"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

3 mar 2012

Hora de caducidad

Lo es, es más que probable. Que haya cosas mejores que hacer. Que estas horas no sean horas. Que mi cabeza no esté clara ni para volcar sus cosas podridas en un blog. Que estuiviera mejor en cualquier boliche, garito, discoteca de mala muerte que tecleando. Es casi seguro, diría.

Pero no hay más. Hay un bourbon y dos long island de por medio. Y, aunque no halles faltas de ortografía, hay mil mancanze. Echo en falta la complicidad de un amigo que necesite tanto la noche. Echo en falta, claro, el calor de un cuerpo sinuoso. De unos ojos perdidos, de unos labios hambrientos. De unas manos que no quieren tocar más ropa, que buscan formas fálicas y antifaces. Que gustan de las palabras largas, de las proposiciones algo inaccesibles, se derriten ante esas deliberadamente un poco ininteligibles.

Echo en falta, en resumen, la soledad de otras, esa tan fácil de confundir. Echo en falta las ganas de resultar dulce, de parecer meritoria. Esas ganas locas e incoherentes de amanecer digna y acompañada a la vez. No me pregunten sobre la dignidad si no quieren discutir. Echo en falta, y es pronto o demasiado tarde, eso.

Me compensa saber que mi otro yo, casi mi otrora, sabe, desde que tiene consciencia, que hay cosas mal vistas. Que hay riesgos que merecen una fecha de caducidad no mucho más lejana en el tiempo de ese momento en que el sol asoma para empujar a la noche al rincón de las mentes obnibuladas. Obviemos el momento, claro, en el que gimen los más afortunados.

Luego: borremos esto. Hora de caducidad: cuando despierte, cabrones.

24 ene 2012

No este periodista


El santoral católico parece ser una buena excusa. La festividad del patrono de los escritores y el periodismo, San Fernando de Sales, establece el día de hoy como el día del periodismo. Y clico en un enlace y leo, algo molesto, una letanía de puntos en los que, supuestamente, quienes nos consideramos periodistas hoy en día, hallamos motivación para seguir adelante.

Los leo molesto porque son palabras bonitas, pero no hacen más que mostrar una realidad irritante que parecemos no querer replantearnos.

Los puntos de los que hablo:
  1. Porque la información es un derecho, y nosotros sus ejecutores.
  2. Porque mientras que para una parte del mundo hay muchos secretos que encubrir, para nosotros, hay mucha verdad que sacar a relucir.
  3. Porque la información nos hace libres y, por lo tanto, el buen periodismo es el camino hacia la libertad.
  4. Porque somos amantes de esas preguntas incómodas que al momento de realizarlas te provocan la sonrisita típica del “te acabo de pillar”.
  5. Porque ni aún con toda nuestra labia y facilidad para el verbo seríamos capaces de explicar esa sensación que sentimos en el cuerpo cuando pronunciamos la frase: “tengo una exclusiva".
  6. Porque parece que tenemos una tendencia natural, y muchas veces enfermiza, a querer enterarnos de todo antes que nadie.
  7. Porque siempre admiramos a esos periodistas de guerra que dieron y dan su vida por una noticia.
  8. Porque todos hemos soñado alguna vez con ver nuestro nombre inscrito en un Premio Pulitzer (por soñar…).
  9. Porque no hicimos caso a nuestros padres cuando nos auguraban un futuro mejor como médicos, abogados o ingenieros.
  10. Porque aunque muchas veces nos cueste acordarnos del porqué, seguimos amando esto a pesar de las jornadas maratonianas, de los sueldos poco generosos, de las sobredosis de cafeína y de los nervios propios del “hay que sacar esto y no llego”.
Desde la cuarta hasta la última, me tocan literalmente las pelotas. Y en las dos primeras, me pongo algo quisquilloso con los términos "ejecutores" (punto primero) y "verdad" (segundo): quizás no sólo nosotros seamos los practicantes de la información y de la comunicación, quizás lo debiera ser todo el mundo capaz de hacerlo con cierta responsabilidad. Y quizás no buscamos la verdad, quizás debemos dedicarnos a contar lo que observamos, encontramos y sabemos del modo más honrado posible. Pero bueno, mera elección de palabras.

Lo que digo, las últimas siete no son motivos por los que ser periodista, al menos como yo entiendo que debería ser un periodista.

Hoy en día, no nos estamos preguntando si tener una información antes que nadie es realmente el objetivo de un comunicador. Cuenta, por sistema, llegar el primero, es el gran mérito, sea de lo que sea. Quizás debiera contar más llegar bien y transmitirlo mejor.

