La mano se quitó un auricular, el derecho, mientras las piernas, en tensión, presionaban un escalón tras otro. El oído derecho escuchó la Plaza España, mientras la noche barcelonesa y su cielo marrón asomaban por primera vez a los ojos pardos. Las manos empezaban a destemplarse sin apenas notarlo, mientras el pelo largo, marrón, liso, seguía la estela del pensamiento. Las fosas nasales aspiraban, con una repentina forma elíptica, mientras la lengua apretaba el paladar, tenaz e inconsciente. El torso, que todo lo aguantaba, parecía pasar de abajo arriba con su mecanismo coordinado. Emergía y los pasadizos del metro quedaban atrás.
Las ruedas delanteras tocaban Barcelona y miraban de reojo hacia la izquierda, mientras el surtidor de aire acondicionado del copiloto apuntaba al cielo. El parabrisas delantero, acatarrado, pedía claridad, mientras la tira del cinturón del piloto colgaba, olvidada, y el metal de la hebilla amagaba continuamente un giro. El tubo de escape tiritaba con asombrosa frialdad, mientras la carrocería teñía de rojo la noche, con el ocupar incesante de espacios nuevos. El retrovisor central duplicaba la realidad y jugaba al travieso juego de lo infinito, mientras la aguja del velocímetro se incorporaba, adelantando decenas enteras. El motor, ciego como era, latía con pasión, participaba del caos controlado. El SEAT León pronto liquidaría la rotonda y atravesaría el paso de cebra.
El señor de verde aparecía con su pose habitual, alzado y de perfil, mientras un botón de la camisa decidía pasar y, presionado por el cambio de ritmo, embestía a su correspondiente ojal. El 65 luminoso empezaba a arrastrar su larga cola mientras las zapatillas se balanceaban contra la base de Barcelona cada vez con más frecuencia. En perpendicular al señor de verde, un disco rojo había vencido al titubeante círculo ámbar, mientras, desobediente, la luz de unos faros acariciaba las líneas del paso de cebra. El joven corría lanzado, dejaba ligeramente atrás al autobús mientras el SEAT rugía con amenaza.
Comenzaba a sonar El último café en el auricular izquierdo, todavía liderando la carrera hacia la parada del autobús, mientras el volante del León retumbaba con las percusiones del Don't ever let me go. Una mirada cruzaba, compartía el código al ver el señor verde, mientras la otra abolía el significado del disco rojo, quizás regida por los impulsos de otros planetas que le hacían meter la tercera marcha. Finalmente, un pie izquierdo pisaba la seca pintura blanca de la calzada, mientras un pie derecho aplastaba con fuerza un pedal agujereado de aluminio. No compartían destino, pero en un instante, convergerían.
Entonces sonaron tres corcheas enlazadas, la primera y la tercera, agudas, la segunda grave, con El último café, mientras el Don't ever let me go siguió inapelable su ritmo. El cuerpo reaccionó con un frenazo involuntario mientras un hasta entonces inadvertido felino de chapa rojiza pasaba a escasos diez centímetros del botón apretado de la camisa. Al segundo siguiente, el 65 luminoso y sus puertas automáticas adelantaban a la paralizada melena, mientras el súbito espanto azotaba al previsible perdedor de la carrera. Instantes más tarde, el autobús llegaba a la meta, ya más despacio, mientras el León, de la mano del viento, se dirigía hacia quién sabe qué.
Quizás se libró por poco, y sus manos, sus brazos, sus pies, sus piernas, su pelo y su torso subieron con estilo y finalmente al autobús, donde quizás se encontró a su futura mujer, a su próximo empleado o a su siguiente empleador, a su viejo amigo, a su postrero benefactor o a su certero y único asesino. O a su muerte, que lo acompañaba desde el inicio de los tiempos y hasta el fin. Mientras la tarjeta fichaba, la mano derecha tocaba un botón: quería volver a escuchar aquellas tres corcheas decisivas. Salvadoras, redentoras, quién sabe si fatales.
Distraído, miré a aquel hombre y pensé en alguna cuestión tonta como qué clase de derechos de autor tiene la Biblia o cómo se comprueba que un bolígrafo no está gastado. El tipo llevaba barba y una camisa a cuadros, oscura. A ella le había gustado. Rebosaba la gente ayer en el Barbara Ann, los vasos vacíos se acumulaban y dentro, sólo los hielos sabían que el humo los rozaba mientras apuraban los más tristes minutos de su vida derritiéndose con una elegante parsimonia. Los platos, ya menos llenos de frutos secos, pasaratos y algunos bombones con virutas de coco y algunas pastas, se acumulaban a las dos de la madrugada, unos encima de otros, y yo y unas cuantas personas más habíamos aprovechado el sitio que dejaban libre en lo alto de la pequeña tarima para sentarnos. Di un trago al Barceló con cola, que era mío desde que lo había pagado. Las cuatro gotas de limón que, antes de eso, había echado el barman se hicieron notar en su llegada a mi boca, decantadas y cayendo en una carrera frenética contra el ron, el agua, la coca cola y los azúcares. Sabía bien.
El mes había sido extraño. Marcado por la Nueva antología personal de Borges, por el tango y la nueva música y por las distintas variaciones del Re de mis pobres guitarras, noviembre del 2010 me escondía la inspiración, y sobre todo me escondía las breves pero imperdibles plenitudes. La felicidad, le dicen. El barman sonreía delante de un cartel con la inscripción 60's & 70's night, se había alegrado de vernos una vez más y antes de echar las gotas de limón del cubata me había dicho que no nos fuéramos sin pasar por la barra. Había que compartir una buena noche con unos buenos clientes. El peinado de ese hombre también le gustaba a ella; a mí me hacía más gracia su cara, como ancha. Ese casco no podía con las facciones de su rostro, por eso me resultaba más interesante la cara que el pelo. Realmente, me hizo mucha ilusión que, después de tanto tiempo, el dueño de un bar me agradeciera mi presencia en su local.
Sentado, seguí mirando al tipo de la barba y la camisa a cuadros. Hablaba, animoso, con una chica bastante bonita. Así, pequeña, con ojos decididos. A ella también le gustaba el tipo, o eso me pareció. Yo estaba sudado, después de un par de horas de concierto. Los Siniestro habían estado bien, el recital me había permitido liberar adrenalina y, tras una semana escuchando algunas canciones, había logrado sentir con un buen flipe varias de ellas mientras todos dábamos saltos muy juntos, como atunes que se agitan, aplastados y resbaladizos, mientras la red los saca a la superficie. El humo, sin embargo, anulaba cualquier olor.
