"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

21 jul 2010

Mi dietario irregular (XXXIV): La batalla de Sigur Rós


Sucedió todo con la heroicidad que necesita el primer recado de la vida: el reto de comprar el periódico al padre, las cuentas para pagar bien el pan. El sentimiento de algo distinto vivía en todos nosotros aquella tarde de hojas secas. Un par de días atrás, los otros nos habían llamado cobardes, y esa tarde -ésa, no tan lejana- íbamos a demostrar que no lo éramos.

La luz en la mirada de Arne era contagiosa. Él era nuestro líder, el más decidido e inconsciente. Iba abrigado como todos, y había conseguido un único petardo que debíamos usar con precisión. Había que tirarlo al jardín de uno de nuestros enemigos, para asustarlo y que no viniera a la batalla. Peadar, el más alto de los cinco, había robado la caja de cerillas de su casa. Estaba nervioso porque sabía que si tardaba unas horas en devolverla, alguien se daría cuenta. Pero al fin y al cabo, podía resultar evidente que algo había pasado si la guerra nos dejaba secuelas físicas.

En el grupo también había dos chicas, quizás más valientes si las comparamos con nosotros. Una de ellas pintó las señales que confirmaban nuestra presencia en la contienda que comenzaría en unos minutos. Eran cinco pájaros negros, cinco palomas, creí apreciar yo, que Dóra había dibujado en la pared del jardín de Bjorn, el jefe del bando de los malos. Había comprado pintura negra y un gran cartón con cinco coronas que le dio su abuela "por haberse portado bien". Dóra era muy inteligente, y ya había preparado los moldes del dibujo en el cartón. Nos dijo que consiguió las tijeras para cortar el cartón con la excusa de hacer un trabajo para la escuela. Me parece que Dóra le gusta a Arne, y no me extraña nada: es una niña especial, me podría pasar toda la tarde a su lado en el parque.

La quinta del grupo es Aaldis. Esa tarde sería útil, era la más movida. A mí a veces me ponía nervioso, porque no paraba de correr, de hablar, de escribir en sus papelitos y de enseñártelos, arrugados, llenos de garabatos que a la postre resultaban los planes maestros de nuestros operativos. Ella fue quién planeó lo del petardo, que, por cierto, funcionó a la perfección. ¡El susto que le dimos a André! También de su cabeza salió la idea de llamar a los timbres, pero no nos atrevíamos a llevar a cabo esa parte de la misión, así que lo hizo ella.

Pasamos mucha tensión en esos minutos previos a la batalla. Primero, mientras esperábamos a que Aaldis tocara el timbre de casa de Hinge. Yo sólo podía pensar en lo peor: que sacara la cabeza por la ventana de abajo y nos viera, que Aaldis se tropezara al bajar las escaleras... Pero bueno, ese algo positivo en el estómago también lo tenía y, aunque nerviosa, en mi cara estaba dibujada la quinta sonrisa del grupo.

Lo de luego fue incluso más peligroso. Entramos a Kjotborg, el colmado de un amigo de casi todos nuestros padres, y le robamos unas frutas mientras Dóra y Aaldis lo entretenían con canciones que les habían enseñado sus abuelas. En realidad, el que cogió las frutas fue Peadar, el más frío para esas cosas. Luego fuimos a un recinto abandonado para concentrarnos antes de la pelea. Nos sentamos en el césped, y Peadar fue el primero en comerse la pieza que le pertenecía mientras yo preparaba las dos espadas que había construido y Aaldis corría en círculos, inútilmente, para escaparse de los nervios. Yo creo que las pocas veces que los dejaba atrás, se los encontraba de bruces al completar al círculo. También me pareció ver a Arne y a Dóra dándose un beso, que podría haber sido el primero. Claro que sentí cierta envidia, pero aquel no era tiempo de discusiones ni de luchar por una mujer. Éramos un equipo, íbamos en una dirección, teníamos un rival.

Lo mío, además del armamento, es la estrategia. Estoy tan orgulloso de lo que se me ocurrió aquel día. Había planeado las indumentarias de todos, que debían impresionar al resto: parecíamos cebollas, ataviados con varias capas de ropa. Pero eso también nos hacía aparentar seguros, grandes y más fuertes de lo que éramos. Yo añadí el factor de la agresividad, con un parche que llevaba desde un par de días antes para acostumbrarme a ver con un solo ojo. Creo que perdía bastante movilidad con él, pero los enemigos se lo pensarían dos veces antes de atacarme. Además de eso, yo portaba una de las espadas que fabriqué, y también me hice un casco con un trozo de cinta de goma y un escurridor de metal. A Peadar le di un viejo arco que tenía por casa, y la otra de las espadas que forjé la blandió Arne, que también llevaba una tapa de cubo de basura de aluminio para protegerse. Aaldis se bastaba con la velocidad de sus pies, y con Dóra pensamos que un cubo lleno de agua podría anular las defensas de los enemigos y abrirnos paso a la victoria.

Mi gran aportación a los preparativos, sin embargo, se llevaba a cabo en el minuto anterior a la pelea. Fueron unos segundos mágicos: el camino hacia el escenario de la batalla estaba muy encharcado porque había llovido los cinco días anteriores, así que decidimos utilizar el agua como medida disuasoria. Una vez me contaron la historia de un tamborilero que usaba el eco de las montañas para asustar a los invasores, eso me inspiró. Todos llevábamos botas para saltar sobre cada uno de los charcos: el ruido, si lo acompasábamos bien, sería contundente y a los enemigos les parecería que éramos veinte en lugar de cinco. Nos ayudamos con un grito de guerra. Gritábamos a la vez y en cadencia progresiva una palabra inventada que dividíamos en sílabas.

¡Hop!, ¡Pi!, ¡Pol!, ¡La!

¡Hop!, ¡Pi!, ¡Pol!, ¡La!

¡Hop!, ¡Pi!, ¡Pol!, ¡La!


El resultado fue atronador. Si no habían pensado que éramos un par de docenas, al menos nuestros enemigos habrían imaginado unos rivales aguerridos y convencidos de su victoria.

Terminó el camino de los charcos y llegamos al cementerio. Siempre me pareció un lugar bonito, con esos árboles otoñales durante todo el año, con esos miles de hojas en el suelo y con ese olor a barro. Allí descansaba mi abuelo, que siempre me contaba aventuras de la travesía en barco que hizo de joven. Nunca sería él, que había surcado los siete mares sin ninguno de los miedos que conoce el hombre. Pero ese día me vería de cerca, observaría con orgullo como afrontaba con valentía la primera gran batalla de mi vida.

Abrieron la veda ellos, desde lejos. El pedazo de hielo atravesó el espacio que había entre las trincheras del grupo de Bjorn y nuestra posición, en pleno campo de batalla. Enseguida imitamos a Arne, que ordenó fuego a discreción tras soltar la primera bola de barro y raíces de árbol. Las ganas que teníamos todos de dar en el blanco decían mucho de nosotros, pero también de ellos. Aquella batalla era una de esas a las que se va no sólo a defender el honor, o dignidad, o amor propio. Era una guerra que se iba a zanjar, que debía ganarse costara lo que costara.

Los enemigos eran cinco. Lo supimos cuando dejaron las trincheras y pasamos al combate cuerpo a cuerpo. También tenían dos o incluso tres espadas, pero sólo temíamos a Bjorn, más grande que ninguno y que había tenido una ocurrencia similar a la mía: si yo iba de temible pirata, él era algo así como el capitán del Pequod, aquel Ahab con el que yo siempre había soñado ser, pese a mi simpatía por aquella ballena tan grande como el mismo mar, que nadie podría controlar nunca.

