Ninguno de cuantos dispares personajes subían al colectivo fue capaz de imaginarlo. Eran once, y el conductor, doce. A mitad de trayecto, cuando todos los relojes de fuera de aquel vehículo marcaban las tres y cuarenta y dos de la madrugada, cinco minutos arriba, cinco minutos abajo, el tipo del gran abrigo marrón se levantó y comenzó su discurso.
"Recuerdo la música del pecado, me estremeció tanto sentirme vivo. La melodía la ponía una computadora de su piecita, y yo me acomodaba encima de unas sábanas que sólo servían aquella hora para descubrir, para apartarse y dejar paso a la inevitable fusión. En mi desnudez, lo raquítico sobresalía, pero mi piel dejaba efluvios de imperiosa necesidad, de desesperación, de aberrante y urgida desesperanza. Vida, al fin y al cabo. Era el pequeño aullido del Nocturno de Chopin, que de repente me pareció más vertiginoso que cualquier otra historia, y me arrastró. En un minuto, ya estábamos serpenteando, como animales, y yo veía otras paredes, otro lugar, otra realidad, otra persona. Quizás veía ella en mí a un perro despavorido, lo único que sé seguro es que yo portaba ese muro, ese antifaz -ese contra mi cara-, ese O make me a mask en mis entrañas. El ritmo, tan pausado e inalterable, me ataba a alguna parte, y se reía de mí, burlón, el tipo sombrío con el que alguna vez pacté una mejora de contrato. En un momento, las redondas eran corcheas y las negras ya semifusas, y todo se había acelerado tanto, que el Nocturno era para mí la Sonata número 2. Dientes mordiendo, ahogados gemidos y viajes milimétricos del cuerpo estaban en el primer plano de mi limitado panóptico, pero el resto era un infernal y definitivo cuadro de Dalí.
"Eso es, justo eso, un panóptico. Lo que aquello era, una pequeña pieza rentada con dos ventanales a la izquierda, seis metros de largo y tres de ancho, con su cemento en el techo y en el suelo y en sus bordes inalterables; se convertía en un panóptico cristalino, o en un atrio romano plagado de estrellas oscilantes en el cielo negro, con columnas a dos palmos que nunca alcanzaría, con una fuente y unos azulejos que la rodeaban, con su pequeño cabal de agua intacto y sus bordes inusitados, nunca abrazados por nadie más que el moho. Era un atrio, pero las puertas que lo rodeaban escapaban a la luz, y yo creí tenerlas todas cerradas, ocultas por la sombra. Ese paisaje yo veía, en lo que realmente sólo era una habitación enana. Una caja de zapatos, de gusanos de seda.
Traté, lo juro, de tomar el control, pero todo corría siempre más que yo. Agarrado en lo alto de la peonza, no hacía pie en aquel planeta entero que giraba a más velocidad que este bondi. Sé que paramos tras venirse ella y venirme yo, con una disposición de siamés cóncavo, la parte oriental mirando hacia el oeste, la occidental hacia el este. Sé que ella habló como quien vive algo, y tengo la impresión de haber respondido como quien ya falleció, vencido por la maza, balbuceando como un gangoso. Luego, recuerdo que la callé con un ademán de besar, y que callamos durante un largo trance, de unos minutos, que a mi me parecieron la eternidad, sólo besando con algo más que prisa, hambre de saciado, inercia de péndulo. Me pareció mezclar la hondura del Nocturno de Chopin con los frenéticos acordeones de La Noyée. Ella me habló un segundo de Tiersen antes de nuestra vuelta, que ardió como ardía el camino a seguir por Dante. Y yo descendí como descendió él, y me la pasé pensando en números, en jarrones azules, en cualquier cosa que me hiciera escapar de allí mientras el dulce horror durara.
Lo trepidante fue cada vez más forzado, en el sentido de que ya no rodaba todo escapando a mi control, sino que ahora el mundo se había detenido o estaba en una fase destacadísima del freno, y era yo y cada uno de mis músculos los que imponían la terrible cadencia. Sin querer, o quizás como el juego que realmente era, ella me había entregado el testigo, me quiso recibir sumisa y acepté porque no podía girar la cabeza y porque mis ojos se habían vuelto. Ciento ochenta introspectivos grados que me hacían verme el cerebro a pocos centímetros, y me permitían vislumbrar casi cada vena, cada gota de sangre que viajaba tan irremediable por mi cuerpo como yo por el suyo. Sentí lástima por el Homero de El inmortal de Borges y quizás la estaba sintiendo por mi, que me quedaba en aquellas empapadas sábanas por los tiempos de los tiempos. Y me vi a una distancia de quilómetros, aislado de todo y enganchado a las piernas de aquella mujer que era un símbolo de lo que hay de verdad y de mentira, de trampa y de abrazo, de épica y de patético en cualquiera de nuestros minutos.