No deberíamos sentir satisfacción por sonsacar algo a alguien, ni por "enterarnos" de todo. Quizás sería más conveniente y enriquecedor sufrir intentando entender aquello de lo que nos enteramos y alegrarnos sólo cuando tuviéramos el último dato de nuestro reportaje entendido. Quizás no nos debería enorgullecer nuestra pregunta, nuestro logro, nuestro protagonismo. A lo mejor lo que tendríamos que disfrutar es de escuchar las explicaciones de quien nos las da, y trabajar para obtener las que se nos niegan.

Y no sufrir tanto por el reconocimiento, ni mcuho menos por los premios. No vernos como héroes, micro, cámara, grabadora, bloc o bolígrafo en mano, no enorgullecernos tanto de tomar el camino difícil. No mirarnos tanto el ombligo y cumplir, cumplir más.

Yo no amo el periodismo irracionalmente. Menos todavía el que se practica hoy en día. Pero a mí nunca me falta un motivo, una explicación, una respuesta razonable y argumentada a la lógica pregunta. ¿Por qué tener este oficio?

Eligiendo entre ese infierno de elecciones que son las palabras, como comunicador que soy, siempre respondo con una razón. Irracional, sí, pero razón al fin y al cabo. También es que amo algo. Lo que yo amo es observar, experimentar, analizar, vivir y entonces y sobre todo, poder comunicar eso a otros. No me lo cuento a mí, no me vanaglorio. Ni cuenta para el mercado. No amo ese periodismo.

Por suerte, no adolezco de falta de buen periodismo. O del que considero bueno yo, vaya. No hay semana en que no lea historias, análisis e informaciones realmente buenos, honestos, reflexivos, trabajados y apasionados.

Estoy hasta los huevos del periodismo mercantil, el competidor, el instantáneo, en el que la cafeína pasa por ser un símbolo casi más abrazado que nuestra herramienta, el verbo. Y rozo el odio con el yoísta, el ególatra y el del falso héroe revelador. Y sobre todo, estoy harto del periodismo que no piensa antes, durante y después, justo el que secunda ese decálogo bobalicón.
Por ello aspiro a no volverlo a ejercer nunca más de ese modo -sí, lo he hecho-. No este egoísta y cacareado periodista.

5 dic 2011

La corista


Ahí está la corista, cantando los versos que le tocan. El teatro está lleno, las entradas se agotaron en cuestión de un par de días. El foco de luz, a unos metros de ella, expone al artista, que deja consumir un cigarrillo entre las clavijas de las cuerdas graves de su guitarra. El auditorio acompaña un estribillo nacido del terror egoísta del cantante. Suena, pues, la guitarra del afamado músico, su voz, la de todas las coristas, la batería, los teclados y el clamor mimético del público.

El verso: "[pongan aquí el verso que quieran]".

Y a nadie le importa si a nuestra corista le acucian mil preguntas sin respuesta, si hoy vio a alguien morir, si tiene hambre, si su ex pareja le despierta los peores sentimientos, si le pica la pierna, si odia ese verso que tanto le recuerda a sus propios miedos. Si lo balbucea cuando sueña. O qué piensa de esa forma de cantar, a voz comedida.

Vendrán dos versos más y se acabará la estrofa. En ese corto lapso de tiempo, alguien habrá reparado en ella, en su voz o en su figura, o en su tono, aunque sea por mero despiste. Luego, sólo quedará la reverberación de la última palabra, acorde, golpe; y las pulsiones y los sentimientos de cada persona de esa sala seguirán su curso. A menos que alguien muera de repente, claro.

30 nov 2011

Un cocinero resfriado (otra letanía)


Perderse como un cocinero resfriado. El secreto momento de pánico en un avión. Pasar de Chacabuco a Maipú sin cambiar de calle. Comer ante un espejo. Pedir una lágrima, recibir un café. Blandir la soledad, el lápiz. Arena bajo los adoquines de Defensa. Murales psicodélicos, Beatles amarillos. Billetes en un colectivo. La vida de un taxista. Un Malbec Uxmal entero, solo. Leer al Marqués de Sade en el subte. Lamentarse por La Sinagoga de los Iconoclastas. Las banderas descoloridas de Buenos Aires, esa esquizofrénica con dotes de genio y síndrome de Diógenes. La devoción por una ciudad.