El éxtasis en la batalla era algo más desconocido para nosotros que para ellos, que se movían como pez en el agua en las escaramuzas. Aunque algo era seguro: nunca se habían enfrentado con un ejército en igualdad de condiciones, con los mismos efectivos y las mismas armas. Y sobre todo, con idénticas ganas de vencer e iguales y exiguos miedos. Pero sí, admitámoslo: nosotros cinco -quizás el frío Peadar algo menos- respirábamos profundo pero rápido, con las narices abiertas, con los pómulos alzados, con los ojos apretados, con los labios forcejeando entre ellos. Por no pensar en perder, no pensábamos.

Y tras muchos espadazos, agarrones y trozos de tierra en los brazos y en la boca, ocurrió. Bjorn se deshizo por un momento de los agarrones de Arne, y a poco que tuvo las manos libres, dirigió toda su fuerza hacia la derecha. Como un fuerte soplo de viento, le dio a Arne en la nariz, y el golpe desequilibró a nuestro líder, que cayó en el barro que seguía a una de las lápidas más antiguas. Al girarse y volver la mirada hacia Bjorn, todo se paralizó. Mi espada, la de mi gordo rival, los gritos del altísimo jefe enemigo, nuestro entrecortado himno -que nos hacía más fuertes si duraba mientras peleábamos-, la mirada ya no tan helada de Peadar. Todo se fue, incluido el deseo de vencer. Nuestro Arne estaba en el suelo, pero los dos bandos estábamos asustados: todo se había ido y sólo el miedo a la culpa, sólo la razón y la realidad habían hecho el camino inverso, apareciendo en el campo de batalla. Arne sangraba por la nariz. Se había hecho daño.

El ominoso Bjorn también se asustó, quizás fue el que más. Y empezó a correr hacia su casa, junto a su ejército. Nos miramos los cinco. O mejor dicho, los cuatro miramos a Arne, y pronto volvimos a gozar de su sonrisa. Llegaba la euforia, el premio, la redención. Arne se levantó y empezamos a gritar nuestra victoria, y a saltar. ¡Hop!, ¡Pi!, ¡Pol!, ¡La!

Habíamos ganado no por KO, sino por ausencia de miedo. Ahora ya éramos valientes, y él lo había visto. Volvimos saltando los charcos, con una alegría inigualable. Ahora mi abuelo se sentiría tan orgulloso de mí como yo siempre lo estuve de él.

Tau de Rec, salta charcos.


Sigur Rós - Hoppípolla from Sigur Rós on Vimeo.

14 jul 2010

Mi dietario irregular (XXXIII): Vacaciones en Shangri-La


Escribo desde una habitación de hotel bastante sencilla: paredes azules, un ventanal grande más por alto que por ancho, un armario de carísima madera de boj y un colchón áspero y demasiado blando. Incluye un par mantas y una toalla, todo naranja. Este mes estoy de vacaciones bien lejos. Relajo mi mente en Shangri-La, no había dinero para más.

Shangri-La es tal y como la describía James Hilton en su Horizontes perdidos. Con ese aire crepuscular a todas horas, hace más rosadas las caras y más confortable la visión de las sonrisas ajenas. Las calles, de adoquín y mala hierba, están tan cerca de las nubes que el recepcionista jura haber visto a un gigante barbudo haberlas tocado de un salto. "Brincó a la pata coja", me comenta una vez tras otra, entusiasmado. Los edificios son de pueblo, con ventanas con rejas anchas y porticones de madera roída. Las campanas suenan bien y el clima, aunque siempre bien soleado, es más bien fresco, e incluye un rocío mañanero más que agradable. Por la calle, los tibetanos me han comentado que a poco más de medio día de camino se halla el infierno, pero que si quiero ir me tengo que abrigar. No lo recomiendan, en cualquier caso: este pequeño pueblo reconforta, es ciertamente un paraíso en las alturas del Himalaya.

En el hotel esperaba encontrarme con Joaquín Sabina y su enemigo íntimo Fito Páez, pero nada de nada. Sólo encontré un anciano parecido al primero en la barra de la cafetería del hotel, y también un graffiti en la calle de atrás de la frutería con la frase a medias Si volvieran los dragones. A cambio -me gusta suponer-, he topado con varios músicos, a veces arremolinados en el pub de Shangri-La para escucharse los unos a los otros por turnos, a veces repartidos en las esquinas de la parte más añeja del pueblo, haciendo versiones los unos de los otros.

Al principio no me di cuenta, porque vi a Andrés Calamaro interpretando Helter Skelter, cosa que me pareció normal. Tampoco fue extraño encontrarme a los Beatles al lado del cine en plena versión de Maggie's Farm, pero sí me alertó, y mucho, escuchar la voz de Mick Jagger de fondo... ¡cantando el Strange Fruit de Billie Holiday! A partir de entonces he asistido a breves recitales de esquina de todo tipo: Bunbury y el Mack the Knife de Armstrong, Armstrong y el Born to Run de Springsteen, en incluso al Boss cantando el Aquellas pequeñas cosas de Serrat a golpe de guitarra y con un acento perfeccionado hasta el límite de lo aprehendible.

Los músicos no son mayoría, aunque hasta ahora mi relato así lo refleje. No habrá más de dos docenas, quizás ni eso. Aquí lo que reina son los escritores: hay tantos como habitaciones tiene el hotel, que ocupa una manzana y tiene tres pisos. He podido entablar conversación con muchos de ellos, y me he encontrado menos soberbia de la que suponía en esta especie. Mi vecino de la puerta de enfrente es Jacinto Antón, un loco de todo lo que huela a aventura y a viajes. Me cuenta que no tiene un clavo -es periodista-, y que suele acercarse aquí en moto o en zeppelin, según la temporada. Sus historias son entretenidas, mucho. Y variadas. Un día te sale con Thor Heyerdahl, el moderno vikingo que cruzó el pacífico en una balsa de madera, la Kon-Tiki, y al siguiente te recita un poema de Ruyard Kipling y te lo relaciona con el Sudán de Las cuatro Plumas. Es divertido y agradable, y terriblemente apasionado. Lo único que le falta es mala leche.

De eso tiene mucho Fedor Dostoievski. A parte de escucharlo pisar el suelo con rabia y golpear el armario de su habitación -contigua a la mía-, he hablado con él varias veces en el pub. Mientras él se emborracha y yo también, siempre se queja de su penosa existencia, de los problemas que tiene. Dice estar en un mal momento: su mujer o su amante o algo así ha muerto o lo ha abandonado. No suele hablar del todo claro, pero eso me ha dado a entender. El otro día, mientras bebíamos junto a Tom Waits, nos contaba que ha empezado a reescribir Crimen y Castigo, pero que por las tardes está plasmando una parte de su biografía en papel. "Tiene que estar para noviembre", nos dijo. Acto seguido, Waits subió al escenario para recitar A supermarket in California de Allen Ginsberg y reproducir el Last days of the suicide kid de Bukowsky, e imitar finalmente el The train de Lord Buckley. Esta última parte de la actuación me enervó, y parece que a Fedor también: se trasladó al casino. Dostoievski es adicto al juego, y cada noche visita al azar para arruinarse más. Nuestros desanimados diálogos siempre terminan con un "me largo a Ruletenburgo" del ruso.