En el Barbara Ann no estaba Assumpta, pero sí los músicos, que habían llegado con unos atuendos similares o iguales a los que llevaban cuando terminaron el concierto. El cantante, con su sombrero negro y su piel blanquecina, llamaba la atención por encima de todos y conversaba sin extrañeza con cualquiera que se le acercara. Los Siniestro habían venido al Barbara Ann, tan perdido en la ciudad como estaba. Aquello le daba prestigio al local y a su dueño, que, inspeccionando en su IPod enfrente de la colección de vinilos, preparaba el siguiente tema que sonaría en el local. Yo no reconocería la canción, pero probablemente fuera de los Kinks, los Stooges, o los Cream, o, con más seguridad, de los Animals. A mí también me había entusiasmado coincidir en un bar con los Siniestro.
Volví a preguntarme algo absurdo como si pesaba más la fe o una zapatilla justo cuando ingería otro trago. El alcohol había empezado a hacer efecto. Durante la noche, habíamos hablado de varios temas. De música, el que prefería ella. A ella le gustaba que la escuchara hablar de música, y yo a cambio recibía informaciones nuevas bastante interesantes. Además, con un par de copas se apasionaba mucho al hablar de las épocas, las canciones, los discalesy los vinilos, y arqueaba las cejas al hablar, de manera que asomaban, convergentes, por encima de esas gafas tan grandes, y se le hacían unos pliegues en la frente al hacerlo. No logramos hablar de tango, pero sí del cambalache que también es el siglo XXI. Habíamos discrepado sobre nuestros argumentos, más intensos y expresivos que bien formulados, en temas de política, y hábilmente habíamos pasado a hablar del sentido de la vida, que no es. Le había contado algo sobre una correspondencia con un amigo que está de viaje en Galway, y sobre las teorías que en aquella misiva formulé, basándome en citaciones de un profesor que hablaba de contingencia y de la estructura lógica de nuestro pensamiento, y también en las que Borges volcó con maestría en los versos y en las breves prosas de su Nueva antología personal. Quise incluso citar literalmente alguna estrofa, pero me tuve que conformar con darle una explicación mucho menos estética de ciertas expresiones clave de aquellos versos y aquellas ínfimas y eternas prosas. La inutilidad; el incesante paso de ese invento que es el tiempo; la muerte física y la muerte real, que no se pueden esquivar; los olvidos que habrán cuando fenezcamos; la existencia o no del fin o del origen; la definitiva y eterna inutilidad, de nuevo. No me atreví a sacar lo de la Vida, que verdaderamente es el gran tema de Borges, aunque no se atreva a referirse directamente nunca, porque es inenarrable. Así había desencadenado el alcohol nuestras conversaciones.
Eso de lo que no habíamos hablado era lo que yo quería escribir hoy, mientras suena Lucha de gigantes, o Cadillac Solitario, o Invitation to the blues, o esa pieza tan graciosa de Peter B. Looners, o Me pica un huevo. Quería porque noviembre ha sido muy hábil ocultando la plenitud y otorgándome, rácano, la única realidad del recuerdo presente -así definen el pasado los borgianos creadores de la cultura Tlön- para satisfacerme, y yo ya merecía burlar su guardia. Ha sido como ir todo el mes drogado, sin disfrutar esta ciudad que late y se despliega ante mí, sin librarme de la dulce nostalgia.
Quería escribir que ayer, en el minuto que os estaba contando, de repente, sin renunciar al grato pasado, me vi pasando por un agujero lleno de aristas que había aparecido en el bar, como recién creado o antiquísimo. Me vi llegando a un salón deforme donde se escondía, arrinconada, la plenitud.
Estaba en algún lugar entre el suelo y el techo del Barbara Ann, mezclada entre sabiondos y suicidas y -cómo olvidarte en esta queja, Cafetín de Buenos Aires- sonidos de bandoneones. Me alegré mucho de encontrarla al fin y, aún a sabiendas de lo instantáneo de nuestro encuentro, la saludé con la mano, dejándome ir, poseyéndola un poco en cierto modo, ya con la libertad que no me da este texto, que no me darán nunca las palabras. Luego volví al lugar donde estaba sentado, justo en el momento en que mi amiga volvía del baño, también sudada por el concierto e impregnada del humo del ambiente. A los pocos minutos, se largaron los Siniestro. Más tarde, el barman, que tiene un nombre bastante raro, concretó su aprecio hacia nosotros con tres chupitos de whiskey con chocolate. Acto seguido, nos fuimos. Ya de vuelta a casa, metido en el sobre, me rompió una canción Josele Santiago, el único suicida que había faltado aquella noche en el Barbara Ann.
Sweet home Buenos Aires, desde la otra orilla, anoche fue menos duro estar lejos de ti.
Tau de Rec (adora Barcelona, que respira y te mira)
He wear no shoeshine, he got/monkey fingers, he got/ coca cola, he say/ i know u, u know me/ one thing I can tell u is u got to be free.
Bonita vida. Como quien dice: bonitos zapatos, o: bonita melena, bonita. El helicóptero, el ventilador, hace ese ruido que no podía olvidar Martin Sheen. ¿Hacía aparecer Conrad al personaje de Duvall o es una creación de Coppola? Si lo es, ¡tremendo surrealismo! ¡Surf! ¡Tenía ganas de hacer surf!
El ventilador cada vez va más rápido, y me imagino agarrado a él, a una de las aspas, quiero decir. Imagínense: me caería, digo yo. Tanto peso.
Cocker está en pausa. ¿Dónde dio aquel concierto de los 70, el que aparece en Spotify? ¿Cómo se movía? ¿Vieron cómo se movía? El valor de un artista sube cuando esdevè un quadre. Cocker se transforma en dadaísta, provocando. Haciendo ver que toca. Toca en el aire: el piano, la guitarra, el bajo. Está gordo, orondo. Pero se mueve así, sin vergüenza. ¿Quién no tiene ganas de imitarle? ¿Quién no tiene ganas de imitar a Jagger? Desde luego, Cocker las tiene. ¿Va más allá?
Yo tengo ganas de imitarlos a ambos. ¿Soy alguno de ellos? ¿Soy Cocker? Me conformaría.
¿Qué pretende Hemingway con ese gran pescado? ¿Pez espada? ¿Joyce con Molly? Hoy leí que Muñoz Molina aprendió sobre los laberintos del receptor a partir de Don Isidro Parodi. ¡Si levantaran la cabeza Borges y Bioy! ¿Pretendían ser útiles? Fracasaron... ¿Fracasaron? Sí, fracasaron: era una burla lúcida, pero el receptor ¿llegó a ella? ¡Muñoz Molina descubrió el laberinto del lector! ¿La burla?