Direcciones, paradas de metro, lugares. Historias: Agüero. Güemes entre Sánchez de Bustamante y Billinghurst. Hospital Clínic. Fontana. Rocafort. Maria Cristina. Viladomat y Provença. Perú y Chile.

La poesía, Pizarnik. La nostalgia imposible, Allen. El don, Copi. El fracaso ineludible de toda creación. Todos, por supuesto.

La historia de unos periodistas extraviados e infames. La historia de un lotero que le regala un número con premio al Rey. La historia del tipo que llega a una ciudad desierta. La historia del anciano que reconoce en los ojos de su gata los recuerdos perdidos. Anagnórisis. La historia del vagón de tren que decidió sobre un suicidio ajeno.

Acariciar a una gata. Abroncarla. Encabronarla. Acariciarla de nuevo. Los instintos primarios, el juego, indispensable e inevitable.

Perder lo platónico sólo es posible si ocurre.

La desposesión. Las afinidades. El tacto, que tan plácido descanso da a las palabras.

Las jaurías de periodistas y de noticias, la desdicha. Por contra, la música: solución y pregunta, imposible de impostar.

El coronel Kurtz diciendo eso de "He visto un caracol, se deslizaba por el filo de una navaja. Ese es mi sueño, más bien mi pesadilla: arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja de afeitar y sobrevivir".

Interminables formas de subir 117 escalones. Otras tantas formas de olvidarlos.

La inherencia y la perpetuidad del miedo. Rara vez se adormila.

Sensaciones idénticas: el sol en Río Negro, respirar en Iguazú y tumbarse en esta atalaya.
Ajeno, por un segundo, al reloj de arena.



Tau de Rec

28 oct 2011

Viladomat

Una guitarra nueva. Una canción, un poema como un mazo. Un plato elaborado pero sencillo, elegante hasta la última miga. Sapiencia en psicología social. Un lapiz. Una piel tibia entre el frío. Alguien me dirá que feng shui. Lo que queda de la letanía de mis necesidades está, y no hay que enumerarlo. Incluida una generosa cantidad de ausencias que lo hacen todo más agradablemente tenue y unas goteras que marcan el tempo. Calmo, riéndose del diluvio de afuera. Por eso no puedo escribir esta noche, por pura victoria. Mi gata sueña que corre y, creo, sueño todavía. Por eso he escrito, por una derrota cadenciosa, en replay por los tiempos de los tiempos.

Tau de Rec

17 jun 2011

Extraño

Uno echa de menos el pavimento adoquinado de Buenos Aires, de camino a Plaza Dorrego por Perú, Defensa o Bolívar. Uno googlemapea sin remedio ahora aquel árbol en el parque de Avenida Figueroa Alcorta, ahora aquel antro perdido Corrientes abajo, ahora lo que se le presenta en el recuerdo. Uno resguarda del olvido a aquella lavadora saltarina, el clavo del sofá azul y la raya de un cuarto de círculo en el parqué. Uno revive el momento en que descubrió que Katie se había dejado ropa interior y Marco, el ventilador encendido. Uno casi regresa a las mañanas de pijama y pelambrusca en los desayunos del Café Zabala, a las tardes de footing con alfajor y zumo al repostar. Uno no se despega de aquel mascarón de proa colgado en uno de los puestos del mercado de antiguallas de San Telmo. Uno sigue robando papel de váter de los baños de la Universidad de Belgrano.

Y uno se engancha al chamuyo crónico argentino con la avidez con la que el cañismo español coerce. Es mejor la broma infinita que la enquistada apariencia.

Uno vive aquí en estado funcional, saltando las aspas de la turmix del mercado y con la cabeza absorta. Pero nunca se olvida de cuántas eran las calles que recorrían a su musa coja y parlanchina.

1 mar 2011

23

Decía: Cuando vaya a cuarto de la ESO me dejaré un bigote largo, y una barba de punta.

Eso le decía a mi madre durante las primeras tardes en las que volvía del colegio sin que ella me acompañara. Lo decía porque sabía que iba a ser tío de mucho pelo: ya tenía unos pelos finísimos y oscuros en los morros, tan enano. Todavía no sabía qué quería ser, quizás futbolista, y sólo comprendía con certeza algunas cosas pasadas. Conocía, sin dar con las palabras que lo describieran bien, ese sentimiento abisal, ese vacío tremendo que me sabía provocar recordando aquel día en que le dije a mi hermana que no me gustaba su regalo o aquel otro en el que preguntaba, con una sonrisa nerviosa, que dónde había ido el yayo al morir. Conocía la tristeza, y también el eterno rompecabezas de la mentira que, sin yo saber cómo expresarlo, utilizaba para escapar de todo aquello que no veía beneficioso o divertido para mí. Así que practicaba el egoísmo sin tener noticia de él, de la misma manera que practicaba la rabia sin remordimientos -rabia sin rabia-, por el mero hecho de no adivinar mi mente -ni siquiera contemplarlo- su abominable abasto.