Pero con quien más hablo es con Josep Pla. Me parece un tipo íntegro, quizás demasiado inteligente en algunas ocasiones. Su clarividencia lo sitúa muchas veces por encima del resto, pero él está convencido de que es como todos, y tiene que aparentar. A veces quedamos para pasear, y es increíble la capacidad que llega a tener este hombre para fijarse en las conductas y convertirlas en sistema y aplicarles sus argumentos. Con los detalles, lo mismo: si lo cotidiano tuviera propietario, sería él. Fue Pla quien me advirtió de que Dylan siempre estaba dando tumbos o en el pub, en la mesa de Faulkner y Hemingway y Joyce, y no al lado del escenario con los músicos. Pero la cosa no queda ahí: fue él también quien se dio cuenta de que Faulkner era extrañamente escueto y bebía como una lima, mientras Hemingway se alargaba en sus intervenciones y mostraba una sobriedad nerviosa. Pla me puso al día sobre las paradojas de la vida y me animó a enriquecer mi pensamiento pensando en catalán. "Ja saps, el pensament anglès és el que és, així com el castellà són figues d'un altre paner: amb el català tres quarts del mateix", comentaba. Pla es quizás el más autocrítico de todos, "i per tant el més egoista", como siempre recuerda él. También es melancólico, como los suramericanos, sólo que él extraña el mar y ellos, la patria.

Me corrijo. Los suramericanos -cuento también a los mexicanos, aunque no lo sean- y Pla echan de menos lo mismo. Sus patrias, las emocionales. Lo aclaro ahora porque recuerdo uno de esos tan anárquicos coloquios que presiden Borges y Cortázar. Aquella tarde, en el borde de una carretera, estaban todos sentados mirando hacia la ladera, y conversaban mirando al horizonte. Que presidían Borges y Cortázar lo digo porque intervenían más y mejor que nadie. También estaban los altivos Bolaño y Piglia, y el más ensimismado Bioy Casares. Más a la suya, pero entre los dos, estaban García Márquez y Vargas Llosa. A la izquierda del todo, Arlt, Forn y Fresán intervenían con cierta cadencia, junto al invitado de lujo, un muy ágil Enrique Vila-Matas, que fue precisamente el que apuntilló el tema de las patrias.

Lo había sacado, cómo no, Cortázar, que habló de la distancia y de los globos verdes que vuelan en su imaginación para definir la patria. Pausado y poderoso, mentó lo subjetivo de su acotada descripción, y animó a Vila-Matas a completarla. Éste lo hizo con maestría, esto es, dejando huecos en su explicación pero haciendo énfasis en lo emocional de las patrias. Habló de las sensaciones que nos provocan, del importante papel que tienen los recuerdos en esta reacción, y clavó el final con los dos pies, con una metáfora divertida. "La magdalena del colega Proust", comentó burlón, bajando la voz y señalando hacia el hotel, "la magdalena es una patria".

Ahora que lo pienso, Cortázar tiene todo el aspecto que me describe el recepcionista sobre el hombre que toca las nubes a brincos. Altísimo, barbudo, conscientemente pueril...

Mi estancia en Shangri-La es de lo más agradable, como os iba contando. El otro día me lo pasé tremendamente en una terraza del pueblo. Mientras Gabinete Caligari tocaba una de Sisa, compartí mesa con Javier Reverte, Juan José Millás, Manolo Vázquez Montalbán y Jacinto Antón. Cuando mi vecino de habitación me dijo que vendrían sentí recelo, porque pensaba que iban a conducir el encuentro por derroteros distintos a los que Antón y yo seguimos, con lo bien que congeniamos. Pero nada de eso: Reverte y Millás no paraban de fumar porros, y fue curioso como el primero hacía bromas con su propio apellido al contarnos sus experiencias como reportero en zonas que estaban en guerra. Y Montalbán...¡cómo tragaba Montalbán!

El pub es un espectáculo cada noche. La mesa de los suramericanos es la que más gusto de escuchar. Me puedo pasar horas y horas, y no me cansaría nunca si no fuera por el humo que sale de sus cigarros liados. La de Faulkner, uno de mis favoritos por haberle robado el carácter a Hemingway, reconozco que es atractiva como pocas. Los invariables son ellos dos y Joyce, pero cuando se apuntan Proust, Salinger y Woolf la cosa se pone tan abierta y dinámica. Alguna noche ha llegado a haber una quincena de escritores alrededor de esa mesa, todos vociferando frases impolutas y construidas con precisión y minuciosidad. De Rulfo a la pareja García Márquez-Vargas Llosa, pasando por Juan Benet y Scott Fitzgerald, o por cuerpos extraños como Flaubert o Tolstoi, nadie deja pasar la ocasión de escuchar las discusiones sobre Por quién doblan las campanas, Ulysses o Los placeres y los días. Sobre En busca del tiempo perdido nunca discuten: se ha intentado un par de veces en lo que va de mes y Proust lo ha zanjado con más de media hora de monólogo sobre Combray, Swann u Odette. Una de las noches fue cómica: un cantautor de trabajada reputación confundió El viejo y el mar de Ernest con Las olas de Woolf. Virginia lo miró con una infinita paciencia en la mirada, y fue la única que no carcajeó. Esbozó una sonrisa tan inquietante como su novela, aquella que no volvería a confundir el artista.

El más guasón, con diferencia, es Cabrera Infante. Una tarde rojiza como cualquier otra, el cubano propuso a Leonard Cohen que cantara el Ojalá de Silvio Rodríguez, y acabamos los tres tomando unos Scotch Whiskies, anclados en la barra, pasadas las cinco de la madrugada, con el rojizo del alba. Cohen nos contaba una y otra vez cómo era Suzanne, y Cabrera Infante se descolgaba con un "se podría hacer una película de ella". Sus intentos por desviar el tema de conversación al cine siempre eran en balde, aunque un día le di un gustazo que ni se lo merecía:

Después de criticar un poco a Hemingway y su obsesión por las islas y los sanfermines, le hice creer que le llevaba a una sala para comentar su Tres Tristes Tigres. El cubano estaba muy asustado: su astucia siempre le hacía escapar de la crítica literaria, pero comentar su obra cumbre en una sala de un pueblo perdido en el Himalaya repleto de escritores y músicos -intuyo que temía más a los músicos, por la estridencia en la oratoria de algunos- podía resultar demasiado para su autoestima. Cuál fue su sorpresa cuando llegamos y aquello no era una sala de reuniones, sino una sala de proyecciones. Un cine.

Conseguí que asistieran el 90% de los huéspedes del hotel y todos los músicos menos uno o dos. Incluso vinieron Borges y Ray Charles. Todos juntos, asistimos a la proyección de la versión extendida de Amanece, que no es poco. El auditorio era una carcajada: hay que ver lo poco que les hace falta a los intelectuales para descojonarse. Sólo tienes que ponerle el chiste en un soporte del que tengan buen prejuicio, como los niños que sólo se comen la sopa si la pasta tiene forma de letras.

Al día siguiente, en los huertos de debajo de la carretera principal de Shangri-La empezaron a brotar hombres. La vista ahora es más espectacular si cabe: del paraíso terrenal, tan cercano al techo, al cielo, no sólo brotan plantas de colores y árboles de sequoia y boj, sino que ahora crecen hombres. Incluso me ha parecido ver uno semejante a mi, al que el Cigala y Drexler regaban con un Try Just a Little Bit Harder y Janis Joplin y Aretha Franklin animaban con un fandango.