"Ustedes que me escuchan, créanme si les digo que sentí el placer en cada uno de los segundos que esta noche narro, y que la mezcla del gusto con todo lo que veía y sentía y olía, con todo ese gigantesco castigo que yo quise siempre recibir, resultó una operación exponencial, que me transportaba a lugares donde todo es baldío. Mi experimento se fraguaba, conmigo palpando sus riñones y los costados de su abdomen, apretando con ansia ahí y plantándome en el precipicio de aquel fútil sino que dibujaba su espalda iluminada de sudor. Ella volvía la cabeza y se mordía el labio inferior, que era de membrillo, con dos incisivos y un canino. Y dibujaba una mueca de placer en el mismo costado por el que mordía, y miraba con algo cómplice, como jurándome un secreto, pero sin pedirme calma. Pero yo me fijaba poco en esos detalles porque, a pesar de tener lo más oscuro de mis ojos encarrilado hacia su rostro que se volvía, yo trataba de mirar con la mente a alguno de los puntos más borrosos, más periféricos, de mi rígido campo de visión.
Al final, ella casi adivinó lo fuera de mi que me encontraba, y quizás por eso dejó de ser tomada y se dispuso a tomarme, a florecerme desde arriba, con la presión de unos muslos que eran dos edenes, con el poder del mirar desde arriba con ojos de mujer, con la seguridad de controlar mi mirada en todo momento y de evitar mi absortez, y con el reto de luchar contra aquel cielo que me mostraba su atrio, aquella infinita familia de constelaciones que ahora se acercaban como se acerca el día del Juicio Final. Ella hacía juegos malabares para someter mi desvalido apéndice, el físico y el mental, y sólo a momentos, a los de más lucidez o menos temor o más olvido, yo me centraba instantáneamente en ella, y la veía como a Nefernefernefer por dos o tres segundos.
Al final, supe con certeza solamente algo de lo mucho que me había revelado aquella hora de Nocturnos de Chopin y de Non, Je ne regrette rien, y de Petootie Pie y de Wild is the wind y de Karma Police y sí, creo estar seguro que también de Yann Tiersen: cuando ella no tiraba más que de orgullo para hacer que yo recortara diferencias en las veces que nos habríamos venido uno y otro, adiviné la inminente fisión, en mitad de un inmenso sentimiento de culpa y de rabia y de entrega. Nos estábamos separando ya cuando me vine por segunda vez, y ella quiso que el cuerpo siamés no muriera y me abrazó, inclinándose, y me besó en los labios en semifallo, tocando mi mentón con parte de su boca. Yo me levanté y ahí fue cuando comprendí con certeza que la..."
Los otros once ocupantes del autobús ya escuchaban con atención, presos de la intriga, tras haber pasado por las etapas del incomodo, la resignación y el segundo incomodo, provocado por lo áspero que llevaban aquellas palabras consigo. Entonces, un despiste del conductor hizo que la rueda delantera topara con un mínimo bordillo que había en el lateral de ese túnel. El volantazo siguiente se encontró con el muro derecho de aquella asfaltada cueva. Las luces anaranjadas de los faros asistieron al siniestro, que resultó fatal: a ciento veinte quilómetros por hora, nadie tuvo tiempo de ejercer un último pensamiento.
Menos uno, precisamente el único que buscaba todo lo contrario a ser salvado desde aquel apoteósico atardecer en el que la minutera se volvió loca y el mundo le pareció una peonza.
La entrega no era hacia la amante, ni hacia la amada, ni siquiera hacia la vida o si mismo; era la asunción del corto trayecto, de la existencia del fin de la cuerda que hace girar a la peonza, y el nada volátil deseo de encontrarse con ese postrero aliento. Tal paradoja fue la única lección que aprendió en aquella caja de gusanos de seda, envuelto del Nocturno de Chopin.