¿Sabían Bioy y Borges cómo se desarrollaban sus novelas? Los problemas de Don Isidro... ¿los planeaban? Me encanta pensar en esta última posibilidad que diré: ¿se turnaban los párrafos? ¿Joyce fumaba mucho?
Queda agua en la botella. Me agobio. Google. Buscar. "Cualquier...", ... "cualquier"... ¡NO! Correspondencia de Gil de Biedma a Ángel González, página 228, Lumen. Vía Google: "todos los gatos son metáfora". Grito. Recuerdo Ulls de gat mesquer, y Banga.
Recuerdo sus ojos. Recuerdo el cosquilleo, su aliento. ¿Se puede quedar uno en un lugar para siempre, Perec?, ¿En un momento? La tentativa de agotar ese lugar... ¡no era fija! ¡Qué desilusión! Perec, yo creo que me puedo quedar allí. Eternamente, sí.
¿Señor Churba?
Bebido, pero con total intencionalidad: Idmón es un amargado. Un listillo, siempre por los pelos. Lleva bigote. Orfeo es un tarado, pero algo sabio. Algo, no mucho. Heracles, otro amargado, la caída del héroe. ¿Medea? ¿Es el centro, o es la trama, o es...? ¡Euridamante es la joya, el Gran juego! Es lamentable: son una sola voz. ¿Dónde queda el Café de artistas? ¡¿Es Medea el libro?!
"¡Qué charrúa, cachavacha,/ qué penal que te han cobrao!". Trato de identificar los versos etílicos: ¿"Puede que sí, pero no empujen"? ¡Es el 28 de 30, quizás ya lo necesitó: bebió!
¿"Xochimilco es Venecia sin palacios,/ Buenos Aires París en duermevela"? Sí: esta la pongo porque habla de Buenos Aires. ¿A quién le molesta?
¿Por qué huele así este libro? ¿A ti?
De pie, pensando en la siguiente frase que hay que escribir, inconscientemente me toco los huevos. ¿Es Llach clásico? Clásico en el sentido de Griego. Tiene un Kavafismo; o un verso ovidiense, ¡no! Mucho más derrotista. Un verso visceral.
¿Asistiré al día del triunfo de la víscera? ¿¡Cómo será ese día!? Mortal. Final. ¿Inicial? No, quizás no.
Hay caras en esa primera orla. Caras en la segunda. Caras, también en la tercera. ¿Hay segunda? No, es ficción.
¿Tú lo sientes, ese deseo?
¡¡¡¡She came in through the bathroom window!!!!And though she thought I knew the answer/ Well, ¿I knew? But Icuold not say¡¡¡¡¡And got myself a steady job!!!!!¡¡¡¡¡And though she tried her best to help me!!!!! ¡¡¡¡¡She could steal but she could not rob!!!!! ¡¡¡¡¡¿Didn't anybody tell her?!!!!! ¡¡¡¡¡¿Didn't anybody see?!!!!! Sunday's on the phone to Monday, Tuesday's on the phone to me¡Oh yeah!
Se acerca. Inocente, con su esprai, quizás guardado. Se acerca, tal vez no quiera, pero se acerca. ¿El pantalón le queda siempre así? ¿Es un suéter, es una blusa? Qué más da: ahora es una diosa, quizás tenga derecho a poseerla por un instante, si hay posesión. ¡Esa cara! ¡Cómo si fuera inocente, cómo si no lo intuyera como yo lo intuyo! ¿Esos ojos, adónde miran? ¿Realmente está ausente, o en otro lado? ¡No! Está aquí. Si digo acá, ¡más! Su esprai, tan cerca de ahí, de esas playas que HAY QUE CONQUISTAR... qué digo, tan cerca...¡tocándolas, bañándolas, las orillas! La hace tan inocente. Ella, tan niña, con su blusa de mora, con su cara abstraída, con su víscera, ¡entregada! Su aliento...
¡¡Tarde!!
Es toda una mujer, o más. ¡No! ¡Es una musa!
No quiero más política, quiero mi entrega. Entregarme. Suena el helicóptero: Yira; yira. ¿La vida es greda? ¿Estoy piantao? Seguiría hasta la infinidad, así de borracho. I like, pam pam pa pam; Birds.
Tau de rec. ¡¡¡Come in through my bathroom window!!!!
Ambos tenemos un componente dionisiaco idóneo para conocer Berlín. Lucimos un estilo cojo y un temperamento agudo, saltamos de imperfección en imperfección y caemos en el despropósito y en lo menos lúcido con frecuencia. Incluso nos gusta revelar esa condición como el ingrediente secreto de nuestro agradable errar. Como no podía ser de otra manera, la víscera fue la culpable de nuestro encuentro con la ciudad adolescente.
Los aviones son tierra de misceláneas, con sus almas puras y su gente guapa, pero también con sus polizones y cuerpos extraños. En un vuelo hacia Berlín, te encuentras a recatadas señoritas angelicales que guardan bajo llave una mandrágora y también a sugerentes nereidas de chándal y rastas. Te toparás con aparentes tablas de madera cegadas de miedo y también con simpáticos ogros de esos que se asean en el baño del aeropuerto. Viajarás con ancianos de traje, bussinessmenque tratan de alejarse del suelo que un día serán, y también con niños estridentes que parecen anunciar sus planes de vida en la lengua de Tlön.
Todo eso se cumplió.
Como los aviones, los trenes son una especie de barómetros del suicidio. Si te mueves en ellos y no sientes ninguna emoción, vale la pena empezar a buscar un final digno. Los trenes añaden el componente pre-laberíntico: tienen un solo camino pero nos muestran una cantidad determinada de paradas, de entradas al enigma, a ese misterio que es la ciudad. Y si te despistas, te encuentras con una primera panorámica desafiante: te has perdido nada más empezar, y lo ves todo demasiado lejano. Si aquí ya no sientes nada, es que ya te suicidaste.
El tren también nos ocurrió.
Si entras en una ciudad y empiezas a sentir el acoso de lo anagnórico, prepárate para lo que pueda venir. En ese sentido, Berlín te guiña un ojo malicioso a cada esquina: un semáforo cómplice en unos intensos cuatro segundos, un restaurante italiano que esconde las pizzas del menú, un edificio que te pregunta How long is now. Es una ciudad para ser poco confiado, tiene la pinta de haber tintado todas las cámaras del Gran Hermano y parece tan libre que hasta su agradable frescor matinal levanta sospechas.