NOTAS: Ayer pillé a Cortázar tocando las nubes, brincando a la pata coja. Gritaba "¡De la Tierra al Cielo!" como un infante. En el suelo, sólo él parecía ver una rayuela; en la pared que había tras él, sólo yo parecía ver el dibujo del Mándala.

Shangri-La me encanta, es el lugar perfecto a donde ir cuando llegan las vacaciones y no tienes un clavo para viajar.



Tau de Rec, del Galatea a Shangri-La.

3 jul 2010

Mitos (VII): La ley de la gravedad


El arquero ghanés, Kingston, pecó ayer de mal antropólogo. Enfrente tenía a Sebastián Abreu, un delantero espigado, de cuerpo rayado, pelos de loco y mirada de cuerdo. El duelo era a vida o muerte. Si el juguete Jabulani traspasaba la línea, Uruguay obraba el milagro. Si algo, incluidos Kingston o el propio Abreu, lo impedía, África hacía historia. La historia ya la conocen: Abreu, apodado El Loco, lanzó picando la punta de la bota ligeramente hacia el suelo. El liviano balón dibujó la parábola del que se siente pesado, directo al centro del arco. Kingston se ladeó y cayó sobre su costado derecho. El balón entraba, el truco funcionaba, Uruguay pasaba.

Digo que Kingston no hizo una buena lectura antropológica de la situación. Quizás, si hubiera podido ver por adelantado la celebración de Abreu, hubiera tenido más fácil adivinar la dirección del disparo. El Loco celebró su histórico tanto con una felicidad natural, casi rutinaria. No corrió demasiado -no lo hace ni para tirarse un desmarque-, pero no lo hizo porque a él le bastaba con llegar a la situación: sabía que la solventaría sin problemas. Sin embargo, la clave del festejo estuvo en su posición final: se quedó parado, de pie. Es curioso como los héroes necesitan experimentar la derrota tras cada victoria, y es curioso como suelen optar por dejarse vencer por una de las mayores fuerzas, la de la gravedad, tirándose al pasto. Pero Abreu, como los renegados, como Cantona, no se lanzó al suelo, ni se arrodilló. Estaba por encima del triunfo y de la derrota. Por eso tiró el penal como lo tiró.

Aún así, la lectura antropológica a la que me refiero no es esa, no hacían falta tantas facilidades. Kingston ya pudo ver bastante claro lo que había antes de que se cobrara el penal definitivo. Enfrente suyo, como decíamos, tenía un tipo al que llamaban El Loco. Su cuerpo tatuado dejaba ver a un hombre con credos, con fe, pero con las dudas justas y necesarias. Un hombre lleno de mensajes en el cuerpo es un hombre que necesita recordarlos, porque su valentía o su peligrosa temeridad hacen que los olvide. A todo ello hay que sumarle un componente de exhibicionismo que, dadas las circunstancias, augura siempre algo espectacular.

Su tamaño y la forma de usarlo es otro aspecto a considerar. Un hombre de 1,93 metros, que nunca pasa del trote al galope, es un hombre con cierta seguridad. No le hace falta desatar toda su potencia, incluso puede resultar contraproducente. En el cuerpo a cuerpo con los defensas, prefiere colocarse con tiempo y amagar hacia un lado para darse la vuelta hacia el otro, como el pívot que capta un rebote y liquida a su marca a la media vuelta. Nada de carreras, ni siquiera se excedió en los pasos que tomó para alejarse del balón y contemplar en el arco su futura obra con la mente. Sus brazos no mostraron tensión cuando se apoyaban en sus riñones, ni tampoco cuando se pellizcaba la nariz. Su cuerpo sabía lo que iba a pasar y cómo iba a hacer que ocurriera.

Y su cara. Ahí estaba todo. Unas facciones construidas a la manera de los halcones o las águilas hablaban por sí solas. La nariz era corta y contundente, y afilada. Las mandíbulas, apretadas y poligonales. Los dientes hasta le daban un aire endemoniado. La barba también era un dibujo expreso, como los de la piel, y recorría las aristas de su rostro con precisión de cirujano. Y los ojos eran colmillos. Fríos, eran los ejes de una cara quizás no de sicario, pero sí de gaucho, de lobo viejo y solitario. Su pelo azabache desafiaba a la Madre Tierra, alargándose y apuntando hacia ella pero nunca tocándola. Desde lo alto de su cabeza, todo desafiaba las leyes de la gravedad, no había motivo para que no hiciera lo mismo con el balón.

El portero africano también adoleció de falta de conocimientos históricos. Primero, antecedentes: No sabía que Antonin Panenka era un checo que se plantó delante del mítico arquero Maier, con la necesidad de anotar desde los once metros. Tenía barba, rasgos duros y una sola idea: hacer algo distinto. Marcó con esa ligera vaselina, dejando tirado a Maier, que también cayó hacia la derecha. Hoy es presidente de un equipo de nombre romántico, el Bohemians de Praga. Siempre estuvo loco.

Luego, conocimientos de épica y de lógica literaria: esto es, lo ilógico, el patetismo. El partido más emocionante, con esa parada del delantero Luís Suárez, con ese otro penal que su compañero Gyan mandó al larguero, ese fatídico último segundo. Con este quinto lanzamiento uruguayo que venía y que podía decidir. Con esos millones de africanos rezando por él, por un portero cuyo apellido seguramente derivaba de algo parecido a La Piedra del Rey, Kingston debía saber que todo se resolvería con algo histórico, no con algo normal. Debía haber hecho honor a su nombre, quedarse de piedra, haber sido el rey.

Más tarde, faltaron conocimientos de la historia personal de su rival: un tipo natural de Lavalleja, paraje uruguayo donde el ciudadano es férreo o férreo, porque sólo puede ser minero, agrícola terroso o un bala perdida. Un tipo que con 25 años había vivido, solo, aventuras en Argentina, México, España y Brasil; un tipo que sólo ha jugado como profesional en su país durante cinco de los dieciséis años de su carrera deportiva. Un jugador torpe con los pies y poco veloz que sobrevive y se alimenta del engaño, de la finta corporal que le permite zafarse de rivales, y de la estabilidad que le dan su alargado cuerpo y su mente hercúlea. Un tipo que iba a jugar a baloncesto pero en su primera pre-selección con la región fue expulsado por haberse corrido una juerga con un tal Víbora. Ese tipo que tenía delante le lanzaría el penal como Jason Kidd tira un tiro libre, suave y con un beso envenenado.

Finalmente, a Kingston le faltaron conocimientos de ciertas filosofías. Seguramente el ghanés era ajeno al taoísmo, que afirma que hay que respetar el equilibrio de la naturaleza y ensalza el valor de la no-acción. El hombre no debe buscar el éxito ni debe huir de la derrota, y sólo será noble y conseguirá una existencia plena cuando pare y no aspire a nada. Cuando decida no hacer, a quedarse inmóvil, el hombre comprenderá al hombre, al mundo, a la naturaleza, comprenderá que está por encima del bien y del mal. Proyectará lo que puede suceder en el vacío, en ese espacio donde deben suceder las cosas, y pasará a ocupar ese espacio. Si no es así, el hombre fallará sin remedio, y sólo en ocasiones en que el azar tenga más fuerza, obtendrá terrenales y excepcionales éxitos. Sin embargo, por lo general, será tumbado por la fuerza de la naturaleza, que lo arrastrará al suelo como hace con las piedras o con el oxígeno. Si Kingston hubiera sido taoísta, seguramente hubiera estado en medio de esa portería para cortar la trayectoria de un balón que se acercaba al suelo. Dudo que Abreu sea taoísta, pero es evidente que algo se nos escapa para comprender su conducta. Todos los locos tienen secretos.