En el suelo, lleno de golpes y magulladuras, el hombre del abrigo marrón lloraba sin pena ni esfuerzo.
Tau de Rec, en contra de la tramposa idea de la redención.
"Recuerdo la música del pecado, me estremeció tanto sentirme vivo. La melodía la ponía una computadora de su piecita, y yo me acomodaba encima de unas sábanas que sólo servían aquella hora para descubrir, para apartarse y dejar paso a la inevitable fusión. En mi desnudez, lo raquítico sobresalía, pero mi piel dejaba efluvios de imperiosa necesidad, de desesperación, de aberrante y urgida desesperanza. Vida, al fin y al cabo. Era el pequeño aullido del Nocturno de Chopin, que de repente me pareció más vertiginoso que cualquier otra historia, y me arrastró. En un minuto, ya estábamos serpenteando, como animales, y yo veía otras paredes, otro lugar, otra realidad, otra persona. Quizás veía ella en mí a un perro despavorido, lo único que sé seguro es que yo portaba ese muro, ese antifaz -ese contra mi cara-, ese O make me a mask en mis entrañas. El ritmo, tan pausado e inalterable, me ataba a alguna parte, y se reía de mí, burlón, el tipo sombrío con el que alguna vez pacté una mejora de contrato. En un momento, las redondas eran corcheas y las negras ya semifusas, y todo se había acelerado tanto, que el Nocturno era para mí la Sonata número 2. Dientes mordiendo, ahogados gemidos y viajes milimétricos del cuerpo estaban en el primer plano de mi limitado panóptico, pero el resto era un infernal y definitivo cuadro de Dalí.
"Eso es, justo eso, un panóptico. Lo que aquello era, una pequeña pieza rentada con dos ventanales a la izquierda, seis metros de largo y tres de ancho, con su cemento en el techo y en el suelo y en sus bordes inalterables; se convertía en un panóptico cristalino, o en un atrio romano plagado de estrellas oscilantes en el cielo negro, con columnas a dos palmos que nunca alcanzaría, con una fuente y unos azulejos que la rodeaban, con su pequeño cabal de agua intacto y sus bordes inusitados, nunca abrazados por nadie más que el moho. Era un atrio, pero las puertas que lo rodeaban escapaban a la luz, y yo creí tenerlas todas cerradas, ocultas por la sombra. Ese paisaje yo veía, en lo que realmente sólo era una habitación enana. Una caja de zapatos, de gusanos de seda.
Traté, lo juro, de tomar el control, pero todo corría siempre más que yo. Agarrado en lo alto de la peonza, no hacía pie en aquel planeta entero que giraba a más velocidad que este bondi. Sé que paramos tras venirse ella y venirme yo, con una disposición de siamés cóncavo, la parte oriental mirando hacia el oeste, la occidental hacia el este. Sé que ella habló como quien vive algo, y tengo la impresión de haber respondido como quien ya falleció, vencido por la maza, balbuceando como un gangoso. Luego, recuerdo que la callé con un ademán de besar, y que callamos durante un largo trance, de unos minutos, que a mi me parecieron la eternidad, sólo besando con algo más que prisa, hambre de saciado, inercia de péndulo. Me pareció mezclar la hondura del Nocturno de Chopin con los frenéticos acordeones de La Noyée. Ella me habló un segundo de Tiersen antes de nuestra vuelta, que ardió como ardía el camino a seguir por Dante. Y yo descendí como descendió él, y me la pasé pensando en números, en jarrones azules, en cualquier cosa que me hiciera escapar de allí mientras el dulce horror durara.
Lo trepidante fue cada vez más forzado, en el sentido de que ya no rodaba todo escapando a mi control, sino que ahora el mundo se había detenido o estaba en una fase destacadísima del freno, y era yo y cada uno de mis músculos los que imponían la terrible cadencia. Sin querer, o quizás como el juego que realmente era, ella me había entregado el testigo, me quiso recibir sumisa y acepté porque no podía girar la cabeza y porque mis ojos se habían vuelto. Ciento ochenta introspectivos grados que me hacían verme el cerebro a pocos centímetros, y me permitían vislumbrar casi cada vena, cada gota de sangre que viajaba tan irremediable por mi cuerpo como yo por el suyo. Sentí lástima por el Homero de El inmortal de Borges y quizás la estaba sintiendo por mi, que me quedaba en aquellas empapadas sábanas por los tiempos de los tiempos. Y me vi a una distancia de quilómetros, aislado de todo y enganchado a las piernas de aquella mujer que era un símbolo de lo que hay de verdad y de mentira, de trampa y de abrazo, de épica y de patético en cualquiera de nuestros minutos.
