto y en un silencio sólo roto por el ruido de la cafetera y el del repicar de sus dedos con la barra. Y todos leían.

AL paseó toda la mañana. Todas y cada una de las aulas estuvieron vacías hasta pasado el mediodía, cuando ya no cabía nadie más en pasadizos y aledaños de la facultad. Todo el mundo estaba leyendo algún libro.

En la puerta del bar, una chica rubia leía Ébano, de Kapuscinski. Al lado, recostada en la columna que hay en medio del pasillo, una estudiante con pantalones de pana beige buceaba en los Cien años de Soledad del Gabo. A García Márquez también lo leía un alumno gordo, mayor de lo habitual: era Relato de un náufrago. El mar y la reflexión estaban muy presentes en las escaleras, donde una chica releía, viva, con una mirada atenta y despierta, una obra viva también. Las olas, de Woolf; y un chaval de primero de periodismo movía los pies lentamente a un lado y a otro inmerso en el mundo Hemingway, en El viejo y el mar.

Lejos del bar, en la puerta cercana a la biblioteca, unos ojos rebeldes fumaban y leían a Proust, en busca del tiempo perdido. Sentado en el camino asfaltado, con las piernas dormidas, un obseso de la lectura disfrutaba con Madame Bovary, de Flaubert. Más nervioso, un joven con poco pelo devoraba una de las aventuras de Pepe Carvalho, tan amablemente creadas por el genio Vázquez Montalbán. Cerca, un discípulo en la distancia del bigotudo del Raval como el mexicano Juan Villoro daba alas a un neonato periodista con vocación de escritor con El testigo.

En el chalet coincidían lectores de Rayuela y el Libro de Manuel, de Cortázar; con pensativos alumnos perdidos en las Ficciones de Borges y El Sueño de los héroes de Bioy Casares. Incluso había estudiantes religiosos leyendo la Bíblia y el Corán, y aficionados al mundo clásico abstraídos en Las Argonáuticas.

La cantidad de libros que vio abiertos AL le abrumó. En el césped, Especes d'espaces de Perec, las Cartas a un joven periodista de Cebrián, la Lolita de Nabokov, los Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce de Bolaño...

El paisaje se le antojaba una distopía. Lo pensó cuando vio 1984 de Orwell en manos de un chaval de barba de chivo y camiseta de El último ke zierre. Lo confirmó al localizar Mañana en la batalla piensa en mí, de Marías. No quiso mirar más títulos de libros.

Tras unas horas, decidió irse. Aquello era la conjura de los necios. Los estudiantes, suspendidos o no, se fueron retirando a su casa, contándose la maravilla que acababan de leer. Aun sin Políticas de comunicación, Estructura de la Comunicación de masas ni Economía de España y Cataluña, el día había sido provechoso. Como nunca.


Tau de rec, en la UAB, pensando en qué pensaban los que decidieron que la literatura no sirve a los futuros comunicadores.

4 abr 2010

Mi dietario irregular (XXVII): El sueño

Me desperté y ocurrieron cosas muy hermosas. Ella estaba ahí, y me había despertado tal y como lo desearía cualquiera. Pasaba la mano por mi pecho, pero me despertó con la mirada. Como ya he dicho, aquella mañana estuvo llena de cuerpos celestes y de tés con leche. En algún momento creí hablar con ella sobre lo que habíamos soñado. Ella, que era el equilibrio de la pasión y la consciencia a mis ojos, había estado más acertada, soñando con Leonor Watling y su contenida sonrisa. Yo, que no suelo escuchar bien a nadie, tengo una imagen vaga de lo que dije. Y es que soy tan egoísta que ni me escucho a mí mismo. Me recuerdo visto en plano cenital, sentado a la mesa, escurriéndome con un "he soñado algo medio extraño". No di detalles, pero no suelo mentir. No sé.

Efectivamente, había soñado algo ambiguo, lúgubre y, sin embargo, más albarizo que crepuscular. Estaba acompañado. Como tres aspas, mirábamos sentados en unas sillas de camping a un mismo centro Julio Cortázar, el diablo, que era Georges Perèc, y yo. Había llegado la hora. En el sueño, yo tenía 27 años y Perèc se había tomado la libertad de ajustar cuentas. Como muestra de buena fe, me había reunido con el admirado escritor en el primer lustro que debía pasar allí. El lugar era infinito, absolutamente yermo, con ese suelo agrietado que a mi, no sé si de manera acertada, se me antojaba una mezcla de un Dalí y un mundo apocalíptico de Cormac McCarthy. No sé dónde estaban el Sol y la Luna.

Cortázar, muy envejecido al principio, casi fetal, recuperaba su presencia cada vez que hablaba. Se erguía de repente. Empezó -y terminaría- llevando el peso de la conversación, en la que sólo participábamos dos. Perèc, seguramente por cuestiones relativas a mi subconsciente, era casi una fotografía: sólo ladeaba la cabeza de vez en cuando, y no parpadeaba en ningún instante esos ojos saltones ni perdía esa sonrisa de niño con la boca llena de caramelos o de saliva.