Kingston no miró al hombre, no vio el entorno ni vio el contexto. Sólo vio el Jabulani y una escena en su cabeza. Posiblemente intentó pensar en él, con sus guantes en alto, habiendo parado el balón. Como el héroe. Aunque lo más probable es que no supiera usar el miedo que sentía al fracaso. No se paró a pensar que la cosa no iba de ganar o perder, sino de entender a otro hombre y responderle a tiempo, sin caer a La Tierra. Era un juego de locos, y quizás lo tenía que ganar el loco.



Tau de rec, dudando sobre cómo calificar este Mundial.

30 jun 2010

Mitos (VI): El romántico francés


Francia ha tenido un problema en este Mundial: faltaba el romántico.

Bajo la dirección de un entrenador disparatado, del que se dice que nombraba a sus tripulantes según lo que veía en el firmamento, el navío galo naufragó hace unos días con más vergüenza que remisión. Les Enfants de la Patrie formaban una escuadra desequilibrada con jóvenes valores de la aristocracia, como Gourcuff o Lloris; veloces bajeles aguerridos como Ribéry o Evra y corsarios viejos y acatarrados, como Anelka, Henry o Gallas. Los bleus eran variopintos, pero esta vez faltaba un puesto que no debe quedar vacío en ningún equipo, menos todavía para la tierra de Victor Hugo o Alexandre Dumas. No estaba la única figura que, históricamente, ha podido elevar a Francia por encima de ese asunto de estado que suponen el triunfo y la derrota futbolística. El romántico.

Cabe decir que el fútbol francés reciente estaba mal acostumbrado con los románticos. Cualquier espectador joven podrá recordar:

-A Zidane, el mago de origen argelino que hizo campeona a la Francia del mestizaje con dos goles de cabeza, cuando resultaba ser un artista con los pies. Un tipo que dejó el fútbol con un penal parabólico, mucho sudor y defendiendo a su hermana, también de cabeza. Por supuesto, se retiró con una derrota;

-A Petit, el convocado número 23 de la Francia campeona, un aficionado a los psicotrópicos que ganó el premio del Juego Limpio y del Juego Eterno en el único Mundial que venció la France. Su autobiografía (o sea, él) lo retiró;

-A Thuram, un gigante nacido en Guadalupe y criado en las banlieues, aficionado a la lectura y a la filosofía. No había marcado un gol en su vida hasta que decidió soltar dos zapatazos en unas semifinales que pintaban a derrota de los franceses en su propio terreno. La gente coreaba "Thuram presidente" en las pantallas gigantes colocadas en los Champs Élysées. Una década más tarde, ese central negro de dos metros se retiraba por una malformación en su corazón de unos centímetros. Estuvo vinculado a la política, pero 'su' candidata, Ségolène Royal, cayó en las elecciones a manos de un depredador del área como Sarkozy;

-A Pires, el último mosquetero discutido con el hasta hoy seleccionador Raymond Domenech. Triunfó en la tierra de los odiados ingleses, hasta que llegó a la cima: una final de la Champions, en la que fue sustituido a los veinte minutos por errores ajenos. Optó por un retiro digno en un pueblo de 48.000 habitantes;

-A David Ginola, el predecesor de Pires, también mosquetero, que conquistó a los británicos con su fútbol de guante blanco y su pelo Pantene. Suyo fue el centro con el que, en el minuto 92, Francia perdía la posesión del balón ante Bulgaria. Si nadie marcaba, los galos accedían al Mundial 94, así que nadie se presentó a rematar al área. Suya fue la mirada que observó la recuperación de los búlgaros, su contraataque y el crudo gol de Kostadinov. Nunca volvió a jugar con la selección;

-Incluso a Laurent Blanc, ese central distinguido que acabó brillando en clubes como Barcelona, Inter de Milán o Manchester, y antes no había logrado parar a Kostadinov en la fatídica contra. Todavía unos años antes, llegó al Nápoles sólo cuatro meses después de que Maradona hubiera dado positivo por cocaína por primera vez. Se fue unos días antes de que la sanción del diez expirara. Ya en el glorioso 98, se redimió anotando el gol que valía la vida del país en 'su' torneo. Él, que era educado y nunca habría cogido un fusil, disparó al corazón del arquero más soberbio -en todos los sentidos- que ha pasado por un Mundial, el paraguayo Chilavert. En semifinales vió la roja, y no jugó la final que le coronó.

Pero Francia, créanlo, ha dado varias figuras todavía más románticas que esas. Destacan dos: Michel Platini y Eric Cantona.

El primero es hoy presidente de la UEFA, y tiene más enemigos que nunca. Y se muestra sosegado como siempre. Fue, quizás, el centrocampista más exquisito que haya pisado un terreno de juego, capaz de bajar a recibir el balón a su propio campo, distribuir al toque, conducir, regatear rivales a pares, crear líneas de último pase y buscar la escuadra unas cinco veces por partido. Un revolucionario primero en el Nancy, aplastando a adversarios con presupuestos diez veces mayores; en el Saint Etienne, después, mostrándole a Francia que podía mandar; y en la Juventus, impartiendo clases de esgrima en una liga de tuercebotas, de la que llegó a ser Capocanonniere jugando a veinticinco metros del arco rival. Como dirigente, llegó amenazando a los popes.

Porque, que nadie se engañe, los popes del fútbol hoy son los titanes financieros. Ellos son sus enemigos: tanto las declaraciones de intenciones como las decisiones finales del francés rondan y favorecen al concepto del detalle, de lo pequeño. Nuevas fórmulas en las grandes competiciones, eximir de tarjetas a los jugadores en las rondas finales, etc. Todo ello son cambios de forma, pero no de fondo: como si fuera un entrenador, Platini quiere ver circular el balón. Y, por eso, nunca se calla. Habla de sus favoritos, de los que no le gustan, e interviene si hace falta. Para esta Copa del Mundo, ya afirmó que Francia no le gustaba, que no iba a ganar. Los franceses se le echaron encima. Seguro que alguien se rió de él cuando lo dijo.

Ya se le rieron allá por 1992, cuando trató de convencer a un fornido y rebeldísimo jugador de 26 años de que no se retirara. A aquel jugador lo sancionó por un mes el Comité de Competición francés por lanzar un balón a un árbitro e insultar al público. El jugador reaccionó llamando idiotas a los miembros del Comité, y le cayó otro mes. Y el jugador anunció que se retiraba: leer a Baudelaire era más interesante, y en el mundo del fútbol nadie le había puesto buena cara al saber que era mestizo, inmigrante, hijo de madre catalana y padre de Cerdeña. El futbolista se llamaba Eric Cantona, eterna promesa francesa que se hundía. No creyeron en él ni Guy Roux, ni Henry Michel, ni el mismísimo Franz Beckenbauer.

Pero Michel Platini sí lo hizo.

Para Platini -como para Maradona, el gran romántico del fútbol-, tirar dos caños y romperle la cintura a un rival puede arreglar un cero a cero. Y Cantona sabía hacerlo. Así, Platini -tampoco de origen francés, sino italiano- que en aquel momento era el seleccionador del combinado nacional, convenció a Cantona de que despreciara a su falsa patria y probara suerte en ese territorio hostil al que llamaban 'la cuna del fútbol'. Le apoyó Gerard Houllier, ese profesor de lengua que acabaría llevando a la gloria al romántico Liverpool.