"Ustedes que me escuchan, créanme si les digo que sentí el placer en cada uno de los segundos que esta noche narro, y que la mezcla del gusto con todo lo que veía y sentía y olía, con todo ese gigantesco castigo que yo quise siempre recibir, resultó una operación exponencial, que me transportaba a lugares donde todo es baldío. Mi experimento se fraguaba, conmigo palpando sus riñones y los costados de su abdomen, apretando con ansia ahí y plantándome en el precipicio de aquel fútil sino que dibujaba su espalda iluminada de sudor. Ella volvía la cabeza y se mordía el labio inferior, que era de membrillo, con dos incisivos y un canino. Y dibujaba una mueca de placer en el mismo costado por el que mordía, y miraba con algo cómplice, como jurándome un secreto, pero sin pedirme calma. Pero yo me fijaba poco en esos detalles porque, a pesar de tener lo más oscuro de mis ojos encarrilado hacia su rostro que se volvía, yo trataba de mirar con la mente a alguno de los puntos más borrosos, más periféricos, de mi rígido campo de visión.
Al final, ella casi adivinó lo fuera de mi que me encontraba, y quizás por eso dejó de ser tomada y se dispuso a tomarme, a florecerme desde arriba, con la presión de unos muslos que eran dos edenes, con el poder del mirar desde arriba con ojos de mujer, con la seguridad de controlar mi mirada en todo momento y de evitar mi absortez, y con el reto de luchar contra aquel cielo que me mostraba su atrio, aquella infinita familia de constelaciones que ahora se acercaban como se acerca el día del Juicio Final. Ella hacía juegos malabares para someter mi desvalido apéndice, el físico y el mental, y sólo a momentos, a los de más lucidez o menos temor o más olvido, yo me centraba instantáneamente en ella, y la veía como a Nefernefernefer por dos o tres segundos.
Al final, supe con certeza solamente algo de lo mucho que me había revelado aquella hora de Nocturnos de Chopin y de Non, Je ne regrette rien, y de Petootie Pie y de Wild is the wind y de Karma Police y sí, creo estar seguro que también de Yann Tiersen: cuando ella no tiraba más que de orgullo para hacer que yo recortara diferencias en las veces que nos habríamos venido uno y otro, adiviné la inminente fisión, en mitad de un inmenso sentimiento de culpa y de rabia y de entrega. Nos estábamos separando ya cuando me vine por segunda vez, y ella quiso que el cuerpo siamés no muriera y me abrazó, inclinándose, y me besó en los labios en semifallo, tocando mi mentón con parte de su boca. Yo me levanté y ahí fue cuando comprendí con certeza que la..."
Los otros once ocupantes del autobús ya escuchaban con atención, presos de la intriga, tras haber pasado por las etapas del incomodo, la resignación y el segundo incomodo, provocado por lo áspero que llevaban aquellas palabras consigo. Entonces, un despiste del conductor hizo que la rueda delantera topara con un mínimo bordillo que había en el lateral de ese túnel. El volantazo siguiente se encontró con el muro derecho de aquella asfaltada cueva. Las luces anaranjadas de los faros asistieron al siniestro, que resultó fatal: a ciento veinte quilómetros por hora, nadie tuvo tiempo de ejercer un último pensamiento.
Menos uno, precisamente el único que buscaba todo lo contrario a ser salvado desde aquel apoteósico atardecer en el que la minutera se volvió loca y el mundo le pareció una peonza.
La entrega no era hacia la amante, ni hacia la amada, ni siquiera hacia la vida o si mismo; era la asunción del corto trayecto, de la existencia del fin de la cuerda que hace girar a la peonza, y el nada volátil deseo de encontrarse con ese postrero aliento. Tal paradoja fue la única lección que aprendió en aquella caja de gusanos de seda, envuelto del Nocturno de Chopin.
En el suelo, lleno de golpes y magulladuras, el hombre del abrigo marrón lloraba sin pena ni esfuerzo.
Tau de Rec, en contra de la tramposa idea de la redención.