Luego, las previsiones se cumplieron.
Las señales siempre tienen un sentido. Si desafías el libertinaje del centro judío de Berlín rompiendo una de sus pocas normas, lo pagas. Si agujereas uno de sus Verboten, te lo mereces. Es decir, que haces caso omiso a uno de los dos vestigios más famosos del Berlín soviético, si cruzas en rojo, la ciudad se tornará en una gentil berlinesa con un vestido del color de la pasión. Vendrá, paseando un perro manso y grande, y te golpeará con un codo en el ojo. Y tú no te pararás a pensar en el tacto que podría tener ese antebrazo radiante, no. Pensarás que, de haber esperado unos segundos al otro lado de la acera, no te habrías cruzado con la poderosa ciudad. Que, por cierto, al fin y al cabo, es alemana.
La cartografía sólo es una concesión de la ciudad, por lo que debes tener cuidado con los mapas. Si una calle con un destino deseado está oculta, no irás. Si una redonda rodea un edificio, irrevocablemente irás, ya sea un bar, un parque, una puerta o un hospital.
Si descubres que un laberinto es una penitencia de una ciudad avergonzada, nadie te prohibirá que lo utilices para correr, saltar y hacer peripecias. Si quieres aparecer y desaparecer en él, lo harás; si deseas coger en él, será posible hacerlo; si quieres aprovecharlo para reírte de tu laberíntica existencia, te será sencillo. Pero cuando menos te lo esperes, la ciudad se revolverá con resquemor y engañará a tus ojos. Y harás pie en el aire, y te enfrentarás a una caída sin fin. Y la alevosa ciudad te atará un brazo a la espalda para que te sientas desequilibrado e incompleto.
Si te dicen que don't be affraid if you see soldiers, no temas, porque la cosa será menos seria de lo que parece. La ciudad te habrá llevado de un laberinto a otro, y ya no estarás perdiéndote con agilidad en su monumento de la penitencia. Ahora estarás en la parodia de tu propio purgatorio, un hospital militar donde la ciudad se transformará en recepcionista, en estatua, en agua con gas, en café barato. La ciudad te gastará una broma alucinógena durante horas, y te hará hablar en alemán y ser viejo y cascarrabias. Te abandonará a tu suerte a ratos y te observará desde su laboratorio, y también te invitará a entrar en su broma, con sillas de ruedas cuadradas, tecnologías punta desconectadas y fantasmagóricos pasillos sin fantasma tras la esquina. Si le sigues el rollo, te empezarás a reconciliar con la ciudad a base de juegos y maldades de adolescente.
Todo esto, figurada o físicamente, estaba escrito que pasara.
Si codo con codo transformas las nocturnas calles de la ciudad en una ruta de misterio, Berlín se compadecerá de ti. Llegarás a tu hostal y ella habrá dispuesto a seis chicas en tu habitación. Todas somnolientas, quién sabe si alguna de ellas soñadora, te harán una inmóvil compañía en tu retiro forzoso. Así, te sentirás menos ermitaño mientras la ciudad celebra su más viva bacanal, que tanto suena y tanto se prolonga.
Paradójicamente, empezarás a cobrar conciencia de tu simbiosis con la ciudad cuando cierres los ojos. En tu primera noche en la ciudad, soñarás con ella, y repetirás las conversaciones de la jornada, y revivirás su recibimiento, sus bromas y sus preguntas inquietantes. Hablarás en tu lengua y en otras, quién sabe si serás capaz de responder una cuestión en alemán.
Durmimos por fin, tras un día para ser narrado.
La ciudad te despertará pronto. Te preparará butacas y panes para hacerte suyo, te atiborrará y te untará hasta que te entregues. Y será implacable: te mostrará su médula espinal grafiteada, su historia más amarga para hacerte comprender.
Ya entregado, te moverás al son que ella marque. Serás un Zapata perdido y cómodo en un bloque abandonado, porque ella te dará a entender que es tuyo. Mirarás con otros ojos, de presente y de pasado, para ver una mujer sinuosa tras una faz sombría, para buscar un hotel, o unas oficinas, o unos pisos entre esas paredes forradas de esprai. Llegarás al final de tan herrumbroso camino y encontrarás una cruz de carboncillo y un arcángel en tirantes. Y tirarás al suelo el símbolo y te ganarás el agradecido infierno en el que ya estás, y tu rostro será negruzco y peludo a partir de entonces.
Tendrás placeres profanos. Verás, porque la ciudad te lo servirá, un fútbol de lo más berlinés: de lo más joven y cosmopolita, de Friedrichsy Hyppias, pero también de Barnettas, Subotics, Almeidas, Olicsy Sahins; de mal defender y ligero ataque, de Mannschaftya no tan futurista.
Y, ¡ah!, Berlín te pondrá en contacto con alemanas que hablan castellano a cambio de una ensalada, valencianas que hablan un perfecto alemán y bellezas berlinesas que harán leve la espera con frases hechas sin sentido y una tez morena sin par.
Berlín te dará incluso la oportunidad de redimirte, y te aceptará en su ayer aberrante laberinto, que hoy acoge la fiesta del Volk con una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo.
Sucedió en otro orden, pero así.
Cuando la ciudad dormite, tendrás que huir. Estarás obligado, porque hay otras ciudades más dueñas de ti. Huirás sin desearlo. Todo sucederá rápido y te pillará disperso, te moverás con la pulsión de Joe Cocker, volverás a las tierras volantes del tren y del avión, y viajarás con otra gente tan confundida como tú: escritores secretos de poemas que forman puzzles, venus de perfil, divas escondidas y viajantes varios, Gente Común que conforma un espejo burlón de ti hace unos días. Y aterrizarás, y notarás un suelo con otro carácter, con otras formas. Y reconstruirás Berlín con aprecio.
Así fue como llegamos de nuevo a Barcelona. Uno herido como por un quebrado efecto de la fenixología que permite a los dos gemelos ser momentáneamente inmortales. No detecto el momento en que lo fuimos, pero estoy seguro de ello.
Llegamos del mismo modo que nos habíamos marchado. Todo fue muy à la diable, nos llevó la inercia.
La culpa la tuvo Félix de Azúa. Yo vivía más o menos ajeno a la imbecilidad o, aunque estaba ahí, yo creía que nos respetábamos de mutuo acuerdo. Como todo yo creía, arrastraba un pero no. Tras un mes ejerciendo la sana costumbre de estudiar, ja, tres días antes del examen acudí por primera vez a una biblioteca. Allí, como es lógico, no estudié: busqué la sección más alejada de la materia que estudiaba y me hice con seis libros.