Cantona fue valiente. Probó suerte, ganó ligas, firmó goles antológicos, encaramó al Leeds, llevó la banda de capitán del Manchester, fue el primer heredero digno del 7 de George Best, aprendió inglés a trompicones, propinó insultos a árbitros y patadas a aficionados, pasó por la cárcel y se ganó el sobrenombre de The King.

A los 31 años, cuando todavía se iba por velocidad de prodigios como McManaman y dajaba sentados a valladares como Tony Adams, decidió que se había cansado de competir. Que ya bastaba de fútbol, de vencer y caer derrotado. Se había cansado de jugar.

Ya retirado, combinó su vocación de actor -apareció en Elisabeth, casi a modo de parodia, como embajador francés- con la del juego del balón. Lo hizo con barba y pelo largo, como un náufrago, y como capitán de una banda de canallas que se exhibían en los torneos playeros de verano. En ambos ámbitos, de manera real o figurada, reeditó sus hazañas dignas del arte y del kick boxing.

Platini y Cantona confirmaron la excepción del triunfo y, evidentemente, saborearon el fracaso. El uno, ganó tres Balones de Oro y la Eurocopa del 88, pero se quedó a las puertas del cielo en los Mundiales, casi siempre con un brazalete de revolucionario capitán en su brazo. El segundo fue coherentemente apátrida, como el mejor gitano, y sólo representó a Francia a las órdenes de Platini, en el 92. En el 94 ya era su gran capitán, pero Aime Jacquet decidió que un hombre que celebra los goles desafiando al mundo y que patea la cara a los aficionados de primera fila no podía guiar en un Mundial a la impoluta Francia. Cantona no estuvo en el 94. Francia tampoco.

De todos es sabido que Cantona llegaba de sobras al Mundial de Francia 98. Aime Jacquet, todavía seleccionador, también lo sabía. Incluso el propio Cantona lo sabía. Jacquet no tuvo problemas: su capitán sería el disciplinado Deschamps y sus puntas, unos mediocres Dugarry, Guivarc'h o Oùedec.

Francia ganó, pero no llegó a tiempo para Cantona, que se había cansado de esperar.

En este Mundial, Francia fue mediocre. Los candidatos al romanticismo, el abominable Ribery y el imberbe Gourcuff, lo intentaron, pero no estuvieron a la altura. El primero asomó contra México con un par de desbordes. El segundo estuvo sólo desde el vamos y se arrancó con una falta quilométrica y con un disparo lejano en el primer partido contra Uruguay, pero basta. Luego, ambos se resignaron a soportar la vergüenza y a esperar a que Sarkozy fulminara a Domenech. Y a rezar por que llegara un entrenador romántico.

Ya en el último partido, el juego fue un funeral. El espectáculo estaba en las alturas.

Zidane, en la grada, se sonrojaba.

Petit difamaba por televisión.

Thuram, en la grada, parecía esperárselo.

Pirés y Ginola hacían vida tranquila. En la distancia, aleccionados.

Blanc, en la grada, se postulaba para suceder a Domenech.

Platini ponía una romántica cara de póker. Caño a Francia.

Y Cantona, no se sabe. Uno se lo imagina con un puro, Rousseau, Godard y algún miembro de los Gipsy Kings, tratando de desviar el tema de la conversación lejos del dichoso fútbol.


Tau de Rec, admirador confeso de Cantona y Platini.


28 jun 2010

Mi dietario irregular (XXXII): Carta a Leonor


Querida Leonor,

¿Te acordás de mí? Hace ya demasiados meses que no hablamos, pero el concepto del tiempo siempre fue un invento nuestro, y como tal, lo manejamos como queremos. No te deberá sonar raro, entonces, que te diga que ha pasado poco tiempo, y que prácticamente sigo igual que antes. Todo bien.

No sé engañarte: estuve medio complicado hace un tiempo, y la cosa no salía, no salía. ¡Y es que no tenía que salir nada, más que yo! No sé a quién leí que decía que los problemas se pueden reducir a nombres. Otra vez con el tema de los conceptos, que sólo son una invención, como lo es la cámara o la cuchara. Y fijate, al hilo de eso, ¿eh?, que a mi me vino la verdad -bueno, la verdad es solamente otro concepto, pero adelante- de los dos nombres más jodidos: el amor y la muerte. ¿Quién carajo puso el nombre a una, quién pintó a la otra? El tema es que todo estaba bien, luego me fui y luego no es que estaba mal... ¡es que no estaba!

Sobre el amor supe que lo había entendido mal, o que me había inventado una variante poco sana. Para que me entiendas, hice como cuando vos y el abuelo Pepe me dabais galletas de aquella lata blanca de flores estampadas, amarillas y rojas. ¡Capaz que cabían noventa o cien galletas, ahí dentro! ¿Te acordás? Pues hice como me pasaba de chico, que tomaba una, y otra, y otra. Y luego roía los bordes ondulados de otra y luego mojaba en leche otra. Y así me comía media caja y luego no quería verlas más en un mes. Me colapsaba, me empachaba de galletas. Pues lo mismo: como las tardes en tu casa no podían ser sólo galletas, aquellos meses no podían ser todo deseo, pasión, sinceridad y demás equilibrios dignos del mayor malabarista hollywoodiense. Caí en el amor de película, y acabé como los diez negritos: que no sabía si me había matado yo, la otra o el mayordomo.

Sobre la muerte, bien lo sabrás, la olvidé hasta que amagó con llegar. Y yo que no supe qué hacer, llegó sin apenas darme tiempo para jugar a las carreras con ella, para llegar antes a esa meta que compartíamos: resulta que la muy puta pensaba en ti tanto como yo. Si me permites divagar, que sé que sí, diré que no veo justo que se le dé a la muerte ese aire de mujer. La muerte es algo no diré neutro, pero es distinto a cualquier género. Es una excusa, un gesto de apremio y nada más. Que me presenten al pelotudo que apeló al destino y yo buscaré al que se sacó la eme, la u, la e y tal de m-u-e-r-t-e. Y les diré, che, inventaron lo mismo, parecen ustedes ingleses, dos palabras para lo mismo, giles. El caso es que te fuiste y yo no estuve, ése es el caso. Luego vuelvo con el temita.

Pero vaya, también tengo buenas noticias. La primera es que lo anterior ya lo asimilé. La segunda es que, por el momento, que es lo que siempre valió, el mundo que veo va bien. Me refiero a los nuestros. Los de siempre siguen dándolo todo, vos ya sabés bien cómo son ellos; y por mi parte, conocí a alguien que mira de maravilla, que habla de maravilla, que escucha de maravilla, y sobre todo, que entiende y piensa de maravilla. Con calma, con sosiego: no sé, como esa gente que sí o no comprende los sentimientos y se conforma con sentirlos y ya, y se conforma con el aliento que tiene en este segundo. Y ya.

El tema es que, esta noche, viendo una película, aparecía una actriz que te evocaba con cada gesto. Al final de la película, se le iluminaba la cabeza ausente y soltaba una carcajada de niña. Y era como tú, y dije no puedo más, voy a escribirle. Dale, quedemos algún día, Leonor, para cantar algo. Sólo me apetece darte la mano, darte un abrazo, que me insultes, que me llames como quieras, que me muestres una vez más esa sonrisa a la que yo le puse Amor. Sé que donde fuiste no hay nada. Y lo prefiero, porque lo que por aquí se supone que es la muerte conlleva un continuo en el que creyeron faraones y apóstoles, y que hace que te lleves allá donde vayas toda la experiencia acumulada, y eso significaría que a vos te acompañó esa enfermedad de la putísima madre, y que quizás no recuerdas ya nada y que sigues sufriendo. Yo pienso que hoy eres aire, que eres un hertzio, un neutonio, un aleteo. Y te quería pedir que algún día acudieras a mi cita: yo cada día me acuesto esperando verte en unos minutos, pero todavía no tuve ese sueño. Dale, vení.

