"Más de cien pupilas donde vernos vivos", Más de cien mentiras, por Joaquín Sabina.

1 mar 2011

23

Decía: Cuando vaya a cuarto de la ESO me dejaré un bigote largo, y una barba de punta.

Eso le decía a mi madre durante las primeras tardes en las que volvía del colegio sin que ella me acompañara. Lo decía porque sabía que iba a ser tío de mucho pelo: ya tenía unos pelos finísimos y oscuros en los morros, tan enano. Todavía no sabía qué quería ser, quizás futbolista, y sólo comprendía con certeza algunas cosas pasadas. Conocía, sin dar con las palabras que lo describieran bien, ese sentimiento abisal, ese vacío tremendo que me sabía provocar recordando aquel día en que le dije a mi hermana que no me gustaba su regalo o aquel otro en el que preguntaba, con una sonrisa nerviosa, que dónde había ido el yayo al morir. Conocía la tristeza, y también el eterno rompecabezas de la mentira que, sin yo saber cómo expresarlo, utilizaba para escapar de todo aquello que no veía beneficioso o divertido para mí. Así que practicaba el egoísmo sin tener noticia de él, de la misma manera que practicaba la rabia sin remordimientos -rabia sin rabia-, por el mero hecho de no adivinar mi mente -ni siquiera contemplarlo- su abominable abasto.

También sentía la ilusión sin apenas darme cuenta. La ilusión en día de reyes, la ilusión tras una victoria, la ilusión por un nuevo tazo, la ilusión por una broma dominguera de mi padre en el sofá. La ilusión de comprender un problema, la actitud de otro mocoso amigo o el argumento de una serie. O de dar con la palabra exacta que quería contar.

Ahora que lo recuerdo, mezclaba sentimientos con el dominio y los automatismos con los que daba toques a la pelota de ping pong sin dejarla caer al suelo. Concebía la eternidad y concebía el infinito, o mejor dicho, creía que eso de los límites era algo inventado, una mentira, un engaño. Sin ser consciente, prefería pensar que nada se perdía.

Pasaron los años y, en cierto modo, se cumplieron los augurios. Sobre el pelo, digo.

En cuarto de la ESO llegué a tener bigote durante un par de días de clase, pero quedaba muy fuera de lugar. Algo de perilla tuve (y mantuve: era más habitual, menos rompedor). Llevé peinados distintos y estrafalarios. Ahora sí, llevo bigote y barba, quizás en algunas fotos me parezca a aquel mosquetero, a aquel filibustero o a aquella estrella extraña que soñé ser.

No han pasado tantos años, tengo 23. Y la cosa, no se asusten, no está tan mal. Descubrí el relativismo, y lo abrazé, y lo desabrazé. Comprendí lo que eran las falacias y, una vez entendidas, me tentaron desde entonces. Supe lo que era el estoicismo, pero también algún día el escepticismo presentó batalla ante aquella anciana y espontánea ilusión. Aprehendí la desmesura y la practiqué. La disfruté y la sufrí. Comprobé el sentido físico de la vida, con sus distancias y barreras sensoriales. También el sentido etéreo. Vi los muros inexpugnables en ambas partes.

No sólo he conocido límites, sino que me he impuesto ciertas pérdidas. A mi edad, ya he renunciado a sueños, a formas de ser, a personas y a nimiedades. Otras cosas, las que he perdido sin rendición alguna, me han ido recordando que el hombre tiene el código de barras mal: de fábrica, salimos con el defecto inherente de inventar la eternidad y considerarla como propia.

Ya sé contar un par de ejemplos de absoluta felicidad, ya sé y me insisto en no perder de vista la fugacidad.

Por suerte, de vez en cuando logro volver a forzar esa caída al abismo, y por desgracia, otras veces no logro sentir.

Ya sé el amor, ya sé otro par de ejemplos de librarse absolutamente del egoismo. Ya sé algo del dolor físico, y algo más del dolor emocional.

A veces no recuerdo la ilusión espontánea, y me asusto. Sigo teniendo el mismo miedo que antes: a ese segundo que viene, en el que destaparás la manta o cruzarás la vía. Y te atropellarán o aparecerá el ojo de un alien o de una serpiente. Ya me he enganchado a ese miedo y me he subido en su ola, continuamente, para utilizarlo en mi favor. En consecuencia, como habrán previsto, ya he sufrido algún absoluto fracaso.

Me resisto a aceptarme a veces, me rebelo contra mis renuncias en otras ocasiones, soy manso en otras. Me cuesta horrores encontrar la palabra exacta, y me aterroriza imaginar el alcance de mi maldita rabia. Sé que el laberinto de la mentira es entretenido, como el de la ignorancia. Sé que, como el del saber, puede ser mentiroso y peligroso. A veces me meto por ahí, a veces me quedo quieto, me pierdo adrede o golpeo los altos arbustos. A veces no, y tiro por ese camino recto y plagado de baches que es la verdad. A veces trato de describir, de encorsetarlo todo o de darle su más amplio y justo significado. A veces me lío pensando sentimientos. Sé la locura y lo atroz, y sé lo dulce. Sé el no saber. Sé el sueño, el desenfreno, el silencio, la caricia, lo real y lo otro. La música. A veces, hasta me lo imagino todo.


Ya comprendo demasiadas cosas, pero no tengo ni puta idea de nada.
Y vivo sumido en la incerteza mientras el tiempo me consume los órganos.

Tau de Rec

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