[Me revienta que nadie piense que es ilógico estudiar en una biblioteca. Con los miles de charlatanes que esperan, ordenados alfabéticamente, para contarnos las más diversas historias, ideas y manuales de instrucciones, ¿cómo vamos a perder el tiempo estudiando? Rectifico, aunque detengo mi marcha atrás argumental en el punto -no citado- en el que uno cree que esas presencias son el mayor de los retos conocidos para un profesor, o mejor dicho, para una materia de estudio. Muy interesante tiene que ser para no correr el riesgo de caer ante tamaña variedad de alternativas. Hasta los últimos días, siempre llegué a la misma conclusión: somos extrañamente demasiado responsables.]
Los autores eran García Márquez, Montalbán, Borges, Vila-Matas y Félix de Azúa, ordenados así por seguir el criterio de cuál dedicaba un mayor porcentaje de letras al trato del existencialismo y demás pajas mentales, aunque personalmente dejaría a los últimos tres en empate técnico, siempre llegando a ese resultado a través de modos absolutamente distintos de jugar el juego narrativo. Las obras eran Noticia de un secuestro, del primero; no recuerdo bien cuál del segundo, el libro en cuestión no me entró bien, a bote pronto; del tercero, Ficciones; Suicidios Ejemplares del cuarto y de Azúa, Historia de un idiota contada por él mismo y Ovejas Negras. Este último señor me demostró que somos ineptamente responsables, lo que nos convierte en irresponsables de mala calaña.
Por esos días andaba yo ya cansado de estudiar, como ya he dicho, y también de trabajar en los informativos de una radio. Y también de escribir a ordenador, cosa que ocurría con las dos actividades previas, con otro empleo más y con mi afición más mundana, que me había llevado a escribir sobre laberintos. Como el más imberbe amateur que soy, adopté la obsesión del ya presente en este texto Borges y de otros tantos genios de la literatura para contar una historia determinada. Le inculqué esta obsesión a uno de mis fragmentados y paliduchos personajes, y casi paralelamente, me obstiné con la idea del laberinto yo mismo. Así que esa tarde, ya habiendo ojeado todos los libros por la mañana, paseé por Barcelona con cinco de ellos a cuestas -el de Montalbán no lo reservé, aunque sea un absoluto admirador de éste como escritor, periodista, ensayista, gourmet, hincha y fanático de innumerables cosas, y tenga en buena consideración obras como Autobiografía de Franco, las dos novelas del señor Carvalho que han caído en mis manos y otros productos de ese genio barcelonés como el compendio Escritos Subnormales, que tengo ocasión de leer cada día, antes de entrar a trabajar, en una librería en la que me miran con rencor e incredulidad-. Pretendí perderme por Barcelona, y a ratos lo logré. Caminé por espacio de dos horas, y otra media hora, o un poco más, la pasé tomando primero un café con leche en una cafetería de la marca Valor -tienen bombones, también cafeterías- y una cerveza en otra parte. En ese lapso vagué por el centro de Barcelona, por las Ramblas, por el Paralelo, por el Raval, por el Barrio Gótico y por el Borne, y quizás todo ello fue un tributo compensatorio a Montalbán por mi aparente -y falso- menosprecio hacia él horas antes.
En una de mis paradas, con el café con leche, leí a Azúa: Historia de un idiota... . Y bueno, quedé bastante de acuerdo con él, aunque con un ligero, o latente debería decir, fastidio por considerarme una de esas personas que viven felices porque sí. Pero no me lo tomé a pecho, y creo que en ese momento lo interpreté correctamente. Paseé más y se volcó en mi mente la idea de que yo valía para aquello, para pasear. Y más todavía para perderme o pensar que me perdía. Me llegué a sentir pleno un instante.
Pero luego empecé a leer, ya con la cerveza, los Suicidios ejemplares de Vila-Matas, y la carga comenzó a ser combativa. El tío me hablaba de la plenitud en su primer texto, el de Muerte por saudade, o algo así. Reflexionaba también sobre la nostalgia que es un disfraz de la tristeza, cosa que supuso un primer golpe de derechas. Pero sólo marcaba el golpe, luego me soltó el gancho de izquierda con la plenitud, la incomprendida e inalcanzable plenitud, la vía única de alcanzarla con el suicidio y la incómoda paradoja de, por su naturaleza, no poder contarla. Pero me repuse; además, con bastante firmeza. Incluso le di mi vueltita a su tortilla, y pensé que esa plenitud -la suicida- que describía Vila-Matas a través de su alaberintado-mental protagonista era precisamente una liberación de sí misma y por lo tanto del Todo. De la necesidad de contar, de la combustible y tacaña vida, que nos mantiene incompletos. Pero todo ello se me olvidó al día siguiente.
Porque en las jornadas que siguieron me topé con los verdaderos intrincados corredores, con los ciudad de Troya, con los inabarcables rizomas. Fue en mi casa y fuera, en el trabajo y la facultad, inmerso en la rutina. Mi casa cuenta con una calle: el pasillo. El resto son callejones sin salida, salvo un balcón que me huele a Vila-Matas y a Lisboa desde hace unos días, por razones obvias. En la facultad, hay un pasillo casi idéntico en dos niveles distintos, y ramificaciones varias que llevan a ninguna parte, salvo tres de ellos, que dan a sus respectivas puertas de salida, si no me equivoco. En el trabajo es difícil no sentirse un diminuto bicho blanco recorriendo por dentro una caja de cartón llena de cerillas.
En mi vida, el laberinto es sencillo y de un sólo recorrido posible. Sucede cuando abro los ojos y termina cuando los cierro, diariamente. Es un camino recto, sin giros ni torceduras, ni, por supuesto, esquinas salientes. Entro por una puerta, llego en un instante al fondo del pasadizo, que delimita una pared marrón, me giro y vuelvo hasta la puerta, que me lleva por un rato a lugares oníricos y un poco menos inusitados. Yo cada día me pienso que esa simple ruta es un embole y que me pierdo durante el camino, pero testigos como Borges me han confesado que, visto desde arriba, se distingue claramente que sólo hay un trayecto posible. De lo que no han soltado prenda es sobre quién es ni sobre dónde está el Minotauro.