En espera de noticias tuyas, sepas que te extraño y que te quiero, vieja.

Con amor,

Tau de rec

16 jun 2010

Extractos (I): Sweet home wherever


Léase con Sweet Home Chicago, de Robert Johnson, de fondo.

"Estoy aquí, pero no: esto es blues.

Descubrí este bar hace tiempo, una noche de suelo mojado. De esas en las que ya no quedan nubes o sólo quedan manchas perdidas en un cielo marrón, desvelado por el roce de la luz de las farolas que más han visto. Aquel jueves llegué con unos amigos. Hacía frío, así que nos metimos en el primer lugar que nos pareció. Bajar sus escaleras hacia el sótano de la ciudad, hacia este lugar que en esta madrugada me mira tan como una mujer desnuda, no fue todavía revelador.

[Las mujeres, cuando descubren su piel, miran con el pensamiento, y piensan con el arquear de brazos, con el frío de la planta de los pies, con la fricción de sus dos ingles al avanzar, con el oscilar del siempre liviano pelo. Miran. Cuando al espejo, luchan con los ojos en una pugna titánica, aprehenden qué es aflorar y marchitarse, se llegan a amar, se matan. Cuando al otro ser, sienten con el no-espacio, con el vacío que hay entre ella y él y con los movimientos que darán lugar en esos centímetros entonces realmente útiles, esos huecos aún por ocupar. Y quizás no miran y sí sienten, en contacto ya, con el contralatir del desbocado corazón que quiere tocar y sólo late, solo, tras las costillas. Sienten con la deriva a la que se someten, con la guía que con suerte promete llevarlas y las lleva a la ruta abismal a la que todo organismo, toda bacteria, todo bicho y todos nosotros aspiramos a llegar. Cuando las mujeres desnudas miran, lo hacen con el fervoroso deseo de la inconsciencia en la mirada. Oh, baby don't you want to go.]

No fue hasta que llegamos a la zona menos iluminada del antro, con sus paredes negras y sus cuadros sugerentes. Tras girar a la derecha y meternos en el lugar donde me siento ahora mismo, entonces fue. La misma mirada que hoy, en mi soledad, me pellizca y me rasca levemente las entrañas, esa misma me desabrochó uno a uno todos los botones de mi camisa oscura. Nadie lo notó en la hora y media que pasaríamos allí, pero, en cierto modo, yo me había consumido un poco más aquella noche. Los amigos charlaban -charlábamos- separados por el humo y el sonido de aquel guitarrista que sollozaba con tanta amargura. Teníamos que hablar fuerte porque no nos escuchábamos: el Sweet Home Chicago del músico reinaba, o mejor dicho, mandaba sin más corona que el ritmo en esa república que es el blues. Las palabras de Telamón chocaban contra mi cara ruidosas antes de llegar al oído del resto, y lo mismo ocurría con mis palabras en la cabeza de Periclíneo o con las de él mismo en la de Mopso. Era, como el Proyecto, un sacrificio aceptado por mayoría, y sólo Linceo, hijo de Afareo, se quejaba de la intensidad de aquella música.

Porque la canción de aquel joven negro era intensa.

Mientras Mopso me interrogaba sobre algunas barbaridades que yo habría dicho anteriormente, con preguntas tales como "Idmón, ¿qué pasó en el tren para que pienses eso de Jasón y de Argos?" o "Amigo Idmón, no entiendo por qué has tenido que venir con historias que sólo nos hacen tambalearnos en el asunto del proyecto"; yo relajaba la mente y dejaba pasar únicamente los sonidos de aquella canción. Luego Mopso se desesperó, exigió mi atención, no contesté, seguimos planeando el proyecto entre nosotros seis y conversamos sobre banalidades del mundo y de nosotros. Pero, horas más tarde, al llegar a casa, ninguno de ellos salvo Linceo me hizo la pregunta adecuada: qué me había pasado aquella noche.

Es evidente que Linceo no sólo tiene un sentido de la vista privilegiado, sino que también lo sabe usar. Y como no entiende de forma innata, la curiosidad hace el resto. Su compañía es grata, pero sobre todo será un hombre útil en nuestra causa. Es también evidente que evadí su pregunta tan bien como pude, y que él lo aceptó. ¿Qué ocurrió? Que la música, los cuadros, las paredes negras y las luces amarillas me habían fijado en aquella arreglada cueva. Allí había vuelto a sentir como el destino me apremiaba a decidir -qué cruda ironía-, y allí debía resolver mi: No diré mi futuro, diré mi duda, porque el futuro ya lo supe hace tiempo. Si me enrolo en el proyecto, moriré pronto, y el proyecto debe llevarse a cabo. Lo quieren los dioses, aunque lo diga un agnóstico.

Cada día pienso con mayor firmeza que eché raíces en aquel bar -que es éste- por el negro. Aquella noche no sólo había hecho suyos los temas de dos referentes del blues: había sido ellos. Aquella noche el negro fue Robert Johnson y fue B.B. King. Del segundo le vi todo, aquel hombre se mimetizaba con el bluesman, con el blues. Del primero me pareció verle el ojo vago y un swing distinto, no sólo suyo en el sentido de subjetivo. Sobre todo era exclusivamente suyo, atravesando por el medio el significado más puro de la palabra propio. Aquel hombre parecía jovencísimo, y daba a entender en cada nota que estaba endemoniado. Como Johnson y, en cierta manera, como yo. Los tres hemos sabido en algún momento que nos acecha un fin del trayecto, un final próximo, y todos hemos tenido en nuestra mano una elección redentora y blanca. O gris: fácil, mediocre, pero salvadora. Y creo que los tres hemos renunciado a ella -creo, por el músico que todavía hoy me parece ver delante mío, en el Bel·luna: realmente, sólo él y Pedro Botero pueden ya saber su destino-. Queremos, y soy consciente de mi hablar anacrónico, un final catastrófico. Desde aquel día, a veces pienso que somos jóvenes y muy poco sensatos y sólo buscamos la gloria, aunque ésta nos quite de en medio.

¿Me llegará esta gloria sumándome al proyecto, implicándome? ¿Es realmente lo que busco, la gloria? Sólo concibo mi impulso por hacerlo, por ir a por ello, y eso me va a arrastrar: no valdrá la razón, la que me dice que Jasón está buscando también su propia gloria con un proyecto que será en vano y será a costa de medio centenar de patéticos héroes. Nos quedaremos sin hogar, nos pensaremos que vamos hacia un objetivo, pero realmente sólo vagaremos. Y lo haremos a pesar de todo, porque quizás todos estamos buscando nuestra propia gloria y nada más, o quizás no. Tenía razón, sin saberlo, Mopso cuando se enfadaba en este mismo bar: mi patetismo hastía."


Tau de rec, imaginando una Argo en el Galatea.

3 jun 2010

Mi dietario irregular (XXXI): Intrépida crónica de dos semanas, por parafraseos (o El reflejo de la duda)


Las dos semanas, tan intrascendentes como otras cualesquiera, y tan pobladas de cronopios que acompañan y de soledades y reflexiones por parafraseos como ningún otro par. Las dos semanas que atizan al espíritu.