Cortázar me atacó. En la segunda o tercera palabra ya había pronunciado esa erre más afrancesada que huérfana de un logopeda oportuno. En la octava, ya me había calificado como un "horrible lector de Rayuela". -¡La puta que lo parió!- pensé o dije, era un sueño. Enseguida se dio cuenta, o quizás me escuchó, y se volvió paternal por un instante. Que no me hundiera, que fuera paciente. Que le dejara acabar la frase, que iba a decir que, sin embargo, mi corta vida había sido una buena Rayuela. Entretanto, Perèc ejercía de Baphomet extraviado pellizcándose la barba de chivo y observándonos por unos prismáticos puestos del revés. Estaba a medio metro.

Cortázar prosiguió su explicación cada vez más animado, y me empezó a hablar con un tono más propio de un amigo de esos que se ven cada tanto. En su paso de la cautela a la confianza, argumentó que yo había atravesado casi a diario esa barrera que separaba la realidad establecida con aquella que él proponía en el que fue mi libro de cabecera durante los últimos siete años de mi existencia. Yo me puse a rascarle la mano no sé por qué fuerzas llevado, y él calló y cerró aquella gran plataforma sobre mí, arrastrando conmigo mi silla hasta quedarme a centímetros de su cara, también gigante. Perèc era casi una cabra, pero parecía saber todos los chistes y todos los asuntos serios del mundo.

Cortázar me dijo -Mira, como en el capítulo siete. ¿Viste qué mentira lo del capítulo siete? Les conté que era mi favorito, y bueno... ¡no!-. Le pregunté que a qué venía eso, y me dijo -Y viste, estoy cerca, soy un cíclope, como en el capítulo siete ellos dos-, y lo abofeteé con rabia, porque no era Cortázar, porque Cortázar había perdido el "Viste" en París, o quizás nunca lo había tenido. Perèc puso paz enseguida, porque Cortázar me iba a aplastar con algún gran adjetivo de madera o de titanio. Luego hablamos sobre el sentido de mi vida, sobre aquellos momentos que la marcaron: la paliza en el campo, aquella mañana en Buenos Aires, en la que una abeja había entrado por ninguna parte a mi pieza, y cómo diluvió luego, y cómo murió ella luego, y luego yo... y no tenía más. Sólo eran dos momentos. Seguimos hablando y me habló de aquellos peces de su cuento, los axolotl, de vivir en una pecera.

Cortázar ya no me hablaba como un amigo. Parecía más bien un dios, y le pregunté si los dioses eran ateos. Dijo que eran narcisistas. Perèc ahora llevaba aquel abrigo de vagabundo que yo tenía todavía en un armario y le pregunté cómo había muerto. Claro que no respondió, y fue Cortázar el que siguió la charla. Me confesó que él también era de Traveler y entre las mujeres, tanto de la Maga como de Talita. Que en unos cinco años yo las podría ver. Traté de tomar las riendas de aquella batalla del verbo por un segundo, obviando sus protagonistas que somos todos y preguntándole por su sentimiento hacia Argentina, pero enseguida terminamos hablando de las inútiles patrias, y él explicando y yo asintiendo. Y él ya narrándome sus experiencias en muchos países y yo pensando y asintiendo. Me sugirió que volviera a Buenos Aires, y a recorrer. Que me enamorara de América Latina para toda la vida.

Cortázar se rió a carcajadas cuando me vio afectado por su consejo. Antes de que él riera, le hice la ingenua pregunta de cómo lo iba a hacer, si yo ya estaba muerto. Cortázar, ese tótem tan humano y profundo, tan entrañable y poco altivo, uno de los pocos feos de verdad, unicejos, que se tornaban lindos al jugar con las palabras, era casi un demonio más. Recordé que al llegar allí, había encontrado el lugar y la compañía muy agradables. Incluso había pensado que estaba en el Zabala y que en breves me traían un café con leche en un bol, y también un plato con tres medialunas. Pero no era así. Aquello era el infierno y Perèc zumbaba como una abeja.

Cortázar ya no estaba. Desperté en un piso once o en un segundo. Creí que zumbaba una abeja y que estaba por llover, y el hecho de estar despierto pero no poder abrir los ojos me enervó. Pudiera ser que hubiera vuelto atrás en el tiempo, que estuviera en aquel noviembre, con aquel insecto dulce y amenazador dándose golpes contra la ventana cerrada. O que siguiera dormido, soñando. O peor, que hubiera estado soñando desde aquel noviembre. Pero su mirada me tocó el pecho y abrí los ojos. Mientras le daba los buenos días, pensé que aquel día podría marcar mi vida, y que quedaban muchas conversaciones y que la Rayuela no estaba todavía pintada. Y que Cortázar, Perèc y todos aquellos dioses podían esperar todavía unos lustros más.

Tau de rec, despierto en horas de sueño, por los mares del sur.


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