La cuestión es que, en el tren, de camino a la faena, leí a Azúa: Ovejas Negras: Creer o no creer. Es un artículo sobre Dios, las religiones, los nacionalismos y no sé si algo más. Relaciona estos ideales, muy ajenos a mí, con la desesperación del ser humano por demostrar, por demostrarse que es, y que importa, cuando en realidad solo es pero no importa: dura lo que dura y sólo ocupa espacio tan deleblemente como lo ocupa una mancha de agua. Y me da, por lo tanto, la hostia final. Un mazazo tras bajar la guardia: a mí, tan poco amigo de Dioses y Yahvéhsy de las identidades de las masas. A mí, que resulta que sí que tengo miedo a morir sin haber hecho qué.
Así que la culpa fue de Azúa, y colaboraron Borges y Vila-Matas. Lo pasé mal, me desanimé, miré a todos los seres vivos de mi entorno con cara de tabla de planchar, pensé de ellos que eran unos incomprensivos y de mí que era el único y condenado comprensivo. Y nada, lloré un rato, y me fui a dormir, porque estudiar y trabajar agota, y acompañarlo de cafés y futuro y reflexiones sobre qué, todavía más. Y ya lo ven, un día después, son las 4 y cuarto de la madrugada, y quizás esté perdido, y seguramente aún no esté muerto. Ni salí ni pienso salir a mi balcón a cambiar el agua que suelta mi ruidoso Fujitsu.
Y ahora, si no me puede el sueño, leeré a García Márquez, que tendrá lo suyo, pero no me hace sufrir tanto.
Ninguno de cuantos dispares personajes subían al colectivo fue capaz de imaginarlo. Eran once, y el conductor, doce. A mitad de trayecto, cuando todos los relojes de fuera de aquel vehículo marcaban las tres y cuarenta y dos de la madrugada, cinco minutos arriba, cinco minutos abajo, el tipo del gran abrigo marrón se levantó y comenzó su discurso.
"Recuerdo la música del pecado, me estremeció tanto sentirme vivo. La melodía la ponía una computadora de su piecita, y yo me acomodaba encima de unas sábanas que sólo servían aquella hora para descubrir, para apartarse y dejar paso a la inevitable fusión. En mi desnudez, lo raquítico sobresalía, pero mi piel dejaba efluvios de imperiosa necesidad, de desesperación, de aberrante y urgida desesperanza. Vida, al fin y al cabo. Era el pequeño aullido del Nocturno de Chopin, que de repente me pareció más vertiginoso que cualquier otra historia, y me arrastró. En un minuto, ya estábamos serpenteando, como animales, y yo veía otras paredes, otro lugar, otra realidad, otra persona. Quizás veía ella en mí a un perro despavorido, lo único que sé seguro es que yo portaba ese muro, ese antifaz -ese contra mi cara-, ese O make me a mask en mis entrañas. El ritmo, tan pausado e inalterable, me ataba a alguna parte, y se reía de mí, burlón, el tipo sombrío con el que alguna vez pacté una mejora de contrato. En un momento, las redondas eran corcheas y las negras ya semifusas, y todo se había acelerado tanto, que el Nocturno era para mí la Sonata número 2. Dientes mordiendo, ahogados gemidos y viajes milimétricos del cuerpo estaban en el primer plano de mi limitado panóptico, pero el resto era un infernal y definitivo cuadro de Dalí.
"Eso es, justo eso, un panóptico. Lo que aquello era, una pequeña pieza rentada con dos ventanales a la izquierda, seis metros de largo y tres de ancho, con su cemento en el techo y en el suelo y en sus bordes inalterables; se convertía en un panóptico cristalino, o en un atrio romano plagado de estrellas oscilantes en el cielo negro, con columnas a dos palmos que nunca alcanzaría, con una fuente y unos azulejos que la rodeaban, con su pequeño cabal de agua intacto y sus bordes inusitados, nunca abrazados por nadie más que el moho. Era un atrio, pero las puertas que lo rodeaban escapaban a la luz, y yo creí tenerlas todas cerradas, ocultas por la sombra. Ese paisaje yo veía, en lo que realmente sólo era una habitación enana. Una caja de zapatos, de gusanos de seda. Traté, lo juro, de tomar el control, pero todo corría siempre más que yo. Agarrado en lo alto de la peonza, no hacía pie en aquel planeta entero que giraba a más velocidad que este bondi. Sé que paramos tras venirse ella y venirme yo, con una disposición de siamés cóncavo, la parte oriental mirando hacia el oeste, la occidental hacia el este. Sé que ella habló como quien vive algo, y tengo la impresión de haber respondido como quien ya falleció, vencido por la maza, balbuceando como un gangoso. Luego, recuerdo que la callé con un ademán de besar, y que callamos durante un largo trance, de unos minutos, que a mi me parecieron la eternidad, sólo besando con algo más que prisa, hambre de saciado, inercia de péndulo. Me pareció mezclar la hondura del Nocturno de Chopin con los frenéticos acordeones de La Noyée. Ella me habló un segundo de Tiersen antes de nuestra vuelta, que ardió como ardía el camino a seguir por Dante. Y yo descendí como descendió él, y me la pasé pensando en números, en jarrones azules, en cualquier cosa que me hiciera escapar de allí mientras el dulce horror durara. Lo trepidante fue cada vez más forzado, en el sentido de que ya no rodaba todo escapando a mi control, sino que ahora el mundo se había detenido o estaba en una fase destacadísima del freno, y era yo y cada uno de mis músculos los que imponían la terrible cadencia. Sin querer, o quizás como el juego que realmente era, ella me había entregado el testigo, me quiso recibir sumisa y acepté porque no podía girar la cabeza y porque mis ojos se habían vuelto. Ciento ochenta introspectivos grados que me hacían verme el cerebro a pocos centímetros, y me permitían vislumbrar casi cada vena, cada gota de sangre que viajaba tan irremediable por mi cuerpo como yo por el suyo. Sentí lástima por el Homero de El inmortal de Borges y quizás la estaba sintiendo por mi, que me quedaba en aquellas empapadas sábanas por los tiempos de los tiempos. Y me vi a una distancia de quilómetros, aislado de todo y enganchado a las piernas de aquella mujer que era un símbolo de lo que hay de verdad y de mentira, de trampa y de abrazo, de épica y de patético en cualquiera de nuestros minutos.