Llegamos al tramo final del mes y del frenetismo primaveral con la duda última, esencial. Una duda que abarca quilómetros desde mi posición, que se expande hasta el horizonte y hasta el tejado azul, hoy grisáceo. Una duda que se lleva escrita en la cara al alba y también en cada crepúsculo, grabada debajo de los párpados y en los labios y en la frente y sólo ensombrecida por nuestras máscaras venecianas, de esas que requieren un soporte, un brazo que queda inútil y que debemos escoger adecuadamente. La duda, en definitiva: ¿Qué?

Paramos, con
un alarido al parar.


Lista de preparativos: Pilotos, caimanes, chanclas, pantalones rayados, una toalla de playa, un puñado de gente normal, otro de bromas. Se acuerda el reparto de los disfraces, se olvidan sábanas y útiles para dormir: a la costa se va a no dormir, a soñar volando, a beber soñando. "En buena compañía podemos ser valientes", John Irving, The Water-Method Man.

Lista de la compra: Macarrones, tomate, cerveza. No hay cebolla, no hay picada, no hay un pimiento. Carne adobada, morcilla adobada, chorizo adobado, pinchos adobados, hamburguesas con orejas. Un mundo más amable, más humano
pero no menos raro.

Un edén improvisado y poblado de gente sin pretensiones, con llamas de tela, con payasos y magos, con los Bloodhound Gang. Un escenario que se envalentona bajo las miradas azules de la Luna, que distorsiona a los Adanes y los vuelve gálatas o argonautas, o martirizados semidioses desnudos, sólo tapados por la no-luz, por la vista gorda del astro más cercano. Un buen baño, siempre al lado de la Luna. Y la duda también viene a ese edén:

"-¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan mal. El hombre se agarra a la ciencia como de eso que llaman un áncora de salvación y que jamás he sabido bien lo que es", El Gran Cronopio, Rayuela.

En definitiva, grupos de Adanes que son valientes a fuerza de no saberse, pero sí intuirse insignificantes y juntos.


Se termina el parón, y una semana de faena ya no acecha. Ahora pisa cuellos. A uno siempre le entran ganas de meter en cualquier texto un parrafito con recursos metatextuales, egoísmos y justificaciones de ambas cosas -y por eso estas líneas-, y sin embargo nunca hasta ese día u otro posterior había logrado parir la frase que lo reuniera todo, que es esta, la que acaba con
esta no,
esa
palabra.
Comienza el combate: en una esquina, el tiempo, el favorito. En la otra, el malabarista, el utópico aspirante. Los segundos y los minutos y las micras se amontonan rápidamente alrededor del púgil circense. Un flaco boxeador que se defiende con oficio, que sabe cuales son sus armas: las del rival. El tiempo propone cinco ataques: tres trabajos, la inutilidad y una duda. El ahora trapecista o corredor de fondo cae en casi todos los asaltos: un trabajo de cruces y papeles encriptados, el vacío de no saber y no poder y el gran enigma. Caen chorretones de desatino que se mezclan con el sudor en sus mejillas.
El púgil hinca una
rodilla, y
la otra,
y
cae de bruces a la lona.
Y se levanta,
y así cuantas veces haga falta.
Usa los guantes del rival, y se somete a los trabajos forzados de la dinastía Qin para asumir la nobleza, para vencer, ser el ren. Y le sobran fuerzas, y usa los minutos para recordar. Y para pensar que il faut tenter de vivre. Y el tiempo lo noquea, pero se despierta de su letargo presenciando un Dalí dormido, un fulgor de una evidente cabellera argentina (Francis Scott Fitzgerald, The Notebooks) de la perfecta fusión de Talita y la Maga, ese cuerpo que es un ejemplo de malabarismo y de cómo vencer el combate día a día, por puntos.
Una Maga que cuando la duda asalta al estilo "-Y esas crisis que la mayoría de gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue" (Cortázar, Rayuela), comparte un té, tararea el Hallellujah con un susurro heredado de Cohen y dice "Está muy caliente, tené cuidado".

Y el púgil comprende que ni el tiempo ni el diablo le han vencido todavía, y que la Maga y Talita podrían haber sido más complejas y recónditas, y podrían haber sonreído como ella. Que encontró la canción, que se casó con la musa.


Y llega el momento de viajar, de surcar mares, de manejar dudas. Acompañan Julio Denis, Morelli, Rilke, Antón, Fresán y, cómo no, Las olas. Y debate con ellos, y se baña en piscinas de sal. Le dicen: "La acción puede servir para dar un sentido a la vida", y responde: "¿Sí?
¿Cuál?"

Y discuten: "Alguna vez dimos el paso equivocado. Ah, la pureza perdida", y responde: "¿Si?
¿Y?"

Y reflexionan sobre La Duda y caminan como El Nota, y concluyen que las palabras son perras negras (J.D.) que se hacen necesarias para existir. Que no se pueden obviar ni engañar, que nos tienen encerrados en un conducto circular, viscoso y vicioso. Y que La Duda está en ellas, en ese ¿Y?, y en aquel ¿Cual? y también fuera de ellas, que se extiende por el espacio que es y nos hace tambalearnos, que es líquida e interminable. Y que nos espera en el que no es, eternamente paciente y amiga. Porque La Duda, en realidad, es nuestro contenido y nuestro contingente.

Y viene, entrando por la esquina, la Relax Time Band, que sin quererlo atestigua nuestra teoría a base de versos y notas, porque nuestra teoría se atestigua con cualquier palabra:
"Me quedo, con suerte, tres mil millones de latidos", "I don't worry about a thing, I know nothing's gonna be alright", Jorge Drexler/Dr. Feelgood.
"Siempre que te pregunto que cuándo, cómo y dónde, tú siempre me respondes: quizás, quizás, quizás", Moodtown, versionando a Nat King Cole, versionando a Osvaldo Farrés.
"Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos", Julio Iglesias, versionando a Enrique Santos Discépolo.
"That long black cloud is comin' down", Anthony and the Johnson's, versionando a Bob Dylan.
"Let there be wind, an occasional rain", Nat King Cole.
"I així robant temps al temps d'un rellotge aturat", Lluís Llach.
"A mí, que nada se me olvida", a través del Cigala, claro.


Y aquella semana todo sigue. Se sienta en una hamaca, con un combinado de whisky con cola, descalzo y cruzado de piernas. Con el alma desnuda entre las pestañas, con una flexión de felicidad ignota, pero latente, en las comisuras de los labios. Atizado por el viento y por las semanas. Con el mar mirándolo. Con La Duda, guiñándole un ojo. Adentro suyo, suelta un grito de lobo que no comprende ni razón ni fe, pero que está. Y visita infinitas islas ajenas, pisa y pensa donde piensa y como pisa Woody Allen, y vuelve a Palermo y a sus plazas y sus calles que huelen a pescado, a moscas, a mafia y a sal, a dos países. El tiempo batalla fiero, una lucha de lujo, de Gardel y LePera, y no lo vence. Y el malabarista pisa suelo firme a la pata coja, saltando de la Tierra al Cielo como los marineros de permiso. Pisa en positivo y piensa con un andar oscilante y tergiversado.


Y ocurrieron muchas cosas más. Pero me detengo, mostrando la duda en cada perra negra, en cada palabra, parafraseando a Villoro. Me detengo en ese instante de viento. En ese instante de alarido.


Tau de Rec, admitiéndolo: Sí, esta casilla no está mal.