El arquero ghanés, Kingston, pecó ayer de mal antropólogo. Enfrente tenía a Sebastián Abreu, un delantero espigado, de cuerpo rayado, pelos de loco y mirada de cuerdo. El duelo era a vida o muerte. Si el juguete
Jabulani traspasaba la línea, Uruguay obraba el milagro. Si algo, incluidos Kingston o el propio Abreu, lo impedía, África hacía historia. La historia ya la conocen: Abreu, apodado
El Loco, lanzó picando la punta de la bota ligeramente hacia el suelo. El liviano balón dibujó la parábola del que se siente pesado, directo al centro del arco. Kingston se ladeó y cayó sobre su costado derecho. El balón entraba, el truco funcionaba, Uruguay pasaba.
Digo que Kingston no hizo una buena lectura antropológica de la situación. Quizás, si hubiera podido ver por adelantado la celebración de Abreu, hubiera tenido más fácil adivinar la dirección del disparo.
El Loco celebró su histórico tanto con una felicidad natural, casi rutinaria. No corrió demasiado -no lo hace ni para tirarse un desmarque-, pero no lo hizo porque a él le bastaba con llegar a la situación: sabía que la solventaría sin problemas. Sin embargo, la clave del festejo estuvo en su posición final: se quedó parado, de pie. Es curioso como los héroes necesitan experimentar la derrota tras cada victoria, y es curioso como suelen optar por dejarse vencer por una de las mayores fuerzas, la de la gravedad, tirándose al pasto. Pero Abreu, como los renegados, como Cantona, no se lanzó al suelo, ni se arrodilló. Estaba por encima del triunfo y de la derrota. Por eso tiró el penal como lo tiró.
Aún así, la lectura antropológica a la que me refiero no es esa, no hacían falta tantas facilidades. Kingston ya pudo ver bastante claro lo que había antes de que se cobrara el penal definitivo. Enfrente suyo, como decíamos, tenía un tipo al que llamaban
El Loco. Su cuerpo tatuado dejaba ver a un hombre con credos, con fe, pero con las dudas justas y necesarias. Un hombre lleno de mensajes en el cuerpo es un hombre que necesita recordarlos, porque su valentía o su peligrosa temeridad hacen que los olvide. A todo ello hay que sumarle un componente de exhibicionismo que, dadas las circunstancias, augura siempre algo espectacular.
Su tamaño y la forma de usarlo es otro aspecto a considerar. Un hombre de 1,93 metros, que nunca pasa del trote al galope, es un hombre con cierta seguridad. No le hace falta desatar toda su potencia, incluso puede resultar contraproducente. En el cuerpo a cuerpo con los defensas, prefiere colocarse con tiempo y amagar hacia un lado para darse la vuelta hacia el otro, como el
pívot que capta un rebote y liquida a su marca a la media vuelta. Nada de carreras, ni siquiera se excedió en los pasos que tomó para alejarse del balón y contemplar en el arco su futura obra con la mente. Sus brazos no mostraron tensión cuando se apoyaban en sus riñones, ni tampoco cuando se pellizcaba la nariz. Su cuerpo sabía lo que iba a pasar y cómo iba a hacer que ocurriera.
Y su cara. Ahí estaba todo. Unas facciones construidas a la manera de los halcones o las águilas hablaban por sí solas. La nariz era corta y contundente, y afilada. Las mandíbulas, apretadas y poligonales. Los dientes hasta le daban un aire endemoniado. La barba también era un dibujo expreso, como los de la piel, y recorría las aristas de su rostro con precisión de cirujano. Y los ojos eran colmillos. Fríos, eran los ejes de una cara quizás no de sicario, pero sí de gaucho, de lobo viejo y solitario. Su pelo azabache desafiaba a la Madre Tierra, alargándose y apuntando hacia ella pero nunca tocándola. Desde lo alto de su cabeza, todo desafiaba las leyes de la gravedad, no había motivo para que no hiciera lo mismo con el balón.