"Ustedes que me escuchan, créanme si les digo que sentí el placer en cada uno de los segundos que esta noche narro, y que la mezcla del gusto con todo lo que veía y sentía y olía, con todo ese gigantesco castigo que yo quise siempre recibir, resultó una operación exponencial, que me transportaba a lugares donde todo es baldío. Mi experimento se fraguaba, conmigo palpando sus riñones y los costados de su abdomen, apretando con ansia ahí y plantándome en el precipicio de aquel fútil sino que dibujaba su espalda iluminada de sudor. Ella volvía la cabeza y se mordía el labio inferior, que era de membrillo, con dos incisivos y un canino. Y dibujaba una mueca de placer en el mismo costado por el que mordía, y miraba con algo cómplice, como jurándome un secreto, pero sin pedirme calma. Pero yo me fijaba poco en esos detalles porque, a pesar de tener lo más oscuro de mis ojos encarrilado hacia su rostro que se volvía, yo trataba de mirar con la mente a alguno de los puntos más borrosos, más periféricos, de mi rígido campo de visión. Al final, ella casi adivinó lo fuera de mi que me encontraba, y quizás por eso dejó de ser tomada y se dispuso a tomarme, a florecerme desde arriba, con la presión de unos muslos que eran dos edenes, con el poder del mirar desde arriba con ojos de mujer, con la seguridad de controlar mi mirada en todo momento y de evitar mi absortez, y con el reto de luchar contra aquel cielo que me mostraba su atrio, aquella infinita familia de constelaciones que ahora se acercaban como se acerca el día del Juicio Final. Ella hacía juegos malabares para someter mi desvalido apéndice, el físico y el mental, y sólo a momentos, a los de más lucidez o menos temor o más olvido, yo me centraba instantáneamente en ella, y la veía como a Nefernefernefer por dos o tres segundos. Al final, supe con certeza solamente algo de lo mucho que me había revelado aquella hora de Nocturnos de Chopin y de Non, Je ne regrette rien, y de Petootie Pie y de Wild is the wind y de Karma Police y sí, creo estar seguro que también de Yann Tiersen: cuando ella no tiraba más que de orgullo para hacer que yo recortara diferencias en las veces que nos habríamos venido uno y otro, adiviné la inminente fisión, en mitad de un inmenso sentimiento de culpa y de rabia y de entrega. Nos estábamos separando ya cuando me vine por segunda vez, y ella quiso que el cuerpo siamés no muriera y me abrazó, inclinándose, y me besó en los labios en semifallo, tocando mi mentón con parte de su boca. Yo me levanté y ahí fue cuando comprendí con certeza que la..."
Los otros once ocupantes del autobús ya escuchaban con atención, presos de la intriga, tras haber pasado por las etapas del incomodo, la resignación y el segundo incomodo, provocado por lo áspero que llevaban aquellas palabras consigo. Entonces, un despiste del conductor hizo que la rueda delantera topara con un mínimo bordillo que había en el lateral de ese túnel. El volantazo siguiente se encontró con el muro derecho de aquella asfaltada cueva. Las luces anaranjadas de los faros asistieron al siniestro, que resultó fatal: a ciento veinte quilómetros por hora, nadie tuvo tiempo de ejercer un último pensamiento. Menos uno, precisamente el único que buscaba todo lo contrario a ser salvado desde aquel apoteósico atardecer en el que la minutera se volvió loca y el mundo le pareció una peonza. La entrega no era hacia la amante, ni hacia la amada, ni siquiera hacia la vida o si mismo; era la asunción del corto trayecto, de la existencia del fin de la cuerda que hace girar a la peonza, y el nada volátil deseo de encontrarse con ese postrero aliento. Tal paradoja fue la única lección que aprendió en aquella caja de gusanos de seda, envuelto del Nocturno de Chopin.
En el suelo, lleno de golpes y magulladuras, el hombre del abrigo marrón lloraba sin pena ni esfuerzo.
Tau de Rec, en contra de la tramposa idea de la redención.
Campaña electoral. Un corro de periodistas se formaba alrededor de ese político. Antes, todos habían entrado por la misma puerta a esa cafetería de Barcelona, y habían subido a ese segundo piso que aquella tarde era una jungla de cables, focos y sintetizadores. Haría como una hora del inicio del cotidiano desastre. Sucedió, más o menos, así.
Con la cadencia de un columpio nervioso, se abrían las puertas de esa "mítica cafetería", un reformado espacio que da lugar a un centenario mentidero barcelonés alejado del lerrouxiano Paralelo, del barrio chino del caso Savolta o del barrio gótico del triste y calvo Oliverio, o del Raval de cualquier trotamundos de necesidad. Mítica según su novísima web, que todavía anuncia, como tierra el vigía del holandés errante, la reapertura de uno de los foros más emblemáticos de la ciudad condal "en estos tiempos en los que tanto sufre el sector de la hostelería". Las puertas se abrían y entraban, uno a uno, los atareados periodistas, con esa cara de sospechar que nace cierta y en ya es postiza, como de un impostado actor que ejerce de ciego del Lazarillo. La cadencia, claro, era rápida y forzada. A trompicones, a una velocidad que gripaba: la mente y las piernas eran uno: los periodistas corrían, abejas en el panal, a un ritmo que hacía honores al nombre de ese bar y no dejaba espacio para la corta e intensa reflexión.
En el piso de arriba, los periodistas mostraban su, a priori, distinta calaña. Los ensimismados. Los habladores. Los que son felices haciéndolo. Los que tienen tantas ganas de hacerlo como de lamerse el codo. Los que están más arriba, más aún, los que parecen haber salido de la caverna y haber visto que la luz no existía, que las paredes también reflejaban lúgubres sombras. Todos ellos se posicionan, armamento en mano. Se disponen a ver la carrera de hoy, el rally, lo más cerca posible del circuito: su oficio es captar un primer plano de la salida de pista del protagonista, escuchar cuál es su primer grito de dolor, y si no, conformarse con ver cómo toma la curva con destreza.
Llega el político, y la estampa esponjosa que se pintaba en el segundo piso de la cafetería ahora es una minúscula gota de líquido en una plaqueta de microscopio, que se aglutina alrededor de una mota de polvo que vive de eso, de formar corros y gotas de agua. En efecto, estaba todo planeado por el político: la disposición de unos originales cuadros, la jungla de cables, la asistencia de las abejas de su panal, la hora a la que debía ocurrir todo, cuánto duraría y cómo sería. Incluso tenía planeado su equipo de secuaces, que, además de jugar un falso ajedrez con sus pinganillos y sus aparentes controles de movimientos ajenos, debía planear todo lo que hemos dicho que planeó el político.