También sentía la ilusión sin apenas darme cuenta. La ilusión en día de reyes, la ilusión tras una victoria, la ilusión por un nuevo tazo, la ilusión por una broma dominguera de mi padre en el sofá. La ilusión de comprender un problema, la actitud de otro mocoso amigo o el argumento de una serie. O de dar con la palabra exacta que quería contar.

Ahora que lo recuerdo, mezclaba sentimientos con el dominio y los automatismos con los que daba toques a la pelota de ping pong sin dejarla caer al suelo. Concebía la eternidad y concebía el infinito, o mejor dicho, creía que eso de los límites era algo inventado, una mentira, un engaño. Sin ser consciente, prefería pensar que nada se perdía.

Pasaron los años y, en cierto modo, se cumplieron los augurios. Sobre el pelo, digo.

En cuarto de la ESO llegué a tener bigote durante un par de días de clase, pero quedaba muy fuera de lugar. Algo de perilla tuve (y mantuve: era más habitual, menos rompedor). Llevé peinados distintos y estrafalarios. Ahora sí, llevo bigote y barba, quizás en algunas fotos me parezca a aquel mosquetero, a aquel filibustero o a aquella estrella extraña que soñé ser.

No han pasado tantos años, tengo 23. Y la cosa, no se asusten, no está tan mal. Descubrí el relativismo, y lo abrazé, y lo desabrazé. Comprendí lo que eran las falacias y, una vez entendidas, me tentaron desde entonces. Supe lo que era el estoicismo, pero también algún día el escepticismo presentó batalla ante aquella anciana y espontánea ilusión. Aprehendí la desmesura y la practiqué. La disfruté y la sufrí. Comprobé el sentido físico de la vida, con sus distancias y barreras sensoriales. También el sentido etéreo. Vi los muros inexpugnables en ambas partes.

No sólo he conocido límites, sino que me he impuesto ciertas pérdidas. A mi edad, ya he renunciado a sueños, a formas de ser, a personas y a nimiedades. Otras cosas, las que he perdido sin rendición alguna, me han ido recordando que el hombre tiene el código de barras mal: de fábrica, salimos con el defecto inherente de inventar la eternidad y considerarla como propia.

Ya sé contar un par de ejemplos de absoluta felicidad, ya sé y me insisto en no perder de vista la fugacidad.

Por suerte, de vez en cuando logro volver a forzar esa caída al abismo, y por desgracia, otras veces no logro sentir.

Ya sé el amor, ya sé otro par de ejemplos de librarse absolutamente del egoismo. Ya sé algo del dolor físico, y algo más del dolor emocional.

A veces no recuerdo la ilusión espontánea, y me asusto. Sigo teniendo el mismo miedo que antes: a ese segundo que viene, en el que destaparás la manta o cruzarás la vía. Y te atropellarán o aparecerá el ojo de un alien o de una serpiente. Ya me he enganchado a ese miedo y me he subido en su ola, continuamente, para utilizarlo en mi favor. En consecuencia, como habrán previsto, ya he sufrido algún absoluto fracaso.

Me resisto a aceptarme a veces, me rebelo contra mis renuncias en otras ocasiones, soy manso en otras. Me cuesta horrores encontrar la palabra exacta, y me aterroriza imaginar el alcance de mi maldita rabia. Sé que el laberinto de la mentira es entretenido, como el de la ignorancia. Sé que, como el del saber, puede ser mentiroso y peligroso. A veces me meto por ahí, a veces me quedo quieto, me pierdo adrede o golpeo los altos arbustos. A veces no, y tiro por ese camino recto y plagado de baches que es la verdad. A veces trato de describir, de encorsetarlo todo o de darle su más amplio y justo significado. A veces me lío pensando sentimientos. Sé la locura y lo atroz, y sé lo dulce. Sé el no saber. Sé el sueño, el desenfreno, el silencio, la caricia, lo real y lo otro. La música. A veces, hasta me lo imagino todo.


Ya comprendo demasiadas cosas, pero no tengo ni puta idea de nada.
Y vivo sumido en la incerteza mientras el tiempo me consume los órganos.

Tau de Rec