El portero africano también adoleció de falta de conocimientos históricos. Primero, antecedentes: No sabía que Antonin Panenka era un checo que se plantó delante del mítico arquero Maier, con la necesidad de anotar desde los once metros. Tenía barba, rasgos duros y una sola idea: hacer algo distinto. Marcó con esa ligera vaselina, dejando tirado a Maier, que también cayó hacia la derecha. Hoy es presidente de un equipo de nombre romántico, el
Bohemians de Praga. Siempre estuvo loco.
Luego, conocimientos de épica y de lógica literaria: esto es, lo ilógico, el patetismo. El partido más emocionante, con esa parada del delantero Luís Suárez, con ese otro penal que su compañero Gyan mandó al larguero, ese fatídico último segundo. Con este quinto lanzamiento uruguayo que venía y que podía decidir. Con esos millones de africanos rezando por él, por un portero cuyo apellido seguramente derivaba de algo parecido a
La Piedra del Rey, Kingston debía saber que todo se resolvería con algo histórico, no con algo normal. Debía haber hecho honor a su nombre, quedarse de piedra, haber sido el rey.
Más tarde, faltaron conocimientos de la historia personal de su rival: un tipo natural de Lavalleja, paraje uruguayo donde el ciudadano es férreo o férreo, porque sólo puede ser minero, agrícola terroso o un bala perdida. Un tipo que con 25 años había vivido, solo, aventuras en Argentina, México, España y Brasil; un tipo que sólo ha jugado como profesional en su país durante cinco de los dieciséis años de su carrera deportiva. Un jugador torpe con los pies y poco veloz que sobrevive y se alimenta del engaño, de la finta corporal que le permite zafarse de rivales, y de la estabilidad que le dan su alargado cuerpo y su mente hercúlea. Un tipo que iba a jugar a baloncesto pero en su primera pre-selección con la región fue expulsado por haberse corrido una juerga con un tal
Víbora. Ese tipo que tenía delante le lanzaría el penal como Jason Kidd tira un tiro libre, suave y con un beso envenenado.
Finalmente, a Kingston le faltaron conocimientos de ciertas filosofías. Seguramente el ghanés era ajeno al taoísmo, que afirma que hay que respetar el equilibrio de la naturaleza y ensalza el valor de la no-acción. El hombre no debe buscar el éxito ni debe huir de la derrota, y sólo será noble y conseguirá una existencia plena cuando pare y no aspire a nada. Cuando decida no hacer, a quedarse inmóvil, el hombre comprenderá al hombre, al mundo, a la naturaleza, comprenderá que está por encima del bien y del mal. Proyectará lo que puede suceder en el vacío, en ese espacio donde deben suceder las cosas, y pasará a ocupar ese espacio. Si no es así, el hombre fallará sin remedio, y sólo en ocasiones en que el azar tenga más fuerza, obtendrá terrenales y excepcionales éxitos. Sin embargo, por lo general, será tumbado por la fuerza de la naturaleza, que lo arrastrará al suelo como hace con las piedras o con el oxígeno. Si Kingston hubiera sido taoísta, seguramente hubiera estado en medio de esa portería para cortar la trayectoria de un balón que se acercaba al suelo. Dudo que Abreu sea taoísta, pero es evidente que algo se nos escapa para comprender su conducta. Todos los locos tienen secretos.
Kingston no miró al hombre, no vio el entorno ni vio el contexto. Sólo vio el
Jabulani y una escena en su cabeza. Posiblemente intentó pensar en él, con sus guantes en alto, habiendo parado el balón. Como el héroe. Aunque lo más probable es que no supiera usar el miedo que sentía al fracaso. No se paró a pensar que la cosa no iba de ganar o perder, sino de entender a otro hombre y responderle a tiempo, sin caer a La Tierra. Era un juego de locos, y quizás lo tenía que ganar el loco.
Tau de rec, dudando sobre cómo calificar este Mundial.
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