Tal y como lo pensó, ocurrió. Primero, un paseo para comprobar el nivel de docilidad, de hábito de doma, de esa jauría, para saber si los pesquisas, los sabuesos, seguían tornándose ovejas con un chasquear de dedos. En efecto, el corto paseo fue seguido por algunos de los insectos y sus aguijones de punta redondeada, unas cámaras que, aunque bobas, saben tan bien los planos que van a registrar como ese asiduo visitante, un anciano que mira asombrado desde el primer piso la curiosa forma de actuar de todos los seres extraños de arriba, sabe lo que va a tomar. Acto seguido, volvió a poner a prueba el conocimiento del código establecido de los presentes, y éstos lo volvieron a pasar: durante el discurso, vacío como puño a medio cerrar, todos los periodistas se mantuvieron en sus puestos, imaginando esperanzados un inminente abordaje retórico de su interlocutor que no llegará jamás y, en el plano mecánico -en la cruda realidad, si lo desean-, anotando las palabras que excedieran del monosílabo en sus desaprovechadas hojas. Luego aparecieron de la nada unos camareros, tan previstos como sonrientes. Portaban copas y comida ligera. El político tuvo su ración bien asegurada, y pasó a la tercera fase.
El corro de periodistas. Se acercaron todos, apretándose, tocándose, chocándose con el hombro duro del defensor que va a placar al ariete rival y viceversa. Su sueldo estaba en medio de ese inaccesible laberinto, y cualquier treta valía. El político hablaba flojo, a los veteranos de guerra, a aquellas abejas que más tiempo habían logrado tener tranquila su conciencia. Libretas, grabadoras y cámaras eran las lanzas que debía mantener a distancia; las preguntas, las flechas que debía esquivar. Pero el político, su equipo mediante, lo tenía todo controlado. Las reglas del juego eran suyas porque él había bajado la pelota de su casa, y si él no quería, allí no se jugaba más. Con lo cual, solía jugar a que no valieran las lanzas: off the record y a esquivar flechas de goma, que pocos se atreverían a lanzar. Pero sobre todo sabía que casi ninguno se regodearía de haber herido al dueño del balón en el caso que un llameante proyectil lo alcanzara.
Pasaban los minutos, y el escenario era cada vez más dantesco. El político creía que era Houdini, zafándose de dar opiniones personales de cualquier tema excepto de la lluvia. A cada minuto, los periodistas estaban más enfrascados en su rol de Sherlock Holmes, y los jefes de prensa del político suponían desprender un aura de protector del joven O'Connor.
Llamaba la atención del único guardaespaldas manifiesto del político, que se mantenía cerca y no tomaba un refresco o un piscolabis sólo por compromiso, a sabiendas que su función era estar ahí y nada más, que nadie le iba a hacer daño al agrandado funambulista en aquel circo de miniatura. Llamaba la atención la actitud de algún periodista que otro de los que estaban anquilosados en ese tumulto que imitaba el pilar humano de una torre de castellers. Sólo fueron un par, pero fueron. De repente, bajaban la mirada y se separaban de aquella bacanal mohína. Se iban, cogían una cerveza y un par de olivas y guardaban sus cosas. Y se largaban, cabizbajos. Llamaba la atención el posar de un par de artistas invitados, de los que habían pintado los originales cuadros de campaña de los políticos. Era similar a la figura decrépita de los periodistas pensativos, a la de aquellos que se habían largado, sólo que ellos no se iban y no miraban al suelo, sino a sus correspondientes obras. Tan dubitativos, eso sí, como los otros.
En un hipotético futuro, uno de los que aquella tarde ejercían ese oficio al que llaman periodismo, confesará que, encaramado en el corro, todavía de puntillas, le sobrevino la agradable y falsa quimera de que los allí presentes estaban pensando en sus cosas: un artista en su reciente revisión de Blade Runner, Jackie Brown o la obra de Warhol; un miembro del equipo del político en su última escapada a Sant Ramón, Basilea o Ljubjana; un periodista en la latente lectura de un libro de parodiados detectives, de afectados héroes o de sobrellevada pobreza; el guardaespaldas en una sofisticada receta que cocinaría a la brasa, al baño maría o a la cazuela; etcétera.
Pero no fue así. Lo que ocurrió allí es que todo el mundo fue a hacer su trabajo de la misma manera que quien controla la palanca de una máquina de redondeles de plástico y tira de ella cada ochenta segundos. E incluso peor: ocurrió que todos los profesionales allí presentes fueron a hacer su trabajo rutinario, y que algunos lo hacían pensando que llevaban a cabo un acto de justicia y nobleza, casi heroico.
Pero los artistas no eran héroes ni sus obras, de arte: habían vendido sus originales ideas a una tramposa y charlatana máquina de influir en el voto de manera tan ruin y subliminal como el viento influye en la mente.
Pero los periodistas no eran detectives de lo oculto: estaban más cerca de Hércules Poirot que de Holmes, y más de Colombo que de Poirot, y así hasta llegar al sabueso más cómico, al que los ficticios criminales hacen seguir pistas falsas y roer huesos de plástico. Los periodistas no eran soldados de la palabra veraz y honesta, ni eran los cronistas de las 24 horas de LeMans: ni siquiera eran juglares, sólo eran más trabajadores de un enorme mecanismo en cadena parejo al de Chaplin -apretar tuerca, aflojar tuerca-, o al de las hormigas, o al de las abejas. Sólo producían una miel amarga que nadie toma, aunque haya excedente.
Por supuesto, los miembros de la jefatura de prensa del político, así como todo su equipo de secuaces, no eran héroes en la sombra, no eran sacrificados escuderos, para nada eran Sancho Panza. Eran, tan entregados a su líder, los más vendidos, los más carcomidos de todos, los más falaces, los más débiles en la lista de víctimas.
El político. Es evidente que tampoco era el convencido Esquilache. Y tampoco el gran Houdini, no era siquiera un mediocre malabarista. No era más que un trilero engañado por si mismo. Y todo aquello que tenía controlado no era real: él era el títere, no el titiritero, un triste fantoche que reproducía letras prefijadas y huequísimas, y sonreía con otros músculos, rígidos, casi de muñeco de cera, que hacían de su vida un sinvivir de pantomima. Su cerveza le sabía a polvo.
Todos, al fin y al cabo, eran como el guardaespaldas, sólo que él ya lo sabía y se resignaba, quien sabe si escapando en algún mundo imaginario, en alguna receta de cocina. Eran una pieza más de aquella gran fábrica sin héroes que cada día alimentamos sin saber, sin pensar en cómo remediarlo.
Os saluda Tau de rec, siempre aprendiz de todo. Nacido a finales de la década ochentera en El Prat de Llobregat, por lo pronto, navego por unas rutas en las que debo ejercer de periodista. Un oficio a modo de mal menor: el objetivo es no acotar la vida, aspirar a respirar.